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– Creo que no tendrías que llevar a la niña al Pompeya.

De inmediato, Augusta se dispuso a la batalla.

– Supongo que no te opondrás a que visitemos a lady Arbuthnot.

– Esa no es la cuestión y creo que ya lo sabes. No tengo la menor objeción en que Meredith conozca a Sally, pero me opongo terminantemente a que se vea expuesta al ambiente de ese condenado club. Suelen congregarse allí mujeres de ciertas características.

– ¿De qué características? -Los ojos de Augusta lanzaron chispas-. ¿Qué insinúas? Te refieres a nosotras como si fuésemos cortesanas profesionales. ¿Crees que voy a tolerar semejante insulto?

Harry sintió que comenzaba a perder el control.

– No quería dar a entender que las integrantes del club fuesen cortesanas. Al hablar de «ciertas características» me refería a que suelen despreciarse las normas del decoro bajo la idea de ser «originales». De acuerdo con mi propia experiencia, puedo asegurar que las damas del club tienden a ser imprudentes y excéntricas. No son precisamente quienes mejor darían ejemplo a mi hija.

– Debo recordarte que estás casado con una integrante del Pompeya.

– ¡Por eso mismo! Ese hecho me cualifica para juzgar el carácter de quienes lo integran, ¿no crees? Augusta, dejemos esto claro: cuando te di permiso de que me acompañaras a Londres, te dije que no podría prestarte atención y tú me diste palabra de que usarías el sentido común tratándose de Meredith.

– Eso estoy haciendo. Tu hija no ha corrido el menor peligro.

– No me refería al peligro físico.

Augusta le lanzó una mirada airada.

– ¿Te refieres al riesgo moral? ¿Consideras el club una mala influencia para tu hija? Si así fuese, no tendrías que haber traicionado tus convicciones casándote con una de las fundadoras del Pompeya. Ese «condenado club», como tú lo llamas, fue idea mía.

– ¡Maldición, Augusta, estás tergiversando mis palabras! -Harry estaba furioso consigo mismo por haber permitido que el sermón de un marido acerca del decoro femenino se hubiera transformado en una encendida discusión. Hizo un heroico intento de controlar su temperamento-: Lo que me alarma no es la moral de las damas del club.

– Me alegra saberlo.

– Más bien se trata de cierto matiz de imprudencia que percibo en ellas.

– Milord, ¿a cuántas conoces? ¿O quizás estés generalizando según lo que sabes de mí?

Harry entrecerró los ojos.

– No me tomes por tonto, Augusta. Conozco la lista de miembros del Pompeya.

Eso aplacó a la joven.

– ¿Sí?

– Por supuesto. Cuando supe que me casaría contigo, la estudié con sumo cuidado -admitió Harry.

– Esto es inaudito. -Augusta se levantó de un salto y comenzó a pasearse airada por la habitación-. ¿Hiciste una investigación del Pompeya? ¡Espera a que se lo cuente a Sally!, se pondrá furiosa contigo.

– ¿Quién crees que me facilitó la tarea? -preguntó Harry en tono seco-. Además de lo que yo sabía y lo que me contaron Sheldrake y Sally, llegué a la conclusión de que tú no corrías ningún riesgo. Pero eso no significa que apruebe la concurrencia de mi hija.

– Comprendo.

– Si no fuese porque Sally está enferma, te habría ordenado que renunciaras a tu calidad de socia. Sé que ella disfruta del club tanto como de tus visitas y por eso no te niego que asistas.

– Eres muy bondadoso.

– En lo sucesivo, no llevarás a Meredith allí, ¿está claro?

– Muy claro -dijo la mujer entre dientes.

– Y en adelante me proporcionarás una lista detallada de las actividades del día. No me ha gustado nada llegar por la tarde y enterarme de que habías salido sin saber dónde estabas.

– Una lista. De acuerdo. Desde luego, dejaré una lista, Graystone, ¿algo más? -Augusta se paseaba, furiosa. Su ira era palpable.

Harry suspiró y se respaldó en la silla. Tamborileó los dedos sobre el escritorio y la contempló con aire caviloso deseando no haber iniciado la controversia. Por otra parte, estaba convencido de que un hombre tenía que tener mano firme con una mujer.

– No, creo que eso es todo.

La mujer se detuvo de súbito, se volvió y se enfrentó a él.

– Si has terminado, tengo que pedirte un favor.

Harry se había preparado a escuchar manifestaciones de ira y una apasionada defensa del Pompeya, y aquello lo dejó mudo. Cuando recuperó el habla, reaccionó rápidamente, ansioso de poder mostrarse generoso después de haber demostrado mano dura.

– ¿De qué se trata? -Puso en el tono la mayor calidez que pudo. «Demonios -se dijo, sintiéndose magnánimo-, ¿qué representa un sombrero nuevo o un vestido si logro que recupere el buen humor?»

Augusta cruzó el suelo alfombrado, apoyó las manos en el borde del escritorio e inclinándose hacia delante, lo miró fijamente:

– ¿Me permitirás ayudarte en las investigaciones?

Harry la miró, aturdido.

– ¡Por Dios, no!

– No tengo experiencia en estas lides, pero creo que puedo aprender con rapidez. Tal vez no sea de mucha utilidad, pero podría ayudar a Sally, ¿no crees?

– Estás en lo cierto, Augusta -replicó el conde con voz fría-, no sabes nada de estas cosas. -«Y pongo a Dios por testigo que nunca lo sabrás. Te protegeré de esas actividades, así sea lo último que haga.»

– Pero, Harry…

– Aprecio tu ofrecimiento, querida, pero te aseguro que serías antes una molestia que una ayuda.

– Pero esta investigación que me atañe a mí tanto como a ti o a tus colaboradores. Quiero colaborar con tus esfuerzos y tengo todo el derecho.

– No, Augusta, y ésta es la última palabra. -Harry cogió la pluma del escritorio y acercó a sí un periódico-. Y ahora, te deseo que pases un buen día. Esta tarde tengo mucho que hacer y estaré fuera casi toda la noche. Cenaré con Sheldrake en el club.

Auguta se irguió lentamente y en sus ojos brillaron lágrimas contenidas.

– Sí, milord. -Se volvió y fue hacia la puerta.

Harry tuvo que esforzarse por no ir tras ella, cogerla en sus brazos y consolarla. Se obligó a quedarse sentado; tenía que ser firme.

– Augusta.

– Sí, milord.

– No te olvides de dejarme el próximo plan de actividades.

– Si se me ocurre algo lo bastante aburrido para que te resulte aceptable, te lo dejaré dispuesto.

Harry se encogió de hombros y Augusta salió dando un portazo.

Se quedó inmóvil largo rato contemplando los jardines al otro lado de la ventana. Era imposible explicarle el verdadero motivo por el que no podía ofrecerle un papel en la investigación.

Era una pena que le molestara ser excluida. Pero era preferible lidiar con el enfado de Augusta que con el dolor que le causaría si la involucraba en la situación.

Una vez hubo descifrado el poema codificado de Richard, había llegado a la conclusión de que los rumores que habían circulado en el momento de la muerte del joven se basaban en hechos reales. Era probable que el último varón de los Ballinger de Northumberland hubiese sido un traidor.

Esa noche, Harry y Peter se apeaban de un coche de alquiler en el corazón de uno de los barrios más siniestros de Londres. Había llovido y las piedras del pavimento estaban resbaladizas. La luz de la luna dotaba de un brillo apagado a la grasienta superficie.

– ¿Sabes una cosa, Sheldrake? Me preocupa que conozcas tan bien esta parte de la ciudad. -Harry divisó un par de ojos rojizos que resplandecían entre las sombras y empleó el bastón de ébano para alejar a una rata del tamaño de un gato. La bestezuela desapareció entre los desperdicios a la entrada de un callejón.

Peter rió entre dientes.

– En los viejos tiempos no eras tan melindroso con mis métodos de trabajo.

– Ahora que vas a convertirte en un hombre casado, tendrás que acostumbrarte a otros hábitos. No creo que Claudia aprobase estas salidas.

– Es cierto, pero cuando esté casado con la señorita Ballinger, espero tener cosas más interesantes que hacer por las noches que husmear en los arrabales. -Peter se interrumpió para orientarse-. Éste es el lugar. El hombre que buscamos acordó encontrarse con nosotros en una taberna que hay al fondo de esta calleja inmunda.

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