– Pero, ¿qué podía haber estado haciendo mi hermano? -lo desafió Augusta con tono amargo.
– Augusta, recuerda a tu hermano tal como lo conociste. Conserva esa imagen del último de los de Northumberland, audaz, atrevido, precipitado, y no te atormentes por lo que podía ocultar.
Augusta alzó el mentón.
– Te equivocas en un aspecto.
– ¿Cuál?
– Mi hermano no era el último de los de Northumberland: la última soy yo.
Lentamente, Harry se incorporó con helada expresión de advertencia.
– Ahora tienes una nueva familia. Tú misma lo dijiste la otra noche en la galería.
– He cambiado de opinión. -Augusta le dirigió una sonrisa de sospechosa luminosidad-. He llegado a la conclusión de que tus ancestros no son tan agradables como los míos.
– En ese sentido no te equivocas. Nadie ha dicho jamás que mis ancestros fuesen «agradables». No obstante, ahora eres la condesa de Graystone y cuidaré que no lo olvides.
Una semana más tarde, Augusta entró en la soleada galería del segundo piso y se sentó en un sofá frente al retrato de su bella antecesora. Contempló la engañosa imagen de serenidad de la anterior lady Graystone.
– Catherine, voy a reparar el daño que trajiste a esta familia -dijo en voz alta-. Tal vez yo no sea perfecta, pero sé amar y tú no creo que conocieras el significado de la palabra. En última instancia, no eras ningún ejemplo, ¿verdad? Desperdiciaste lo que tenías persiguiendo falsas ilusiones. Yo no soy tan estúpida -concluyó con firmeza.
Augusta dirigió una mueca al retrato y luego abrió la carta de su prima Claudia.
Mi querida Augusta:
Espero que todo marche bien con tu apreciable marido. Te echo de menos en la ciudad. La temporada toca a su fin y, sin ti, no es tan animada. He ido varias veces al Pompeya, como habíamos quedado, y disfruté mucho de las interesantes visitas a lady Arbuthnot. Debo decirte que es una mujer fascinante. Creí que me molestarían sus excentricidades, pero no es así. Me parece encantadora y me apena mucho que esté tan enferma.
Por otra parte, el mayordomo es ofensivo. Si pudiese dar mi opinión al respecto, no lo contrataría bajo ninguna circunstancia. A cada visita se vuelve más audaz, y temo que un día de estos me vea obligada a señalarle que ha sobrepasado el límite. Sigo pensando que me recuerda a alguien.
Para asombro propio, admito que disfruto del Pompeya. Claro que no apruebo cosas tales como el libro de apuestas. ¿Sabes que algunas han apostado sobre el tiempo que durará tu compromiso? Tampoco me parecen apropiados los juegos de azar. Pero he conocido a algunas damas importantes que comparten conmigo el interés por escribir. Hemos sostenido varias discusiones apasionantes.
En cuanto a la vorágine social, te repito que no es tan divertido sin ti. No sé cómo te las arreglas para atraer a gente más bien insólita. Yo, en cambio, atraigo a los más correctos. Si no fuese por Peter Sheldrake, me sentiría muy aburrida. Pero por fortuna es un gran bailarín y finalmente bailé el vals con él. Me gustaría más su preferencia por temas serios o intelectuales que no esa marcada inclinación por las frivolidades. Además, me provoca sin cesar.
Me encantaría ir a verte. ¿Cuándo volverás?
Con todo cariño,
Claudia
Augusta terminó de leer la carta y la plegó otra vez con lentitud. Era estupendo recibir noticias de su prima. También era placentero que la escrupulosa y correcta Claudia confesara que la echaba de menos.
– Augusta, Augusta, ¿dónde estás? -Meredith corrió por el enorme vestíbulo agitando una hoja de papel-. He terminado la acuarela. ¿Qué opinas? La tía Clarissa dice que debo pedir tu opinión, pues fue idea tuya que me dedicara a pintar.
– Sí, claro, enséñamela.
Al alzar la mirada, Augusta vio a Clarissa que acompañaba a su pupila, con paso más mesurado.
– Su señoría me informó que debía guiarme por la opinión de usted en estas cuestiones, aunque los dos estamos de acuerdo en que pintar acuarela no es un objetivo serio.
– Sí, lo sé, pero es divertido, señorita Fleming.
– Hay que aplicarse con diligencia a los estudios -señaló Clarissa- y no a divertirse.
Augusta sonrió a Meredith, que las miraba a ellas alternativamente.
– Pues Meredith se ha esforzado con esta pintura, que es muy hermosa, como puede verse.
– ¿Te gusta, Augusta? -Mientras la madrastra examinaba el trabajo, Meredith estaba en suspenso.
Augusta sostuvo la pintura de la niña ante ella e inclinó la cabeza a un lado para observarla. El cuadro tenía una base de azul pálido. Por aquí y allá había unas curiosas pinceladas verdes y amarillas, aparentemente al azar, y al fondo se veía una gran mancha dorada.
– Esto son árboles -explicó Meredith señalando las pinceladas verdes y amarillas-. Cargué mucho el pincel y la pintura se extendió demasiado.
– Son unos árboles estupendos. Y me gusta mucho el cielo que has pintado. -Al saber que las manchas verdes y amarillas eran árboles, era fácil adivinar que la superficie azul fuese el cielo-. Y esto es muy interesante -afirmó señalando la mancha dorada.
– Es Graystone -explicó Meredith, orgullosa.
– ¿Tu padre?
– No, no, Augusta, la casa.
Augusta rió entre dientes.
– Claro. Bueno, Meredith, debo decir que es éste un trabajo formidable y, si me lo permites, haré que lo cuelguen inmediatamente.
Los ojos de Meredith se agrandaron de asombro.
– ¿Lo colgarás? ¿Dónde?
– La galería será el lugar indicado. -Augusta echó un vistazo a los intimidantes retratos-. Haré ponerlo aquí, bajo el retrato de tu madre.
Meredith estaba alborozada.
– ¿Estará papá de acuerdo?
– Estoy segura que sí.
Clarissa se aclaró la voz.
– Lady Graystone, no sé si será buena idea. Esta galería está reservada a los retratos de familia pintados por artistas famosos. No es el sitio apropiado para pinturas escolares.
– Por el contrario, creo que unas pinturas escolares son exactamente lo que necesita. Es un sitio bastante sombrío, ¿no cree? El cuadro de Meredith lo alegrará.
Meredith estaba resplandeciente.
– Augusta, ¿le pondrán marco?
– Por supuesto, todo cuadro hermoso merece un marco. Me ocuparé de que se le confeccione sin demora.
Clarissa, enfurruñada, miró con severidad a su pupila.
– Basta de diversión. Es hora de volver a los estudios, jovencita. Vamos, enseguida me reuniré contigo.
– Sí, tía Clarissa. -Con los ojos brillantes de placer, Meredith hizo una pequeña reverencia y salió corriendo de la galería.
Clarissa se volvió a Augusta con expresión severa.
– Señora, tengo que hablarle del tipo de actividades a que está induciendo a Meredith. Comprendo que su señoría permita que intervenga usted en la educación de su hija, pero tengo la sensación de que la insta a ocuparse de pasatiempos ligeros. Su señoría es determinante a la hora de impedir que la niña acabe siendo una mujer tonta, hueca e incapaz de otra cosa que de conversaciones superficiales en sociedad.
– Lo comprendo, señorita Fleming.
– Meredith está acostumbrada a un programa de estudios muy estricto. Hasta ahora lo desarrollaba muy bien y no me agradaría que fuera alterado.
– Entiendo lo que dice, señorita Fleming. -Augusta le dirigió una sonrisa conciliadora. No era fácil la carga que llevaban las parientes pobres en casa de los familiares más afortunados. Era evidente que Clarissa se había esforzado al máximo en abrirse un espacio para sí y Augusta le tenía simpatía. Ella sabía bien lo difícil que resultaba vivir en casa ajena-. Bajo su capacitada orientación, Meredith ha florecido y yo no tengo la menor intención de cambiar las cosas.
– Gracias, señora.
– Con todo, tengo la impresión de que la niña necesita de alguna actividad superficial. Incluso mi tía Prudence opinaba que los jóvenes pueden disponer de una enorme variedad de actividades. Y mi prima Claudia sigue los pasos de su madre. Está escribiendo un libro sobre los conocimientos prácticos propios de las jóvenes y dedica un capítulo entero al dibujo y a la pintura con acuarelas.