– ¡Papá!
– Vamos a la biblioteca, Meredith. Trataré de responder a tu pregunta.
Augusta oyó que se cerraba la puerta de la biblioteca. Se alzó las faldas y subió el resto corriendo. En cuanto estuvo a salvo en la intimidad de su cuarto, se dejó caer en una silla junto al escritorio y abrió el bolso. «Si quiere saber la verdad sobre su hermano…»
Quizás esta vez Graystone no tuviera todas las respuestas. «Yo le enseñaré», se prometió Augusta. Hallaría la prueba de la inocencia de su hermano y dejaría atónito a Harry.
Después de pensarlo cuidadosamente, Augusta decidió que el modo más seguro de salir de la casa al jardín era por la ventana de la biblioteca de su esposo.
La única alternativa era la puerta trasera, pero tendría que pasar por la cocina, próxima a las habitaciones de los sirvientes. Corría el riesgo de despertar a alguno.
No tuvo dificultes en abrir la ventana de la biblioteca y deslizarse afuera, al jardín. Después de todo, la noche que había venido a ver a Harry había probado el mismo camino, pero a la inversa.
Al recordarlo, todavía la asombraba que, a pesar de una acción tan imprudente, Graystone hubiese querido casarse con ella. Era evidente que debía de haber pesado el sentido del honor del conde en su decisión.
Augusta cayó sobre la tierra, dejando la ventana abierta para volver a entrar. Se envolvió en la capa oscura, se cubrió la cabeza con la capucha y quedó a la escucha unos instantes.
No oyó nada y se encaminó entonces con sigilo a la verja. «Hay que tener cuidado -se dijo-. No hay que perder la cordura.» Interrogaría minuciosamente a quien la esperaba en el callejón cuidando de mantener la distancia. Si era necesario, gritaría pidiendo ayuda; los sirvientes de las casas vecinas la oirían.
Antes de abrir la puerta se detuvo esforzándose por detectar cualquier sonido que viniera del callejón. No se oía siquiera el roce de una pisada. Augusta abrió el cerrojo con cuidado; los goznes protestaron.
– ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta. Al otro lado del callejón, en casa de lady Arbuthnot, brillaban las luces en las ventanas, pero las demás viviendas permanecían a oscuras. Las ruedas de un coche traquetearon en la calle y se alejaron.
Augusta escudriñó la oscuridad unos minutos.
– ¿Hay alguien ahí? Quienquiera que sea, tengo su nota. Quiero hablar con usted.
Se animó a dar un paso fuera de la seguridad del jardín y la punta de su pie chocó contra un objeto duro en el suelo. «¿Qué es esto?» Augusta vio un objeto rectangular sobre el pavimento. Dio un paso y distinguió un libro; se inclinó y lo recogió.
En cuanto su mano se cerró sobre el volumen forrado de cuero, oyó el choque de los cascos de un caballo sobre las piedras de la calle al otro extremo del callejón. Dio media vuelta a tiempo de ver a un jinete a caballo que desaparecía tras la esquina. Comprendió con un escalofrío que alguien había estado observándola oculto en las sombras, aguardando a que recogiera el libro.
Augusta estaba más asustada ahora que al inicio de su aventura. Se apresuró a volver al jardín, cerró la verja y corrió el cerrojo. Apretando en una mano el delgado libro, corrió hacia la seguridad de la casa. La capa oscura revoloteaba a su alrededor y, mientras corría, se le cayeron las horquillas y saltó el cabello.
Cuando llegó a la ventana de la biblioteca respiraba agitada. Arrojó el libro sobre el alféizar a la alfombra, apoyó las manos sobre la pared de piedra y se alzó hasta quedar sentada en la ventana. Pasaba una pierna sobre el alféizar y se dejaba caer al interior cuando vio que sobre el escritorio se encendía una lámpara. Quedó paralizada.
– ¡Oh, no!
Harry se sentó y la contempló con los ojos entrecerrados y una expresión inescrutable.
– Buenas noches, Augusta. Veo que vuelves a hacerme una visita poco convencional.
– ¡Harry! ¡Buen Dios, no sabía que estuvieras en casa! Creía que llegarías tarde.
– Es obvio. ¿Por qué no te acomodas?
– Sé lo que debes pensar, pero te lo explicaré todo.
– Desde luego.
Augusta lo miró afligida mientras se arreglaba las faldas. Al tiempo que se quitaba la capa, miró el libro tendido a sus pies.
– Es una historia poco común.
– Contigo, siempre resulta así.
– Oh, Harry, ¿estás muy enfadado?
– Mucho.
El corazón le dio un vuelco.
– Lo supongo. -Se agachó y recogió el libro.
– Siéntate, Augusta.
– Sí, milord. -Arrastrando con la mano la capa tras sí, la joven cruzó la habitación y se sentó al otro lado del escritorio. Levantó la barbilla dispuesta a defenderse-. Ya veo que no te hace ninguna gracia, Graystone.
– Desde luego que no. Sería muy fácil llegar a la conclusión de que volvías de una cita a medianoche con otro hombre.
Horrorizada, Augusta abrió mucho los ojos.
– ¡Por todos los cielos, Harry, no se trata de nada semejante!
– Es un alivio saberlo.
– Harry, ésa sería una suposición absurda.
– ¿Tú crees?
Augusta enderezó los hombros.
– Milord, llevaba adelante mis propias investigaciones.
– ¿Sobre qué?
Ante tal lentitud de comprensión, la joven frunció el entrecejo.
– Sobre la muerte de mi hermano ¿sobre qué otra cosa podía ser?
– ¡No me digas! -Harry se incorporó con brusquedad adquiriendo un aire todavía más amenazador.
Augusta se hundió en la silla asustada ante aquella explosión.
– Pues sí, eso mismo.
– ¡Maldición, debí adivinarlo! ¡Acabarás matándome! Como un tonto inocente, supuse que volvías de una de tus visitas al Pompeya.
– Esto no tiene nada que ver con el Pompeya. He acudido a encontrarme con alguien que no estaba. Es decir, estaba allí, pero no apareció sino que…
– Limítate a asegurarme que esto no tenga nada que ver con un hombre -dijo Harry con aire adusto.
– No del modo que supones -explicó la joven tratando de ser paciente-. No se trata de un encuentro romántico. Déjame contártelo todo y lo comprenderás.
– Dudo que alguna vez llegue a entenderte, Augusta, pero, por favor, cuéntamelo de manera rápida y sucinta, pues mi paciencia pende de un hilo. Tu situación es muy precaria, querida mía.
– Entiendo. -Se mordió el labio apresurándose a ordenar sus pensamientos-. Pues bien, hoy, durante la ascensión del globo, un muchacho me trajo una nota en mano, la cual decía que, si acudía al callejón que hay detrás de casa a medianoche, conocería la verdad sobre mi hermano. Eso es todo.
– ¡Eso es todo! ¡Gran Dios de los Cielos! -Harry cerró los ojos y se sostuvo la cabeza con las manos-. Acabaré en el manicomio. Sé que terminaré loco.
– ¡Harry! ¿Te encuentras bien?
– No, no me encuentro bien. Ya te he dicho que corro el peligro de volverme loco. -Se levantó de un salto y dio la vuelta al escritorio. Se detuvo frente a Augusta, cruzó los brazos sobre el pecho y la estudió con mirada fría-. Veamos, ¿quién te envió la nota?
– No lo sé. Te repito que, quienquiera que fuese, no apareció, permaneció observándome y esperó a que recogiera el libro. En cuanto lo vi, salió del callejón y desapareció tras la esquina. No pude verlo.
– Déjame ver ese libro. -Harry lo cogió del regazo de Augusta y comenzó a hojearlo.
Augusta se levantó y estiró el cuello para echar un vistazo al escrito. Eran páginas manuscritas.
– Es un diario.
– Sí.
– Más despacio, no pases las páginas tan deprisa. No puedo leerlas.
– Aunque pudieses leerlas, no las entenderías: se trata de un antiguo código descifrado hace tiempo.
– ¿Lo entiendes? ¿Qué tiene que ver con mi hermano? Harry, ¿qué significa?
– Por favor, Augusta, cállate. Siéntate y concédeme unos minutos para examinarlo. Hacía tiempo que no veía este código.
Augusta obedeció; se sentó muy callada con las manos entrelazadas y aguardó ansiosa el resultado.
Harry volvió a la silla tras el escritorio y se sentó. Abrió el cuaderno por la primera página y la estudió con atención. Volvió la página, y luego otra. Por fin, echó un vistazo a otro par de ellas al final del cuaderno.