– No comprendo. ¿Para qué me necesita?
– Usted es mi elemento de negociación, querida. Teniéndola como rehén podré cruzar el Canal y llegar a mi refugio de Francia. Graystone pagará un crecido rescate. Si no lo hace por amor, lo hará por su sentido del honor. Y cuando se permita negociar su libertad, lo mataré.
– ¿Y después, qué? -lo desafió Augusta-. A la larga, todos sabrán quién es usted. Mi esposo tiene amigos.
– Así es, pero yo también resultaré muerto, asesinado por el valiente Graystone, que murió tratando de salvar a su pobre esposa, la que, a su vez, por desgracia también murió. Algo muy trágico. Será molesto asumir una nueva identidad, pero ya lo he hecho antes.
Augusta cerró los ojos mientras el caballo proseguía al galope.
– ¿Por qué mató a Richard?
– Su hermano se metió en un juego que lo desbordaba. Se unió al Club de los Sables, que atraía a jóvenes como él. No sé cómo se enteró de que un espía llamado Araña era miembro también. Supuso que, sin duda, utilizaba el lugar para su información. Pero esos audaces oficiales jóvenes hablan por los codos cuando han bebido. No me fue difícil descubrir el asunto.
– Pensarían que era usted uno de ellos.
– Desde luego. Aunque no creí que su hermano supiera quién era Araña, sino solamente de su existencia, preferí no correr riesgos, porque había decidido acudir a las autoridades y darles la información. Y una noche, lo seguí hasta su casa.
– Le disparó por la espalda y después, dejó aquellos comprometedores documentos sobre su cadáver.
– Incendié el «Sable» y me aseguré de que se quemaran los registros del club y la lista de miembros. Pronto fue olvidado el lugar. Pero basta de evocaciones desagradables. Nos espera un largo viaje.
Lovejoy frenó al caballo junto a un pequeño puente. Desmontó e hizo bajar a Augusta sin contemplaciones. La joven se tambaleó y cuando se apartó el cabello de los ojos vio un esbelto coche cerrado, oculto entre los árboles. Tiraban de él dos bayos de aspecto vigoroso que había amarrados a un árbol.
– Señora, tendrá que perdonarme por lo que sin duda será un incómodo viaje. -Lovejoy ató las manos de Augusta y la amordazó con un corbatín-. Pero quédese tranquila; lo peor no ha pasado. Por lo general, el Canal es muy agitado.
La arrojó al interior del pequeño coche, bajó las cortinillas y cerró la portezuela de un golpe. Unos momentos después, Augusta lo oyó subir al pescante y chascar las riendas.
Los caballos arrancaron a paso veloz. Perdida en la oscuridad del carruaje, Augusta no podía saber en qué dirección iban, pero Lovejoy se había referido a un viaje por mar.
El puerto más cercano era Weymouth. «¡No será tan audaz como para abordar un navío en el mismo puerto!», pensó Augusta.
Entonces recordó que se podía decir cualquier cosa de Araña, pero no que no fuese tan audaz como despiadado.
No podía hacer otra cosa que esperar la oportunidad de huir o de atraer la atención de alguien. Entretanto, tenía que reprimir la desesperación que amenazaba con invadirla. Por lo menos, Meredith estaba a salvo. Pero el pensamiento de no volver a ver a Harry era insoportable.
No supo cuánto tiempo había pasado hasta que el aroma del mar, el traquetear de una carreta y el crujir de leña despertaron a Augusta. Escuchó con atención tratando de adivinar dónde estaban. No cabía duda de que era un puerto, lo cual significaba que Lovejoy la había llevado a Weymouth.
Entumecida, Augusta se enderezó en el asiento haciendo muecas al sentir que las cuerdas le cortaban las muñecas. Logró aflojar la mordaza sin que Lovejoy lo advirtiera ayudándose de un accesorio de bronce cerca de la portezuela.
El coche se detuvo. Augusta oyó voces y luego se abrió la puerta. Lovejoy, todavía disfrazado, se introdujo dentro. Llevaba en la mano una larga capa y un sombrero negro con tupido velo.
– Un momento, buen hombre -le dijo a alguien por encima del hombro-. Tengo que atender a mi pobre esposa. No se siente muy bien.
Augusta intentó eludir el sombrero, pero Lovejoy le mostró el cuchillo que llevaba en la mano y se quedó quieta, comprendiendo que el sujeto no tendría el menor escrúpulo en clavárselo entre las costillas.
En un tiempo asombrosamente breve, cubierta con el velo y envuelta en la capa, Augusta fue sacada del coche. Lovejoy debía parecer un marido solícito mientras la guiaba por el muelle de piedra hasta un barco pequeño que había amarrado. Los pliegues de la capa ocultaban el cuchillo.
Augusta espió a través del espeso velo negro, atenta a cualquier oportunidad de escapar que pudiera presentarse.
– Le llevaré el equipaje, señor -dijo una voz ronca cerca de ellos.
– Mi equipaje ya debe de estar a bordo -replicó Lovejoy. Comenzó a subir la plancha-. Dígale al capitán que quiero zarpar de inmediato. Tenemos marea.
– Sí, señó -dijo la áspera voz-. Está esperándolo. Le diré que ha llegado usté.
– Apresúrese. Le he pagado mucho dinero por sus servicios y espero ser satisfecho.
– Sí, señó. Pero primero le mostraré su camarote. Me parece que su señora esposa necesita ir directamente a acostarse, ¿eh?
– Sí, sí, muéstrenos el camarote. Luego dígale al capitán que zarpe. Y fíjese en lo que hace con esa cuerda, hombre.
– Un estorbo en el camino, ¿no es así? Al capitán no le gustaría. Dirige un buen barco. Me azotará por esto. Será mejor que saque esta porquería del paso.
– ¿Qué diablos…? -Lovejoy tropezó, trató de recuperar el equilibrio y entonces la cuerda se enroscó como una víbora alrededor de una de sus botas y aflojó la mano que sujetaba a Augusta.
Augusta aprovechó la oportunidad. Gritando, se arrojó fuera del alcance de los brazos de Lovejoy mientras él trataba de erguirse.
Oyó a su raptor que lanzaba un grito de ira al verse obligado a soltarla. A través del velo vio que el marinero canoso de voz áspera se acercaba a agarrarla, pero el envión lo hizo caer enredado en su capa.
– ¡Maldición! -murmuró Peter Sheldrake cuando Augusta y él cayeron al extremo de la plancha y se precipitaron al agua helada del puerto.
Harry vio a su amigo y a Augusta y
supo que su esposa estaba a salvo; Peter se encargaría de ella.
El conde tenía que vérselas con el enfurecido Lovejoy, que ya se había levantado y blandía el cuchillo.
– ¡Maldito! -susurró Lovejoy-. No obstante el mote de Némesis, la Araña siempre bebe la sangre de sus víctimas.
– Araña, ya no habrá más sangre.
Lovejoy se lanzó hacia delante con el brazo extendido para clavárselo en el vientre, pero Harry se ladeó y logró atraparlo tratando de cambiar la dirección en el último instante.
Los dos perdieron el equilibrio. Lovejoy y Harry con él, sujetando el brazo que sostenía el cuchillo, cayeron pesadamente y rodaron cerca del borde de la plancha.
– Araña, ya has ido demasiado lejos. -Sin soltar el brazo de Lovejoy, Harry intentó doblar hacia atrás la mano del atacante. La punta de la hoja quedó muy cerca de él-. Siempre has ido un paso adelante. Muchas muertes, demasiada sangre, demasiado astuto… Pero al final, has perdido.
– ¡Canalla! -El insulto pareció encender nuevos fuegos en los ojos chispeantes de Lovejoy. Los dientes se exhibieron en una mueca salvaje al tiempo que trataba de clavar el cuchillo en su oponente-. Tampoco esta vez perderé.
Harry sintió la fuerza que daba la obsesión al brazo de Lovejoy. Se escabulló con desesperación a un lado para evitar el ataque y al mismo tiempo deslizó los dedos hasta la muñeca del contrario. La retorció con toda su fuerza y sintió que algo se quebraba. La hoja del cuchillo apuntaba hacia arriba.
En ese momento, Lovejoy cayó aullando sobre su propio cuchillo. Se contrajo y rodó de lado, luego aferró el mango y se lo sacó del pecho de un tirón.
Manó la sangre roja de la muerte.
– Araña nunca pierde -musitó Lovejoy en un susurro ronco mirando a Harry con ojos incrédulos-. No puede perder.