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– Desde que te conoció, Harry no pudo apartarte de su mente.

– ¿Como una comezón que no dejara de picarle?

Sally rió otra vez.

– Querida mía, te menosprecias. Pero tengo una queja, me has privado de un excelente mayordomo.

– No me eches la culpa a mí. Fue mi prima quien obligó al pobre Scruggs a dejar su puesto.

Sally sonrió.

– Eso me dijeron. Ayer por la mañana vi el anuncio en el Post. Creo que será un magnífico matrimonio.

– A tío Thomas le complace.

– Sí. Sheldrake es un poco calavera, pero desea reformarse. Desde que volvió del continente andaba sin rumbo por Londres en busca de una misión. Al casarse y ocuparse de las propiedades del padre, logrará darle a su vida el sentido que buscaba.

– Yo opino igual -acordó Augusta.

– Eres muy perspicaz, mi querida Augusta. -Sally cogió el frasco de tónico. Lo abrió y vertió dos gotas de la medicación en el té. Advirtió que Augusta la observaba con tristeza y sonrió-. Perdóname, Augusta. Como habrás adivinado, últimamente tengo más dolores.

Augusta se inclinó y le cubrió la mano con la suya.

– Sally, ¿puedo hacer algo por ti?

– No, querida. Es algo que tengo que pasar yo misma. -Los ojos de Sally se posaron pensativos en el frasco-. Tranquilízate, no pienso hacer nada drástico. En este momento estoy muy ocupada buscando información del Club de los Sables. El cielo sabe cuánto he disfrutado siempre con estas tareas. Me he comunicado con antiguos contactos de los que no sabía nada desde hace dos años. Es asombroso cuántos de ellos siguen buscando empleo.

Augusta volvió a sentarse lentamente. Echó un vistazo a Meredith, que se había detenido junto a un pupitre para observar algo que le mostraba Cassandra Padbury, «sin duda su último poema épico», pensó Augusta.

– Mi esposo está decidido a desvelar el asunto -murmuró Augusta.

– Sí, Graystone ha sido siempre un hombre decidido y encontrará a Araña. Su relación con el Club de los Sables es probable.

– ¿Qué sabes sobre el club?

Sally se encogió de hombros.

– No mucho. No duró demasiado. Atraía a jóvenes oficiales audaces y temerarios que necesitaban un club que concordara con esa imagen. No obstante, el local se incendió al cabo de un año y ése fue el fin. Todavía no he podido encontrar a ninguno de sus miembros, pero creo que cuento con una pista del antiguo cabecilla. Tal vez él recuerde algunos nombres.

Pese a sus escrúpulos con respecto a lo que podría descubrir la investigación, Augusta no pudo evitar hacer más preguntas.

– Qué interesante. ¿Has hablado con él?

– Todavía no, pero pronto lo haré. Estoy conviniendo el encuentro. -La mirada aguda de Sally escudriñó a Augusta-. Tú tienes un interés personal en esta empresa, ¿no es así?

– Sí, estoy muy interesada en el resultado -dijo Augusta, evasiva.

– Comprendo. -Por un momento, Sally guardó silencio y luego pareció adoptar una decisión-. Mi querida Augusta, ¿sabes que el libro de apuestas del Pompeya está siempre abierto en la página de la fecha?

– Sí. ¿Y qué?

– Si llegaras a encontrarlo cerrado, quisiera que se lo llevaras a Graystone, asegurándote de que siguiera abierto.

Augusta la miró fijamente.

– Sally, ¿qué quieres decir?

– Debe de parecerte misterioso y melodramático, querida, pero no es sino simple precaución. Prométeme que te ocuparás de que el libro llegue a sus manos en caso de que suceda algo imprevisto.

– Te lo prometo, Sally, pero ¿puedes explicarme de qué se trata?

– Todavía no, querida, todavía no. Graystone sabe que prefiero constatar la información antes de entregársela. Es capaz de enfurecerse si se le da sin verificar, pues es poco tolerante con los errores. -Sonrió evocando ciertos recuerdos.

– Entiendo.

Augusta bebió el té en silencio percibiendo una vez más la conocida sensación de estar mirando desde afuera el interior de una cálida habitación. Comprendió que no tenía lugar en el círculo de amigos íntimos que formaban Harry, Sally y Peter.

Había experimentado con frecuencia ese melancólico anhelo desde la muerte de su hermano e imaginaba que, a esas alturas, ya tendría que haberse acostumbrado.

En alguna ocasión, en el tiempo que había transcurrido desde su boda, Augusta creyó que el vacío de no pertenecer a una familia se había desvanecido de una vez y para siempre, porque Meredith comenzaba a aceptarla y la pasión de Harry la hacía sentirse deseada. No obstante, quería mucho más de lo que tenía. Le habría gustado pasar a formar parte de la vida de Harry, con la misma intensidad que Sally y Peter. Deseaba ser no sólo esposa sino también amiga íntima de su marido.

– En ciertos aspectos, constituís una especie de familia, ¿no es cierto? -preguntó en voz queda.

Sorprendida, Sally abrió bien los ojos.

– No lo había pensado, pero quizá tengas razón. Graystone, Peter y yo somos muy diferentes, pero nos vimos obligados a compartir aventuras peligrosas y nos necesitábamos. A menudo dependíamos el uno del otro en cuestiones de vida o muerte y esas cosas unen a las personas, ¿reo crees?

– Sí, me imagino que sí.

Harry estaba sentado ante el escritorio de la biblioteca cuando oyó una conmoción en el vestíbulo, señal de que habían regresado su esposa y su hija. «Ya era hora», pensó, adusto.

Hacía sólo dos días que estaban en Londres y Augusta ya había recorrido toda la ciudad con Meredith. Cuando el conde había llegado a casa, nadie sabía dónde estaban. Craddock, el mayordomo, tenía la vaga impresión de que habían ido a visitar el Museo Británico.

Pero Harry dudaba, aunque no podía imaginar qué diversión consideraba apta Augusta para una niña de nueve años.

Se levantó y fue hasta la puerta. Meredith, todavía con el nuevo sombrerito rosa, lo descubrió al instante. Corrió hacia él cruzando el vestíbulo, las cintas del sombrero tras ella. Tenía los ojos encendidos de entusiasmo.

– ¡Papá, papá, no te imaginas dónde hemos estado!

Harry lanzó a Augusta una mirada suspicaz, mientras su esposa se quitaba el seductor sombrero de ala ancha adornado con flores rojas y doradas. La joven le sonrió con aire inocente y Harry volvió a mirar a Meredith.

– Como no soy capaz, tendrás que decírmelo tú.

– En un club de caballeros, papá.

– ¿Cómo?

– Augusta me explicó que era como el tuyo, pero reservado a las señoras. Ha sido muy interesante, todas ellas muy amables y me contaron muchas cosas. Una de ellas está escribiendo un libro sobre la historia de las amazonas. ¿No es interesante?

– Ya lo creo. -Harry dirigió a su esposa una mirada inquisitiva que ella ignoró.

Sin percibir el juego oculto, Meredith continuó con el relato de aquella tarde.

– Había retratos de mujeres famosas de la antigüedad, entre ellas Cleopatra. Augusta dice que son excelentes ejemplos. He conocido a lady Arbuthnot y me dijo que podía comer todo el pastel que quisiera.

– Al parecer, Meredith, ha sido toda una aventura. Debes de estar agotada.

– ¡Oh, no, papá! Ni lo más mínimo.

– Aun así, la señora Biggsley te llevará al dormitorio. Tengo que hablar con tu madre.

– Sí, papá.

Obediente como de costumbre, aunque burbujeando todavía de entusiasmo, Meredith fue conducida al piso superior por la paciente ama de llaves.

Harry miró ceñudo a Augusta.

– Por favor, ven a la biblioteca. Necesito hablar contigo.

– ¿Pasa algo malo?

– Hablaremos en privado.

– Oh, caramba. ¿Has vuelto a enfadarte conmigo?

Dócil, Augusta se sentó al otro lado del escritorio. Harry se sentó también. Entrelazó las manos, las apoyó sobre la pulida superficie y guardó silencio largo rato. Quería que Augusta absorbiera el peso de su disgusto.

– ¡Caramba! No me gusta nada que me observes de ese modo, me siento muy incómoda. ¿Por qué no me dices lo que piensas? -Augusta comenzó a quitarse los guantes.

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