– Desde luego, vale la pena comprobarlo. -Augusta adoptó una decisión-. Como han salido todos ya, seré yo quien vaya a la cabaña.
Claudia la acompañó a la puerta.
– Iré contigo. Me vestiré enseguida.
– Voy a pedir a Steeples una pistola -dijo Augusta.
– ¿Sabes usarla? -preguntó Claudia sorprendida.
– Richard me enseñó.
Rompía el alba cuando Augusta y Claudia detuvieron sus caballos detrás de la cabaña. Había allí otra montura, amarrada al viejo cobertizo.
– ¡Dios! -susurró Claudia-. Debe de estar ahí con Meredith. Deberíamos volver a buscar ayuda.
– No hay tiempo de ir a por ayuda. -Augusta desmontó y le entregó las riendas a su prima-. Y no estamos seguras de que sean ellos. Podría ser cualquier vagabundo o un viajero a quien sorprendiera la noche y encontrara la cabaña. Voy a atisbar el interior.
– Augusta, no me parece que tengamos que intentarlo solas.
– No te aflijas: llevo la pistola. Espera aquí. Si algo sale mal, corre hasta la cabaña más próxima. Cualquiera vendrá en ayuda de la familia Graystone.
Augusta sacó una pistola del bolsillo y la sostuvo con firmeza al tiempo que se abría paso entre los árboles.
Fue fácil llegar hasta la parte de atrás de la cabaña sin llamar la atención. En la pared trasera de la ruinosa vivienda no había ventanas y el cobertizo proporcionaba refugio adicional.
El animal que había allí amarrado miró a Augusta sin interés y la joven pasó junto a él. Primero lo contempló pensativa y luego, entrando al establo, desató aquella vieja yegua, que siguió obediente a Augusta de las riendas alrededor de la cabaña. Luego ella se detuvo y le dio una fuerte palmada en la grupa. Asustado, el animal se lanzó a un trote ágil, cruzando la puerta de la cabaña y dirigiéndose al prado.
En el interior sonó un grito de alarma. La puerta se abrió de golpe y salió un joven, todavía vestido con la librea de Graystone.
– ¿Qué diablos está pasando aquí? ¡Vuelve atrás, maldita jaca! -silbó frenético al animal que huía.
Augusta alzó la pistola y se parapetó junto a la pared lateral.
– ¡Condenada! ¡Porquería de jaca! ¡Púdrete en el infierno! -Era evidente que Robbie no sabía qué hacer, pero no podía permitirse perder el caballo.
Augusta esperó a que Robbie se perdiera de vista y luego corrió hasta la puerta de la cabaña y entró en la pequeña habitación sosteniendo con firmeza la pistola.
Meredith, atada y amordazada, tendida indefensa en el suelo, miraba asustada hacia la puerta. Entonces reconoció a Augusta y lanzó una exclamación ahogada.
– ¡Meredith! Aquí estoy, querida mía. Ya estás a salvo. -Augusta corrió a ella y le arrancó la mordaza, y luego desató las cuerdas que sujetaban las muñecas de la niña.
Meredith rodeó entonces el cuello de Augusta con los brazos en una explosión de alivio.
– ¡Mamá! Sabía que vendrías, mamá, lo sabía. Tenía tanto miedo…
– Lo sé, querida. Pero ahora tenemos que darnos prisa.
Augusta la cogió de la mano, la sacó de la cabaña y se dirigió a la parte de atrás.
Claudia acudió con el caballo de Augusta.
– Apresuraos -exclamó-. Debemos irnos de aquí enseguida. Se acerca un caballo al galope. Robbie debe de haber atrapado a la yegua.
Augusta escuchó el galope rítmico y fuerte de un veloz animal y barruntó que no era la vieja yegua que había soltado ella, sino el que monta un caballero, pero no había modo de saber si el que se acercaba era amigo o enemigo.
«Es urgente sacar a Meredith de aquí», pensó Augusta.
– Ven, querida. Monta con la señorita Ballinger, deprisa. -Alzó a la niña sobre la montura y Claudia la sostuvo mientras Augusta se apresuraba a retroceder-. Vete ya, Claudia.
– Augusta, ¿qué vas a hacer?
– Tienes que ocuparte de Meredith. Necesito las manos libres para usar la pistola, si hace falta. No sabemos quién es. Ve, Claudia. Yo te seguiré luego.
Claudia hizo girar al caballo, la mirada cargada de preocupación.
– De acuerdo, pero no tardes.
– Ten cuidado, mamá -pidió Meredith.
Augusta montó la yegua y se dispuso a seguirlas. Todavía no podía ver quién se aproximaba, pues lo ocultaba la cabaña. Se inclinó hacia delante, pistola en mano, y espoleó al animal.
En ese instante resonó un disparo en el bosque, levantando una nube de hojas y tierra frente a los cascos de la yegua. El animal retrocedió espantado agitando en el aire las patas delanteras. En un esfuerzo desesperado por controlar a la yegua, Augusta dejó caer la pistola, pero uno de los cascos traseros resbaló sobre unas hojas secas y la bestia se ladeó.
Augusta saltó de la montura en el momento en que el caballo tropezaba y caía. La joven cayó a tierra desarmada, enredada en las faldas del vestido. La yegua se levantó y huyó entre los árboles hacia la casa.
Cuando pudo recuperar el aliento, un hombre con espesas patillas y cabello empolvado de color acero apareció ante ella. Le apuntaba al corazón con una pistola. De inmediato, a pesar de las patillas y el cabello gris, reconoció los ojos verdes de Lovejoy.
– Ha llegado antes de tiempo, querida mía -refunfuñó Lovejoy haciéndola levantar-. No creí que descubriría tan pronto la desaparición de la hija de Graystone, pero veo que la doncella dijo exactamente lo que debía, y yo estaba seguro de que sacaría usted sus propias conclusiones.
– ¿Era a mí a quien quería, Lovejoy?
– Las quería a las dos -replicó Lovejoy-, pero tendré que arreglármelas sólo con usted. Esperemos que Graystone le tenga tanto cariño como es de esperar, de lo contrario, no servirá de nada. Su hermano lo comprendió enseguida.
– ¡Richard! ¡Usted lo mató, como mató también a Sally! -Augusta se abalanzó hacia él con los puños apretados.
Lovejoy la abofeteó con el dorso de la mano con tanta fuerza que la hizo caer otra vez al suelo.
– ¡Levántate, zorra! Hay que moverse rápido. No sé cuánto tiempo andará Graystone por Londres hasta que advierta quién soy y sepa que salí de la ciudad.
– Él lo matará, Lovejoy. Lo sabe, ¿verdad? Lo matará por esto.
– Hace tiempo que intenta acabar conmigo y, como ve, no ha tenido éxito hasta ahora. Concedo que Graystone es inteligente, pero yo siempre tuve la suerte de mi parte.
– Quizás hasta ahora. Su buena suerte se acabó, Lovejoy.
– En absoluto. Es usted mi amuleto de la suerte, señora, y creo que resultará entretenido. Será un placer apropiarse de lo que le pertenece al maldito Graystone. Ya le advertí que no sería usted una buena esposa.
Lovejoy se acercó y aferró a Augusta del brazo haciéndola levantar.
Sin prestar atención a la pistola, Augusta se alzó las faldas y trató de huir, pero Lovejoy la atrapó en dos zancadas y la abofeteó con crueldad. Le rodeó el cuello con el brazo y apoyó el cañón de la pistola contra su sien.
– Otro intento más y le meteré una bala en el cerebro de inmediato. ¿Ha entendido?
Augusta no respondió. El golpe le aturdía la cabeza. Comprendió que tenía que esperar su oportunidad.
Sujetándola con cautela, Lovejoy se encaminó hacia el potro que había dejado frente a la cabaña.
– ¿Qué quiere decir con que le advirtió a Graystone que yo no sería una buena esposa? -preguntó Augusta, mientras el hombre la obligaba a montar sobre el caballo.
– Pues que no me convenía que se unieran. Temía que, por mediación de usted, tropezara con alguna clave procedente del pasado que lo guiara hasta mí. Si bien era poco probable, la posibilidad me preocupaba.
– Así que pretendía evitarlo cuando me instó a apostar sumas elevadas.
– Exacto. -Lovejoy montó detrás de ella clavándole la pistola entre las costillas-. La idea era comprometerla cuando fuese a recuperar el pagaré, pero no dio resultado, y finalmente ese hijo de perra se casó con usted.
– ¿Adónde me lleva?
– No muy lejos. -Tomó las riendas y espoleó el caballo-. Haremos un agradable viaje por mar y nos recluiremos en una remota población de Francia, mientras la ira y la frustración devoran vivo a Graystone.