Esa imagen lo hizo hacer algo poco habitual: reconsiderar si una de sus decisiones tan cuidadosamente adoptadas era correcta o no. Se le ocurrió que el programa educativo que había diseñado para Meredith tal vez fuese demasiado estricto. No había tenido en cuenta la inclusión de diversión y juegos en el programa.
Meredith lanzaba exclamaciones de asombro al ver a una joven que aterrizaba sobre el lomo de un poni al galope. «Es evidente que mi hija está radiante gracias al nuevo régimen -pensó pesaroso-. Seré afortunado si no se le ocurre viajar en globo o unirse a la compañía de audaces jinetes de Astley.»
Su esposa señalaba a Meredith el villano de la obra. La luz del foco que colgaba del escenario arrancaba reflejos al cabello de Augusta. Las palabras que le había dicho su esposa la noche anterior le resonaban en los oídos: «Sería como formar parte de tu verdadera familia…».
Comprendió que a Augusta la embargaba la sensación de no pertenecer a una familia como la que había tenido antaño. Era la última de los Ballinger de Northumberland y se sentía muy sola desde la muerte de su hermano. Ahora lo entendía.
«Pero, ¿cómo es posible que Augusta no comprenda hasta qué punto forma parte de mi pequeña familia? -pensó Harry-. Meredith depende cada vez más de ella. No la llama "mamá", pero eso no es tan importante.»
Era ridícula la tendencia de Augusta a afligirse porque su esposo no se pusiera de rodillas y proclamara su amor eterno como tópico de su excesiva sensibilidad. Le había demostrado su afecto y su confianza más de una vez y al pensar en lo indulgente que era con su nueva condesa, se puso ceñudo.
Cualquier otro hombre que hubiese visto a su esposa entrar en casa por una ventana a medianoche, daría por cierto que lo habrían engañado. La noche anterior, Augusta tendría que haber suplicado perdón y jurado que no volvería a protagonizar una aventura y
en lugar de ello, se había enfurecido y lo había retado a duelo. «El problema es que esta mujer ha leído demasiadas novelas», pensó el conde.
«Quiero tener contigo el mismo vínculo que tienes con Sally y Peter.»
«Es natural que la haya excluido de las investigaciones -pensó Harry-. No sólo porque carece de experiencia, lo cual ya es razón suficiente, sino porque no quiero que se angustie si surgiera alguna evidencia con relación a Richard.»
Harry se preguntó si tenía derecho a mantener a Augusta al margen de las investigaciones. Le gustara o no, estaba involucrada, pues al parecer lo había estado su hermano. Quizá como última descendiente de los Ballinger de Northumberland tuviera derecho a saber la verdad.
Harry notó que la música ampliaba el volumen en señal de que la representación tocaba a su fin. Caballos y jinetes se inclinaron una y otra vez ante un público entusiasta que los ovacionó varias veces.
Meredith parloteó sin parar durante el viaje de vuelta.
– Papá, ¿crees que yo podría aprender a cabalgar como lo hacía aquella señora de rosa?
– No creo que esa destreza te resulte demasiado útil -dijo Harry, contemplando el semblante divertido de Augusta-. No existen muchas ocasiones de cabalgar de pie a lomos de un caballo.
Ante semejante lógica, Meredith parpadeó.
– Supongo que no. -Luego se reanimó-. ¿No te pareció estupendo el poni que rescató a aquella señora?
– Mucho.
– Papá, ¿qué te ha gustado más?
Harry sonrió, volviendo a mirar a Augusta.
– El decorado.
Cuando el carruaje se detuvo a la puerta de la casa, Harry retuvo a Augusta por el brazo.
– Por favor, quédate un instante. -Echó una mirada a Meredith-. Ve adentro, Meredith. Augusta irá enseguida.
– Sí, papá. -Meredith se apeó de un salto y comenzó a brindar al lacayo los detalles del fascinante espectáculo que acababa de presenciar.
Augusta lanzó a Harry una mirada interrogante. El conde vaciló, luego se sumergió en el tema.
– Voy a encontrarme con Sheldrake en uno de los clubes.
– Por mor de la investigación, supongo.
– Sí, y nos reuniremos con Sally más tarde. Hablaremos de lo que hemos descubierto hasta ahora y veremos si podemos sacar algunas conclusiones. Podrías reunirte con nosotros.
Los ojos de Augusta se abrieron sorprendidos.
– ¡Oh, Harry! ¿Lo dices en serio?
– Tienes ciertos derechos en esta cuestión, querida. Tal vez me haya equivocado al excluirte.
– ¿Cómo podría agradecértelo?
Augusta le rodeó el cuello con los brazos y lo abrazó extasiada, aunque la puerta del coche permaneciera abierta.
– ¿A qué hora volverás?
– Hacia las tres de da mañana. -Apartó con suavidad los brazos de Augusta sintiendo que su cuerpo reaccionaba a los suaves y redondos contornos del de su esposa-. Espérame en la biblioteca. Saldremos por la parte trasera del jardín.
– Allí estaré. -La sonrisa de la joven era más brillante que las luces del escenario del Astley.
Harry aguardó a que ella entrara en casa y luego le hizo señas al cochero de que lo llevara al club, donde se encontraría con Peter. Cuando el vehículo se puso en marcha, trató de convencerse de que había hecho bien al permitir a Augusta que se integrara al pequeño grupo que participaba de la investigación, si bien iba en contra de su propio juicio. Miró pensativo por la ventanilla, sumido en una honda inquietud.
Peter Sheldrake, elegante como de costumbre con pantalones y una complicada camisa fruncida, salía de la sala de juego cuando Harry entró en el club. Llevaba una botella de clarete, que agitó alegremente en dirección a Harry.
– ¡Ah! Veo que has sobrevivido después de todo. Ven a beber conmigo unas copas de vino y háblame de las maravillosas escenas que has visto en Astley. Hace unos años llevé yo a mis sobrinos. Me costó trabajo impedir que se unieran al grupo de jinetes.
Harry sonrió a desgana, siguió a Peter a un rincón del salón y se sentó.
– Pues no creas que no me preocupaba y no se trataba solamente de Meredith. Tengo la sospecha de que también Augusta acariciaba sueños de gloria.
– Bueno, considéralo desde el punto de vista de tu esposa -dijo Peter con sonrisa burlona-. Quizá ser la condesa de Graystone parezca aburrido en comparación con la idea de realizar audaces pruebas a lomos de un caballo ante una multitud entusiasta. Piensa en los aplausos, en los vivas, en los caballeros que la contemplarían desde los palcos.
Harry hizo una mueca.
– No me lo recuerdes. No obstante, la vida de Augusta se volverá un poco más animada.
– ¡No me digas! -Peter bebió un sorbo de clarete-. ¿Cómo es eso? ¿Le permitirás acaso salir sin un echarpe que le cubra el escote? ¡Qué emocionante!
Harry lanzó a Peter una mirada fugaz y contenida y pensó que tal vez había sido demasiado tiránico en relación con el vestuario de su esposa.
– Veremos cómo te sientes tú con la forma de vestir de tu esposa una vez casado.
– Veremos -rió Peter.
– Augusta se reunirá con nosotros más tarde.
Sheldrake escupió e hizo un esfuerzo por tragar el vino, mirando perplejo a su amigo.
– ¡Demonios! ¿Le permitirás que se involucre en la investigación? Graystone, ¿te parece prudente?
– Quizá no.
– Puede resultarle una dolorosa prueba, pues todo apunta hacia su hermano.
– Es evidente que Ballinger estaba implicado. Pero créeme si te digo que es imposible que fuera Araña.
– Si tú lo dices… -Peter pareció escéptico.
– Así es. Hay claras evidencias de que alguien quiere hacernos creer que Araña murió hace dos años. -Harry hizo una rápida descripción del diario que había encontrado Augusta en el callejón.
– ¡Dios! -exhaló Sheldrake-. ¿Es legítimo ese diario? ¿No será una estratagema para engañarnos?
– Estoy seguro de que es real, Sheldrake, y me da escalofríos pensar quién pudo haber estado observando a Augusta en el callejón.
– Te entiendo.
Harry estaba a punto de comentar los detalles que había descubierto en el diario cuando vio a Lovejoy que cruzaba el salón hacia ellos. Los ojos verdes del hombre brillaban amenazadores.