– Señora, parece que va a llover.
– Quizá. -Augusta sonrió distraída-. No se preocupe, Steeples. Un poco de agua no me hará daño.
– Señora, ¿no quiere que la acompañe uno de los mozos de las caballerizas? -Cada línea del rostro adusto de Steeples expresaba una honda preocupación-. Sin duda, su señoría preferiría que fuese usted acompañada.
– No, no quiero un mozo, Steeples. Estamos en el campo. No es necesario preocuparse por los inconvenientes que tendría una mujer en la ciudad. Si alguien pregunta por mí, dígale que vuelvo más tarde.
Steeples inclinó la cabeza con gesto rígido y reprobatorio.
– Como quiera, señora.
Augusta suspiró, bajó las escaleras y montó. En Graystone, incluso el mayordomo era difícil de complacer.
Cabalgó cerca de una hora bajo el cielo amenazador y sintió que se reanimaba. Ante la inminencia de la tormenta, era imposible permanecer melancólica. Expuso la cara a la brisa fresca y sintió las primeras gotas de lluvia. La refrescaron y revitalizaron como no lo habría hecho ninguna otra cosa en un día tan arduo.
Aunque estaba prevenida, los primeros truenos la sorprendieron. Comprendió que ya era tarde para volver a Graystone antes de que se desatara la tormenta. Divisó una cabaña medio derruida y se dirigió de inmediato a ella. Estaba vacía.
Dejó la yegua en el pequeño establo que había junto a la cabaña. Luego entró allí y se quedó en el vano de la puerta contemplando cómo barría la lluvia el paisaje.
Al rato de permanecer así vio la silueta de un jinete y caballo en medio de la tormenta. El ruido de los cascos se mezclaba con el retumbar de los truenos y los relámpagos cruzaban el cielo, cuando el animal se detuvo bruscamente frente a la puerta.
Desde lo alto del caballo, Harry la miraba ceñudo. El abrigo de cordones revoloteaba alrededor como una capa negra y la lluvia goteaba desde el sombrero negro de castor.
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí, en medio de la tormenta, Augusta? -El potro remoloneó al escuchar un nuevo retumbar de truenos a lo lejos. Harry lo tranquilizó palmoteándolo con la mano enguantada-. Por Dios, mujer, tienes menos sentido común que un escolar. ¿Dónde está tu cabalgadura?
– En el establo de atrás.
– Llevaré el caballo y volveré aquí. Cierra la puerta o te empaparás.
– Sí, Harry. -El murmullo de Augusta se perdió bajo el estrépito de la lluvia.
Poco después la puerta se abrió de golpe y Harry entró en la cabaña chorreando agua sobre la superficie de tierra. Llevaba consigo una brazada de leña que debió de hallar en el establo. Cerró la puerta con el pie, dejó caer la leña en la chimenea y comenzó a quitarse el abrigo y el sombrero.
– Espero que tengas una buena explicación para esta tontería.
Augusta se encogió de hombros. Se rodeó con los brazos, sintiendo que la cabaña se achicaba con la presencia de Harry.
– Tenía deseos de cabalgar.
– ¿Con este tiempo? -Harry se sacó los guantes. Golpeó los pies en el suelo para sacudirse el agua de las botas-. ¿Y por qué no hiciste que te acompañara un mozo del establo?
– Creí que no lo necesitaría. ¿Cómo me has encontrado?
– Steeples tuvo la prudencia de observar hacia dónde te dirigías cuando saliste de casa. No tuve inconvenientes para seguirte. Algunos arrendatarios te vieron pasar y uno de ellos recordó este lugar y se le ocurrió que tal vez hubieses buscado refugio aquí. Es la única cabaña vacía que hay por los alrededores.
– Qué lógico eres. Como ves, estoy perfectamente bien.
– Ésa no es la cuestión. La cuestión es tu carencia de sentido común. ¿Cómo se te ha ocurrido salir a cabalgar en un día semejante? -Harry se arrodilló frente al hogar y con rápidos y
diestros movimientos encendió el fuego-. Si no pensaste en ti misma, ¿por qué no pensaste en Meredith?
Augusta se sorprendió y sintió surgir en ella una chispa de felicidad.
– ¿Estaba preocupada Meredith?
– Meredith no sabe que saliste. Todavía está estudiando.
– Oh. -La diminuta chispa se extinguió.
– ¿Qué ejemplo es éste para mi hija? ¿Quieres explicármelo?
– Pero si ni siquiera sabe que me fui, Harry, ¿cuál es el problema?
– Es una suerte que no se enterara de que salieras sola.
– Claro, ya entiendo. -Augusta sintió que se apagaba en ella el deseo de discutir-. Por supuesto, tienes mucha razón. Le he dado un pésimo ejemplo. Es probable que en el futuro le brinde otros semejantes. A fin de cuentas, soy una Ballinger de Northumbland.
En un solo movimiento veloz y amenazador, Harry se levantó haciendo retroceder a Augusta.
– ¡Maldición, Augusta, basta de usar la reputación de tu familia como excusa a tu propio comportamiento! ¿Me has entendido?
Augusta sintió un escalofrío. Harry estaba furioso y Augusta comprendió que no era sólo porque hubiese salido a cabalgar sola ante la inminencia de la tormenta.
– Sí, milord, lo has dejado muy claro.
En un gesto de furia y frustración, el conde se pasó los dedos por el cabello húmedo.
– Deja de mirarme como si fueras la última Ballinger de Northumberland, de pie sobre los muros del castillo, dispuesta a luchar contra el enemigo. Yo no soy tu enemigo, Augusta.
– En este momento lo pareces, Graystone. ¿Acaso te sientes obligado a sermonearme durante toda la vida? Me parece una perspectiva bastante desdichada, ¿no crees?
Harry se volvió a vigilar el fuego.
– Señora mía, confío en que, en su momento, desarrolles cierta habilidad para controlar tus impulsos.
– Qué tranquilizador. Milord, lamento que hayas tenido que salir a buscarme.
– Yo también.
Augusta contempló los anchos hombros.
– Harry, prefiero que me lo digas. No ha sido sólo mi escapada lo que te ha puesto de tan mal humor. ¿Qué has descubierto en el poema de Richard?
El conde se volvió con lentitud y le dirigió una mirada sombría bajo los párpados cerrados a medias.
– Estábamos de acuerdo en que no te haría responsable de las acciones de tu hermano, ¿verdad?
La joven sintió que una mano helada le oprimía las entrañas. «No, Richard, no fuiste un traidor, digan lo que digan.» Augusta alzó un hombro con gesto de aparente desinterés.
– Como quieras. ¿Qué has descubierto en el poema?
– Al parecer, es un mensaje en el que se dice que el hombre llamado Araña era miembro del Club de los Sables.
Augusta frunció el entrecejo.
– No recuerdo ese nombre.
– No me sorprende. Era un pequeño club que reunía a militares. No duró mucho. -Harry hizo una pausa-. Creo que lo destruyó un incendio hace unos dos años y no volvió a ser reconstruido.
– No recuerdo haber oído a Richard mencionar que fuese miembro de ese Club de Sables.
– Quizá no lo fuera. Mas de algún modo se enteró de que Araña lo era. Por desgracia, ese maldito poema no revela la verdadera identidad del canalla, sino que era miembro del club.
Augusta pensó durante un momento.
– Pero si tuvieras una lista de los miembros, tal vez pudieras deducir quién era Araña. ¿Es eso lo que piensas?
– Eso mismo. -Harry alzó las cejas-. Querida mía, eres muy perspicaz.
– Tal vez perdí la oportunidad. Habría sido una excelente agente de inteligencia.
– Ni lo menciones, Augusta. La sola idea de que trabajaras para mí como agente bastaría para mantenerme despierto durante toda la noche.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Haré ciertas averiguaciones a ver si puedo encontrar al dueño del club. Quizá tenga una lista de los miembros o recuerde los nombres. Tal vez se pueda localizar a alguno.
– Estás decidido a encontrar a ese sujeto motejado Araña, ¿no es verdad?
– Sí.
Al percibir la ausencia de toda emoción en la voz del conde, Augusta se estremeció otra vez. Detrás de Harry, contempló el fuego.
– Ahora que has estudiado el poema de Richard, estarás convencido de que fuera un traidor, ¿no es así?