Литмир - Электронная Библиотека

Harry percibió la falta de calidez en el tono de la mujer y prefirió pasarlo por alto, pues en los últimos tiempos, nadie lo saludaba con calidez.

– Tenía un momento libre y decidí ver cómo iban las lecciones de pintura.

– Comprendo. Meredith ha comenzado temprano. La señora acudirá enseguida, como de costumbre.

Meredith levantó la vista de las acuarelas. Por un instante, se le iluminaron los ojos, pero luego desvió la mirada.

– Hola, papá.

– Meredith, sigue trabajando. Sólo quiero observar un rato.

– Sí, papá.

Harry la vio elegir otro color con el pincel. Meredith mojó con cuidado las cerdas y esparció una gran franja negra sobre la hoja inmaculada.

Era la primera vez que veía a su hija elegir un color tan oscuro para su pintura. Los trabajos que ahora se exhibían con regularidad en la galería eran, por lo general, creaciones vivaces que resplandecían de colores claros.

– Meredith, ¿es eso Graystone de noche? -Harry se acercó a ver la pintura con mayor detalle.

– Sí, papá.

– Parece demasiado oscuro, ¿no?

– Sí, papá. Augusta dice que tengo que pintar lo que sienta.

– ¿Y hoy prefieres hacer un cuadro tan oscuro, aunque haga un día tan soleado?

– Sí, papá.

Harry apretó la mandíbula. Incluso Meredith se sentía afectada por el sombrío ambiente de la casa. «Y todo por culpa de Augusta.»

– Creo que deberíamos aprovechar el buen tiempo. Daré aviso a los establos de que ensillen tu poni. Esta tarde cabalgaremos hasta el arroyo, ¿qué te parece?

Meredith lo miró, vacilante.

– ¿Puede venir Augusta con nosotros?

– Podemos invitarla -dijo Harry, encogiéndose por dentro. Imaginaba que rechazaría gentilmente la invitación. Los dos últimos días se había asegurado de no pasar un momento con Harry, salvo durante la cena-. Quizá tenga otros planes.

– No tengo ningún plan -dijo Augusta con calma desde el vano de la puerta-. Me encantará cabalgar hasta el arroyo.

De pronto, el rostro de Meredith se iluminó.

– ¡Qué divertido! Iré a ponerme mi traje de montar nuevo. -Se apresuró a mirar a Clarissa-. ¿Puedo salir, tía Clarissa?

Clarissa dio su aprobación con gesto regio.

– Claro que sí, Meredith.

Harry se volvió con lentitud y miró a Augusta a los ojos. Ella inclinó cortésmente la cabeza.

– Milord, si me disculpa, yo también debo cambiarme. En unos minutos, Meredith y yo nos reuniremos abajo con usted.

«¿Qué significa esto?», se preguntó Harry viendo desaparecer a Meredith. Por otra parte, pensó que era preferible no averiguar más.

– Espero que disfrute del paseo con la señora y con Meredith, señor -dijo Clarissa con severidad.

– Gracias, Clarissa. Estoy seguro de que así será. -«En cuanto descubra qué se propone Augusta», agregó Harry para sí, mientras salía de la sala de estudio.

Media hora después, Harry aguardaba aún una respuesta a sus preguntas. Por lo menos, el ánimo de Meredith se había transformado en un infantil entusiasmo. Estaba adorable con un traje de montar verde idéntico al de Augusta y un sombrerito adornado con pluma que coronaba sus brillantes rizos.

Harry observó a su hija que azuzaba al poni tordo y se adelantaba, y entonces lanzó a Augusta una mirada especulativa.

– Me complace que haya podido acompañarnos esta tarde, señora mía -dijo, decidido a quebrar el silencio.

Augusta, sentada con gracia sobre la silla, sujetaba con elegancia las riendas entre sus manos enguantadas.

– Me pareció que sería saludable que su hija disfrutara de un poco de aire fresco. Últimamente, la casa parece poco ventilada, ¿no?

Harry alzó una ceja.

– Así es.

Augusta se mordió el labio y aventuró una breve mirada interrogativa.

– Ah, demonios, ya debes de saber por qué he aceptado acompañaros.

– No, señora, no lo sé. No te confundas. Si bien he dicho que me complace tu compañía, eso no significa que entienda por qué has venido.

Ella suspiró.

– He decidido entregarte el poema de Richard.

Harry sintió que lo invadía una oleada de alivio.

Estuvo a punto de desmontar a Augusta del caballo y sentarla sobre su regazo, pero se contuvo. En los últimos tiempos sufría repentinos impulsos. Tendría que tener cuidado.

– Gracias, Augusta. ¿Puedo saber por qué motivo has cambiado de opinión? -Tenso, esperó la respuesta.

– He pensado mucho en el tema y he comprendido que no tenía alternativa. Como has dicho en numerosas ocasiones, mi deber como esposa es obedecerte.

– Ya veo. -Harry guardó silencio largo rato, sintiendo que el alivio se agriaba-. Lamento que te haya guiado solamente el deber.

Augusta frunció el entrecejo.

– Si no fuese el deber, ¿qué otra cosa podría haberme impulsado?

– La confianza, quizá.

Augusta hizo una reverencia cortés.

– Puede ser. He llegado a la conclusión de que cumplirías tu palabra. Dijiste que no expondrías al mundo los secretos de mi hermano y te creo.

Harry no estaba acostumbrado a que se dudara de su palabra y no pudo ocultar su irritación.

– Señora mía, ¿te ha costado casi tres días convencerte que podías confiar en mi palabra?

La joven suspiró.

– No, Harry. Creí en tu palabra desde el comienzo. Si quieres que te diga la verdad, ése no fue el problema. Eres un hombre de honor, todos lo saben.

– Entonces, ¿cuál era el problema? -preguntó el conde con aspereza.

Augusta mantuvo la vista fija entre las orejas de la yegua.

– Milord, tenía miedo.

– ¡Por el amor de Dios!, ¿miedo de qué? ¿De lo que podrías descubrir acerca de tu hermano? -Le costó considerable esfuerzo mantener la voz baja para que no lo oyese Meredith.

– No se trata de eso. No he dudado de la inocencia de mi hermano, pero me inquietaba imaginar qué pensarías de mí después de leer el poema si llegabas a la conclusión de que Richard era culpable.

Harry la miró atónito.

– ¡Maldición, Augusta! ¿Acaso imaginabas que pensaría mal de ti por algo que hubiese hecho tu hermano?

– Milord, yo también soy una Ballinger de Northumberland -señaló con voz estrangulada-. Si creyeras a uno de nosotros capaz de traición, tendrías derecho a cuestionar la integridad de otros miembros de la familia.

– ¿Pensaste que podría cuestionar tu integridad? -Lo dejaron perplejo las vueltas que había dado a la cuestión la mente de su esposa.

Augusta se mantuvo erguida sobre la montura.

– Sé que me consideras frívola y con tendencia a la travesura, pero no quería que cuestionaras también mi honor. Milord, estamos ligados para siempre. Si pensaras que los Ballinger de Northumberland carecen de honor, el nuestro se convertiría en un camino muy duro para los dos.

– ¡Que el diablo me lleve! Lo que cuestiono es tu falta de cerebro, no de honor. -Harry detuvo el caballo y estiró los brazos para bajar a Augusta de la montura.

– ¡Harry!

– ¿Acaso todos los Ballinger de Northumberland han sido tan obtusos? Espero que no se herede.

La acomodó sobre sus muslos y la besó con fuerza. La pesada falda del traje de montar onduló sobre los cascos del caballo, haciéndolo remolonear. Harry tiró de las riendas sin apartar su boca de la de Augusta.

– ¡Harry, mi yegua! -gritó Augusta en cuanto pudo, sujetándose el absurdo sombrerito verde-. Escapará.

– Papá, papá, ¿qué estás haciendo con Augusta? -Meredith trotó hacia su padre con la voz traspasada de ansiedad.

– Estoy besando a tu madre, Meredith. Por favor, ocúpate de la yegua que escapa.

– ¿La estás besando? -Los ojos de Meredith se redondearon de asombro-. Ah, ya entiendo. No te preocupes por la yegua, papá, yo la alcanzaré.

La cabalgadura de Augusta se había alejado hasta una mata de hierba y a Harry no le preocupaba lo más mínimo. En ese momento, lo único en que pensaba era en llevar a Augusta a la cama. La batalla había durado dos noches y tres días y ya era demasiado.

44
{"b":"100367","o":1}