– Augusta, el día de nuestra boda me juraste lealtad. ¿Acaso lo has olvidado?
– No, milord, pero…
– Y en esta misma habitación, nuestra primera noche juntos, de pie junto a esa ventana me juraste que cumplirías con tu deber de esposa.
– ¡Harry, eso no es justo!
– ¿Qué es lo que no es justo? ¿Recordar tu promesa? Confieso que no creí necesario hacerlo, porque pensé que la honrarías.
– Pero esta es una cuestión -protestó la joven- que atañe a mi hermano. Estoy segura de que puedes entenderlo.
Harry asintió comprensivo.
– Sé que te ves desgarrada entre la lealtad a la memoria de tu hermano y la que debes a tu marido. Debe de ser para ti una decisión muy difícil y lamento mucho haberte causado este conflicto. En los momentos de crisis, rara vez nos parece la vida simple o equitativa.
– ¡Maldito seas, Harry! -Apretó los puños sobre el regazo y lo miró echando chispas por los ojos.
– Me imagino cómo debes sentirte, pues tienes motivos. Por mi parte, me disculpo por haberte exigido algo con tan poca consideración. Te pido que me perdones por el apremio con que te ordené que me dieras el poema. Sólo puedo aludir en mi defensa que se trata de un asunto de suma importancia.
– También lo es para mí -le replicó la joven, furiosa.
– Es obvio. Y al parecer, ya adoptaste una decisión: manifestaste con toda claridad que es más importante proteger el recuerdo de tu hermano que tu deber de esposa. Tu lealtad es, en primer lugar, para los Ballinger de Northumberland. Tu esposo legítimo tendrá que conformarse con las sobras.
– ¡Por Dios, Graystone, eres muy cruel! -Augusta se puso de pie, apretando el pañuelo. Le dio la espalda, enjugándose los ojos.
– ¿Porque te pido que me obedezcas en esta cuestión? ¿Porque, como esposo, te exijo fidelidad absoluta y no una porción de ella?
– Graystone, ¿no puedes pensar en otra cosa que el deber y la fidelidad?
– No siempre lo hago, pero en este momento me parecen cruciales.
– ¿Y qué me dices de tu deber y tu lealtad hacia tu esposa?
– Te di mi palabra de no comentar con nadie las actividades de tu hermano durante la guerra, cualesquiera que hubieran sido. Eso es todo lo que puedo prometerte, Augusta.
– Pero si hubiera algo que pudiera implicar a mi hermano como traidor, es probable que lo interpretaras así.
– No importa, Augusta. Está muerto. Uno no persigue a los muertos. Tu hermano está fuera del alcance de la ley o de mis deseos de venganza.
– Sin embargo, su honor y su reputación siguen vivos.
– Augusta, sé sincera contigo misma. Eres tú quien teme lo que pudiera descubrir el poema. Tienes miedo de que tu hermano, a quien has colocado en un pedestal, caiga a tierra.
– Ya que la guerra ha terminado, ¿por qué te parece tan importante el poema? -Lo miró por encima del hombro, tratando de adivinarle la expresión.
Harry le devolvió la mirada.
– Durante los últimos años de guerra, actuaba un hombre al que llamaban Araña, que trabajó para los franceses como hacía yo para la Corona británica. Creemos que es inglés, tanto porque su información era muy precisa como por el modo en que operaba. Su actuación costó la vida de muchos hombres y, si está vivo, quisiera que pagase por su traición.
– ¿Quieres vengarte?
– ¡Sí!
– Y eres capaz de destrozar nuestra relación como marido y mujer para lograrlo…
Harry se quedó inmóvil.
– No entiendo que esta cuestión pudiera afectar nuestra relación. Si eso ocurriera, sería por tu culpa.
– Sí, milord -musitó Augusta-, ese es el modo de abordarlo. Eres muy astuto, me culpas por los sentimientos hostiles que podría provocar tu propia crueldad.
Una vez más, la furia de Harry se encendió.
– ¿Y no eres tú cruel? ¿Cómo crees que me siento al ver que prefieres defender el recuerdo de tu hermano antes que brindar fidelidad a tu esposo?
– Milord, creo que entre nosotros se ha abierto un inmenso abismo. Pase lo que pase, nada volverá a ser igual entre nosotros.
– Señora, existe un puente para cruzar ese abismo. Podrías quedarte para siempre a un lado: el de los valientes y audaces Ballinger de Northumberland, o cruzar al mío, donde está el futuro. Dejo la decisión en tus manos. Te prometo que no te quitaré el poema a la fuerza.
Sin esperar respuesta, Harry dio media vuelta y salió del dormitorio.
Durante los días siguientes invadió la casa una calma cortés y helada. La sombría atmósfera era más notoria porque contrastaba con las semanas de floreciente calidez que la habían precedido.
Al percibir ese cambio tan evidente en el ánimo de todos, Harry comprendió lo grande que había sido la transformación del ambiente familiar desde que Augusta era la señora. Los criados, siempre puntillosos y bien entrenados, comenzaron a realizar las tareas con una alegría que Harry no había advertido antes. Le recordó el comentario de Sheldrake cuando le decía que Augusta solía ser amable con la servidumbre.
Meredith, esa estudiosa en miniatura, de mentalidad seria y temperamento dócil, pintaba y salía de paseo al campo. En los últimos tiempos, los sencillos vestidos de la niña habían florecido de frunces y cintas. Y comenzaba a hacer entusiastas comentarios sobre los personajes de las novelas que le leía Augusta.
Incluso Clarissa, esa mujer austera, sobria, de carácter irreprochable, que hasta el momento se dedicaba por entero a su misión de institutriz, había cambiado. Harry no sabía qué había sucedido en las pocas semanas transcurridas desde la boda, pero era indudable que Clarissa se había encariñado con Augusta. No sólo se había ablandado sino que manifestaba un entusiasmo tan apasionado que, en otra mujer, habría indicado un romance. Últimamente, Clarissa se disculpaba con frecuencia de alguna salida o se abstenía de reunirse con la familia después de la cena y corría escaleras arriba a su dormitorio. Harry tuvo la impresión de que estuviera trabajando en cierto proyecto, pero no se atrevió a preguntarle. Clarissa era una mujer contenida, inabordable, y el conde siempre había respetado su intimidad. Después de todo, era una característica de los Fleming. Harry estaba seguro de que no existía ningún romance en el mundo de Clarissa, limitado a la sala de estudio, pero el insólito brillo en los ojos de la mujer lo intrigaba. Como los otros cambios, lo atribuía a Augusta.
Sin embargo, en los días que siguieron a su discusión con Augusta, fue evidente que el ambiente familiar se alteraba. Reinaba una atmósfera correcta pero helada. Todos se esforzaban en ser correctos y amables, pero a Harry se le hacía evidente que los habitantes de Graystone lo culpaban de aquella hostilidad apenas encubierta.
Esa situación lo irritaba. El tercer día, mientras subía hacia la sala de estudio, pensaba en ello. Si los habitantes de la casa tomaban partido en esa silenciosa batalla de voluntades que se libraba entre Augusta y él, a Harry le resultaba obvio que tendrían que haber estado de su lado. Él era el dueño, y la vida de los habitantes de la propiedad dependía de él. Al menos la servidumbre y Clarissa deberían ser conscientes de esa realidad.
«Augusta también debería ser consciente de ello.» No obstante, cada vez resultaba más evidente que Augusta entregaba su lealtad junto con su corazón, y el corazón de su esposa pertenecía a los recuerdos del pasado.
Harry había pasado las dos noches anteriores solo en la cama, contemplando la puerta cerrada de la habitación de Augusta. «Es ella quien tiene que abrirla -se dijo-, y a su debido tiempo, lo hará.» Pero en ese momento, al afrontar la posibilidad de otra noche a solas, comenzaba a cuestionarse semejante suposición.
En la cima de la escalera, Harry se dirigió por el pasillo que llevaba a la sala de estudios y una vez allí, abrió la puerta con suavidad.
Clarissa alzó la mirada, ceñuda.
– Buenas tardes, milord. Es extraordinaria su visita.