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Clarissa parpadeó como una lechuza.

– ¿Su prima está escribiendo un libro sobre materias escolares?

– Claro que sí. -De súbito, Augusta comprendió dónde había visto antes la expresión de los ojos de Clarissa; en los de algunas integrantes del Pompeya, en particular aquellas que dedicaban horas a escribir sobre las mesas del club. A menudo, Claudia la mostraba también en sus angelicales ojos azules.

– Oh, entiendo, señorita Fleming. Quizás usted misma pensó alguna vez en escribir un libro edificante para los jóvenes.

Sorprendida por las palabras de la señora, el rostro de Clarissa se volvió de un tono encarnado, poco atractivo.

– Alguna vez he pensado en ello. Pero no creo que consiguiera nada, soy muy consciente de mis limitaciones.

– No diga eso, señorita Fleming. No conocemos nuestras limitaciones hasta que no probamos los límites. ¿Ha escrito algo sobre el tema?

– Unas pocas notas -murmuró Clarissa, avergonzada de su propia presunción-. Pensaba mostrárselas a Graystone, pero temí que las hallara lamentables. La capacidad intelectual de su señoría es tan superior…

Augusta hizo un gesto desechando el comentario.

– No niego que el señor sea inteligente, pero no sé si podría juzgar sus esfuerzos con ecuanimidad. Graystone escribe para un reducido grupo de académicos y en cambio usted escribirá para niños. Son dos tipos de lectores por completo diferentes.

– Sí, supongo que tiene razón.

– Tengo una idea mucho mejor. Cuando termine de preparar el manuscrito, démelo y se lo entregaré yo a mi tío Thomas para que lo envíe a un editor.

Clarissa aspiró una gran bocanada de aire.

– ¿Mostrarle mi manuscrito a sir Thomas Ballinger? ¿El viudo de lady Prudence Ballinger? No me atrevería a imponerme hasta ese extremo. Me creería demasiado audaz.

– No se preocupe. Aquí no existe ninguna imposición. Al tío Thomas le complacerá hacerlo. Acostumbraba a ocuparse de la edición de los trabajos de tía Prudence.

– ¿En serio?

– Oh, sí.

Augusta sonrió con aire confiado, evocando la distracción con que sir Thomas se ocupaba de los detalles de la vida cotidiana. No habría la menor dificultad en persuadirlo de que enviara el manuscrito de Clarissa por correo junto con una recomendación para imprimirlo, en el entendimiento que continuaba la línea de las obras de lady Prudence Ballinger. Augusta decidió escribir ella misma la carta de recomendación para ahorrarle el trabajo a su tío.

– Señora, es muy bondadoso de su parte. -Clarissa parecía aturdida-. Siempre fui una gran admiradora de la obra de sir Thomas. Tiene un enfoque loable de la historia, un ojo avizor para los detalles importantes, el estilo de un sabio al escribir. Es una verdadera lástima que nunca se haya interesado en los escolares. Podría hacer mucho bien en las mentes jóvenes.

Augusta rió.

– No estoy tan segura de ello. En mi opinión, la prosa de mi tío resulta un tanto seca.

– ¿Cómo puede decir eso? -exclamó Clarissa con ardor-. No es sino brillante. ¡Y pensar que podría leer uno de mis manuscritos! ¡Me asusta!

– Creo que resultaría interesante comentarle a usted que, de lo que adolece el estudio, es de una obra con respecto a las mujeres famosas de la historia.

Clarissa la miró perpleja:

– ¿Mujeres famosas, ha dicho?

– Señorita Fleming, en el pasado existieron muchas mujeres valientes y nobles, como reinas famosas o tribus de feroces amazonas. Entre griegas y romanas, también hubo quienes destacaron. La idea de los monstruos femeninos es asimismo fascinante, ¿no cree, señorita Fleming?

– No he pensado demasiado en monstruos femeninos -admitió Clarissa, pensativa.

– Imagínese -prosiguió Augusta, entusiasmada-: cuántos famosos héroes de la antigüedad sufrieron pánico a causa de monstruos femeninos como Medusa y las sirenas, entre otros. No podemos dejar de pensar que en aquella época las mujeres gozaran de cierta influencia.

– Es una idea prometedora -dijo Clarissa asintiendo con lentitud.

– Piense, señorita Fieming, que la mitad de la historia del mundo no se ha escrito en cuanto que se refiere a las mujeres.

– ¡Buen Dios, qué estimulante pensamiento! Se trata de un vasto campo que explorar. ¿Cree usted que a sir Thomas le parecería un área de estudio importante?

– En lo que toca a cuestiones intelectuales, mi tío es un hombre de mente muy abierta. Creo que lo entusiasmará descubrir un nuevo sendero en las investigaciones históricas. Y piense, Clarissa, que sería usted quien se lo señalara.

– La sola idea me atemoriza -dijo Clarissa en voz queda.

– Claro que para comenzar a rozar la superficie de un tema tan vasto habría que hacer mucho trabajo de investigación -reflexionó Augusta-. Por fortuna, dispone de la enorme biblioteca de mi esposo. ¿Le interesaría encargarse de un proyecto así?

– Mucho, señora. En ocasiones me he preguntado por qué no sabemos más acerca de nuestras antecesoras femeninas.

– En ese caso, haré un trato con usted -concluyó Augusta-. Yo enseñaré a Meredith a pintar con acuarela y a leer novela los lunes y los miércoles por la tarde. Entre tanto puede usted realizar la investigación. ¿Le parece razonable?

– Muy razonable, señora. Muy razonable. Si me permite decirlo, es muy gentil por su parte y por añadidura, contar con la opinión y con la ayuda de sir Thomas, es demasiado. -Clarissa hizo un evidente esfuerzo para componerse-. Si me disculpa, tengo que volver a mis tareas.

La austera falda castaña de Clarissa giró alrededor de la mujer con una vitalidad renovada mientras se apresuraba a cruzar la galería. Augusta la vio irse y sonrió para sí. Clarissa era la clase de mujer que necesitaba su tío. Un matrimonio entre Clarissa y sir Tomas sería la unión entre dos mentes afines. Clarissa comprendería y compartiría las pasiones intelectuales y el tío Thomas hallaría en Clarissa a una dama tan admirable como había sido lady Prudence. Aquella era una idea a tener en cuenta.

Por el momento, la dejó de lado y leyó otra vez la carta de Claudia. Cuando la plegó por segunda vez, se le ocurrió que, siendo la nueva condesa de Graystone, era hora de que comenzara a organizar su debut como anfitriona.

Las mujeres de la rama Northumberland de los Ballinger siempre se habían destacado en la organización de fiestas. «Sin duda, por nuestra inclinación natural a la frivolidad», pensó Augusta. Así que, como última descendiente, se afanaría por sostener la tradición familiar. Daría una fiesta por espacio de varios días que sería el suceso más espectacular de la vida social de Graystone.

Con suerte, postergaría la conversación que había sostenido con Harry sobre su hermano el día del almuerzo campestre. Aún le causaba encono el recuerdo de tan desdichada conversación. No creía, no podía creer que Richard hubiese vendido secretos a Francia; era impensable. Ningún Ballinger de Northumberland se hundiría hasta ese punto.

Y menos aún el audaz, el atrevido, el honorable Richard.

«Es más difícil aún creer que Graystone trabajara para la Corona como agente de inteligencia que imaginar que mi hermano cometiera traición -pensó Augusta, resentida-. Es imposible imaginar a Harry como espía.» Claro que lo había visto abrir cerraduras y tenía la odiosa costumbre de aparecer cuando menos se lo esperaba. Pero de todos modos, Harry, ¿un espía…? El espionaje no se consideraba una tarea propia de un caballero. Muchas personas tenían la idea de que en ese trabajo había algo de insólito y desagradable. Y Harry era tan estricto…

Augusta se interrumpió al recordar qué poco decoroso podía resultar Harry en la intimidad del dormitorio. Era un hombre muy complejo. Y ya desde la primera vez que había visto sus fríos ojos grises, supo que existían vastas zonas del conde que permanecían en la sombra. «Quizá haya sido agente…» La idea inquietó a Augusta. No le agradaba la perspectiva de que Harry corriese riesgos. Desechó el pensamiento v comenzó a confeccionar una lista de personas que invitar a la fiesta.

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