«Debe de haber muchos hombres peligrosos que floten por Londres como los restos de un naufragio tras la tormenta de la guerra», pensó Harry.
– Buenas noches, Graystone, Sheldrake. Me sorprende encontrarlos a ambos aquí, esta noche. Creí que estarían acompañando a sus respectivas damas. Lo felicito por su compromiso, Sheldrake, aunque debo añadir que fue poco caballeroso de su parte sacar de escena a una de las pocas herederas casaderas. No ha quedado demasiado para los demás, ¿ no?
– Estoy seguro de que encontrará a una que le agrade -murmuró Peter.
Harry hizo girar la copa medio vacía contemplando los reflejos rojizos del vino.
– Lovejoy, ¿qué se le ofrece?
– Quisiera decirle algo. Debo advertirle contra un ladrón de cajas fuertes que ronda por la ciudad. Hace unas semanas irrumpió en mi biblioteca.
Harry lo miró sin expresión.
– No me diga. ¿Ha interpuesto la denuncia?
– No se llevaron nada irreemplazable. -Lovejoy sonrió con frialdad, dio media vuelta y se fue.
Harry y Peter permanecieron en silencio unos minutos.
– Tendrías que pararle los pies a Lovejoy -comentó por fin Peter.
– Sí, creo que sí. -Harry sacudió la cabeza-. Lo único que no entiendo es por qué me toma como blanco.
– Es probable que al comienzo sólo intentara seducir a Augusta por puro gusto. En cambio ahora debe de pensar que le destrozaste el juego al rescatar el pagaré. Sin duda, querrá igualar los tantos. Y como has estado fuera de la ciudad, aún no ha tenido su oportunidad.
– Lo vigilaré.
– Hazlo. Atendiendo a esa velada amenaza, es probable que intente utilizar a Augusta para vengarse.
Mientras terminaba el vino, Harry pensó en lo que acababa de decir Sheldrake.
– Sin embargo, sigo creyendo que este asunto oculta más de lo que aparece a simple vista. Quizá sea hora de hacer otra visita nocturna a ese individuo.
– Iré contigo; puede ser interesante. -Peter sonrió-. Pero no pensarás hacerlo esta noche; tu programa ya es bastante apretado.
– Tienes razón, esta noche tenemos asuntos más importantes de que ocuparnos.
Cuando Harry y Peter llegaron, Augusta se paseaba por la biblioteca. Se había vestido con ropa adecuada a la aventura; llevaba una capa de terciopelo negro sobre un vestido del mismo color, guantes haciendo juego y botas de media caña, también de terciopelo negro.
Hacía ya varias horas que había mandado a acostarse a la servidumbre y desde entonces ardía de impaciencia. La invitación de Harry de unirse a ellos la abrumaba. «¡Por fin me ha admitido en su círculo!»
Augusta sentía que por fin compartiría con Harry la maravillosa amistad que compartía con Sally y con Peter. Resolveríap juntos el misterio y, como se comprobaría, ella sería igualmente capaz de colaborar. «Llegará a respetar mi inteligencia -pensó- y a considerarme como a uno de sus amigos, como a una mujer en la que puede confiar y con la que puede compartir el lado secreto de su vida.»
El sonido apagado de la puerta que se abría y volvía a cerrarse en el zaguán la hizo detenerse. Hubo un murmullo de voces masculinas y ruido de pisadas sobre las baldosas. Corrió a la puerta de la biblioteca. Cuando abrió, encontró a un Harry de expresión adusta y a Peter Sheldrake, sonriente.
Peter hizo una galante reverencia.
– Buenas noches, señora. ¿Me permite decirle que lleva un atuendo muy apropiado para esta noche? La capa y las botas le dan un aspecto muy audaz. Graystone, ¿no te parece que va muy bien vestida para esta circunstancia?
Harry frunció el entrecejo.
– Parece un salteador de caminos. Salgamos. -Señaló hacia la puerta con el bastón de ébano-. Quisiera terminar con esto lo antes posible.
– ¿No saldremos por la ventana? -preguntó Augusta inocentemente.
– No. Saldremos por la cocina, de manera normal, razonable y civilizada.
Augusta frunció la nariz mirando a Peter mientras seguían a Harry fuera de la biblioteca.
– ¿Siempre se pone así cuando investiga?
– Siempre -afirmó Peter-. Nuestro Graystone es un aguafiestas, no tiene sentido de la aventura.
Harry lanzó a sus compañeros una severa mirada sobre el hombro.
– Callaos los dos, no vayan a despertarse los criados.
– Sí, señor -murmuró Peter.
– Sí, señor -murmuró Augusta.
Salieron al jardín y comprobaron que no necesitaban linterna para iluminar el camino. La luz de la luna destacaba las piedras del pavimento y el cálido resplandor que surgía de las ventanas de casa de lady Arbuthnot les servía de guía.
A medida que se acercaban al objetivo, Augusta advirtió que la planta baja estaba a oscuras.
– ¿Estará Sally esperándonos?
– Sí -dijo Peter en voz queda-. Nos llevará a la biblioteca, allí conversaremos.
Cuando llegaron a la verja, Harry se detuvo.
– Está abierto.
– Sin duda, debe de haber enviado a un criado -dijo Peter empujando la pesada puerta de hierro-. No creo que ella cuente con la energía suficiente.
– Me asombra que siga dirigiendo el Pompeya -murmuró Augusta.
– Es lo que la mantiene, así como el placer de participar en otra investigación para Graystone -afirmó Peter.
– Silencio -ordenó Harry.
Augusta apretó los pliegues de la capa alrededor de sí y siguió a Harry en silencio. Peter cerraba la marcha. Como iba pisándole los talones, Augusta casi chocó con aquél cuando se detuvo de golpe.
– ¡Oh! -Trató de recobrar el equilibrio-. ¿Qué sucede?
– Hay algo raro. -En la voz de Harry se percibía un tono helado que asustó a Augusta. Advirtió que empuñaba el bastón de ébano de un modo extraño.
– ¿Problemas? -murmuró Peter, sin el menor asomo de burla en la voz.
– La puerta trasera está abierta. No hay luz ni rastros de Sally. Lleva a Augusta a casa y reúnete conmigo en cuanto la hayas dejado a salvo.
– Comprendido -dijo Peter, inclinándose para coger a Augusta del brazo.
La joven se apartó.
– ¡No, Harry, déjame ir contigo! Es posible que Sally haya recaído… ¡Oh, por Dios! ¡Sally!
– Augusta, qué diablos… -Harry dio media vuelta y se acercó a ella.
Augusta se había arrodillado y hurgaba desesperada entre el denso follaje.
– ¡Es Sally! ¡Oh, Harry, es ella! Debe de haberse desmayado. ¡Sally!
Augusta palpó el cuerpo de su amiga manipulando con torpeza el vestido de seda y al instante, sus guantes negros quedaron empapados en sangre. La luz de las estrellas arrancó un brillo apagado a la empuñadura de una daga que sobresalía en el pecho de Sally.
– ¡Que Dios condene su alma maldita! -exclamó Harry en tono feroz mientras se abría paso entre los arbustos y se acuclillaba junto a su amiga. Buscó la muñeca de Sally y le tomó el pulso-. Está viva.
– ¡Cristo! -Peter también se acercó. Vio la daga y soltó un juramento-. ¡Ese maldito hijo de perra!
– Sally. -Augusta sostuvo la mano laxa y la horrorizó lo fría que estaba. No cabía duda de que estaba muriéndose.
– Augusta, ¿eres tú, querida? -La voz de Sally era apenas un susurro-. Me alegra que estés aquí. No es agradable morir sola, ¿sabes? Era lo que más temía.
– Sally, estamos todos aquí -dijo Harry en voz queda-. Peter, Augusta y yo; no estás sola.
– Amigos míos… -Sally cerró los ojos-. Así es mejor; el dolor estaba empeorando. Creo que de todos modos no habría aguantado mucho, aunque habría preferido participar yo también.
Las lágrimas comenzaron a desbordar de los ojos de Augusta. Aferró con fuerza la mano de Sally, como si pudiese retenerla.
– Sally, ¿quién ha sido? -preguntó Harry-. ¿Araña?
– Tiene que haber sido él, aunque no le vi el rostro. Pero sabía que andábamos tras la lista y que estaba en mi poder. Lo supo por el cocinero.
– ¿Qué cocinero? -preguntó Peter con suavidad.
– El cocinero del antiguo Club de los Sables.
– ¡Que el alma del maldito Araña arda en los infiernos! -murmuró Harry-. Sally, me aseguraré de que pague por esto.