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– Augusta, el asunto no está resuelto todavía y quizá nunca lo esté. Tal como dijiste, quizá tu hermano intentara llevar la información a las autoridades.

– Pero no es probable.

– No.

– Como de costumbre, eres muy sincero -Augusta compuso una sonrisa triste-, pero por supuesto, yo tengo mi propia opinión.

Harry inclinó la cabeza con gesto grave.

– Puedes seguir creyendo lo que desees, pero no tiene importancia que Richard fuese o no un traidor.

– Para mí sí. -Augusta se irguió con valentía-. Seguiré creyendo en su inocencia del mismo modo que él seguiría creyendo en la mía a la inversa. Los Ballinger de Northumberland siempre nos respaldamos. Somos capaces de seguirnos hasta el mismísimo infierno. Aunque sólo pervivan los recuerdos, no daré la espalda a mi familia.

– Ahora tienes una nueva familia, Augusta. -La voz de Harry retumbó en la reducida habitación.

– Yo creo que no, milord. Tengo una hija que no se decide a llamarme mamá porque no soy tan bella como su verdadera madre y un esposo que no se atreve a amarme porque tal vez termine siendo como la lady Graystone que me antecedió.

– ¡Augusta, por el amor de Dios! Meredith es sólo una niña y hace unas semanas que te conoce. Tienes que darle tiempo.

– ¿Y tú, Harry? ¿Cuánto tiempo necesitas para convencerte de que no soy como mis antecesoras? ¿Cuánto tiempo seguiré sintiendo que se me prueba y se me juzga permanentemente y que quizá se me considera defectuosa?

Al instante, Harry se acercó a ella y le apoyó una mano en el hombro. La hizo volverse y Augusta contempló el rostro severo.

– ¡Maldita sea, Augusta! ¿Qué quieres de mí?

– Quiero lo que tenía cuando era niña. Quiero volver a formar parte de una verdadera familia. Quiero amor, risas y confianza. -Las lágrimas llegaron desde algún sitio desconocido y comenzaron a rodar por las mejillas de la joven.

Harry lanzó un quejido y la abrazó.

– Por favor, Augusta, no llores. Todo saldrá bien, ya verás. Hoy estás abrumada por un conflicto, pero entre nosotros nada ha cambiado.

– Sí, milord. -Sollozó con el rostro hundido en la lana tibia de la chaqueta de Harry.

– Será mejor que dejes de hacer comparaciones entre tus audaces ancestros y tu nueva familia. Tienes que hacerte a la idea de que los condes de Graystone siempre fueron personas adustas y poco emotivas, pero eso no significa que no te quiera o que Meredith no esté aprendiendo a aceptarte como madre.

Augusta emitió un último sollozo, alzó la cabeza e intentó sonreír.

– Sí, claro. Tienes que perdonar mis estúpidas lágrimas. No sé qué me ha pasado. Hoy estaba deprimida. Debe de ser el tiempo.

Harry esbozó una sonrisa burlona y le alcanzó un níveo pañuelo.

– Sin duda. ¿Por qué no te acercas al fuego y te calientas? La tormenta tardará un rato en pasar. Mientras esperamos, podrías contarme tus planes para la fiesta.

– Señor mío, es el tema ideal para distraer a una mujer de temperamento frívolo. Sí, comentemos los preparativos de la fiesta.

– Augusta… -la interrumpió Harry, ceñudo.

– Lo siento, milord. Estaba bromeando. No ha sido justo, teniendo en cuenta que tratabas de consolarme. -Se puso de puntillas y le dio un beso en la mandíbula-. Primero te contaré el menú que he preparado para la cena, después el baile.

Harry sonrió manteniendo la expresión atenta.

– Ha pasado mucho tiempo desde el último baile que se organizó en Graystone. Me cuesta imaginarlo.

Los invitados comenzaron a llegar a primera hora de la tarde, el día indicado. Augusta se zambulló en el papel de anfitriona organizando el tráfico en las escaleras, consultando a los criados de la cocina y distribuyendo los dormitorios.

Meredith no se apartaba de su lado; la mirada seria de la niña lo absorbía todo, tal como la correcta preparación de los dormitorios y el modo de organizar una comida para tanta gente que, además, no cubriría horarios regulares.

– Es muy complicado, ¿no? -preguntó Meredith en un momento dado-, el asunto de recibir invitados.

– Oh, sí -le respondió Augusta-. La cuestión reside en que todo salga con fluidez como si no fuera difícil organizarlo. Mi madre era muy habilidosa en este tipo de tareas. A los Ballinger de Northumberland nos encanta recibir visitas.

– A mi padre no -comentó Meredith.

– Espero que se acostumbre.

Augusta se encontraba en lo alto de las escaleras con Meredith y la señora Gibbons, el ama de llaves, cuando un esbelto faetón verde tirado por una pareja de caballos tordos se acercó balanceándose por el sendero de entrada.

– Señora Gibbons -dijo Augusta al ver a Peter Sheldrake que se apeaba del veloz faetón y le entregaba las riendas a uno de los mozos-, instalaremos al señor Sheldrake en la habitación amarilla.

– Junto a la que ocupa la señorita Ballinger, señora? -dijo la señora Gibbons anotando en un papel.

– Eso mismo. -Augusta sonrió y bajó las escaleras para recibir a Peter-. Cuánto me alegra que haya venido, señor Sheldrake. Espero que no se aburra en el campo. Graystone me ha comentado que no le gusta a usted.

En los brillantes ojos azules de Peter bailoteó la risa al tiempo que se inclinaba a besarle la mano.

– Señora, le aseguro que no pienso morirme de aburrimiento. Tengo entendido que estará aquí su prima.

– Ha llegado hace media hora con tío Thomas y en este momento está arreglándose. -Augusta miró sonriente a Meredith-. Creo que conoce usted a la hija de Graystone.

– Sólo la he visto un par de veces, pero no había olvidado lo hermosa que era. Lady Meredith, qué vestido tan bonito. -Peter derramó sobre la niña todo el encanto de su sonrisa.

– Gracias. -Meredith no pareció conmovida ante el encanto de Peter. Miraba tras él el resplandeciente faetón verde, de altas ballestas y forma elegante y audaz. En los ojos de la niña apareció cierta expresión que podría definirse como anhelo-. Señor Sheldrake, su coche es maravilloso.

– Estoy orgulloso de él -admitió Peter-. El fin de semana pasado ganó una carrera. Más tarde, ¿le gustaría dar un paseo?

– ¡Oh, sí! -exclamó Meredith-. Me gustaría más que ninguna otra cosa.

– En ese caso, lo arreglaremos -respondió Peter. Augusta rió.

– En realidad, a mí misma me encantaría dar un paseo, señor. En cambio Graystone, como debe usted saber, no aprueba esa clase de vehículos. Los considera peligrosos.

– Lady Graystone, le aseguro que en mis manos estarán las dos seguras. Iremos despacio y no correremos riesgos.

Augusta rió.

– Señor, si está usted tan seguro, le quitará todo el encanto. ¿Qué sentido tiene pasear en un faetón si no se puede ir deprisa?

– Que su esposo no la oiga decir eso -le advirtió Peter-, pues les prohibirá a ustedes venir a pasear conmigo. Descubrir un texto latino antiguo de Cicerón o de Tácito: ésa es la idea que tiene Graystone de la diversión.

Meredith adoptó una expresión afligida.

– Señor Sheldrake, ¿es peligroso el faetón?

– Si se conduce sin prudencia, sí. -Peter le guiñó un ojo-. ¿Tiene miedo de viajar en el mío?

– Oh, no -le aseguró Meredith con gravedad-, pero a papá no le gusta que haga cosas peligrosas.

Augusta se dirigió a la niña.

– Meredith, no hace falta que le digamos a tu padre todo lo rápido que hemos ido en el coche del señor Sheldrake. ¿No te parece?

Ante la inquietante idea de ocultarle algo a su padre, Meredith parpadeó confundida y luego dijo en tono serio:

– De acuerdo. Pero si me lo pregunta, tendré que decírselo todo. No puedo mentirle a papá.

Augusta hizo un mohín.

– Claro que no, lo comprendo. Si llegáramos a caer en una zanja durante el paseo, me echarías la culpa a mí.

– ¿Qué es esto? ¿Una conspiración? -preguntó Harry en tono divertido mientras bajaba las escaleras-. Si Sheldrake hace caer en una zanja a alguien que no sea él, tendrá que darme una buena explicación…

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