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«Es extraño el modo en que la virtud o la carencia de ella pueden afectar a una persona», reflexionó Augusta. Era probable que las aventuras románticas de Byron o de Shelley, indudablemente impropias, brindaran a las integrantes del Pompeya la inspiración necesaria.

Augusta atravesó el salón dirigiéndose hacia el hogar. Como de costumbre, ardía un buen fuego a pesar de que el clima era agradable. Últimamente Sally siempre tenía frío. Estaba sentada junto al fuego, y por suerte para la joven, en ese momento estaba sola con un libro abierto sobre el regazo.

– Hola Augusta, ¿cómo estás hoy?

– Me siento muy desdichada. Sally, me he metido en un lío terrible y necesito tu consejo. -Se sentó junto a la anciana y se inclinó para susurrarle-. Quisiera que me digas cómo se empeña un collar.

– Oh, querida, al parecer se trata de algo serio. -Sally cerró el libro y miró con expresión interrogante a la muchacha-. Será mejor que me cuentes todo desde el principio.

– Me comporté como una perfecta idiota.

– Sí, bueno, bueno, todos lo hacemos en algún momento. ¿Por qué no me lo cuentas? Esta tarde estoy bastante aburrida.

Augusta inspiró una gran bocanada de aire y le explicó el desastre con todo detalle. Sally escuchó con atención y asintió.

– Querida mía, desde luego tienes que saldar esa deuda -dijo-. Es una cuestión de honor.

– Así es, no tengo alternativa.

– ¿Lo único que tienes para empeñar es el collar de tu madre?

– Me temo que sí. El resto de mis joyas fueron entregadas al tío Thomas y no me parecería bien venderlas.

– ¿No crees que podrías recurrir a la ayuda de tu tío?

– No. Este embrollo afligiría mucho a mi tío y no podría culparlo por ello. Se sentiría muy decepcionado de mí. Mil libras es mucho dinero. Él ya ha sido demasiado generoso.

– Con el contrato matrimonial con Graystone tu tío obtendrá una suma considerable de dinero -señaló Sally.

Sorprendida, Augusta parpadeó.

– ¿ Sí?

– Eso creo.

– No lo sabía. -Augusta frunció el entrecejo-. ¿Por qué nunca se le informa de estas cosas a la mujer involucrada? Nos tratan como si fuésemos imbéciles. Estoy segura de que eso los hace sentirse superiores.

Sally sonrió.

– Puede ser, pero creo que hay otras razones. Según entiendo, al menos en el caso de tu prometido y tu tío, lo hacen así para protegerte.

– ¡Qué disparate! Incluso así, sean cuales sean esos arreglos, se realizarán dentro de cuatro meses. No puedo esperar tanto. Tengo la impresión de que muy pronto Lovejoy comenzará a perseguirme para que le pague.

– Comprendo. ¿No crees que podrías recurrir a Graystone para resolver el problema?

Atónita, Augusta la miró con la boca abierta.

– ¿Decirle a Graystone que perdí mil libras jugando con Lovejoy? ¿Estás loca? ¿Tienes idea de su reacción ante semejante noticia? No me atrevo a imaginar cómo explotaría cuando se lo confesara.

– Tal vez tengas razón. No le agradaría, ¿verdad?

– Quizá pudiera soportar su enfado -dijo Augusta remarcando las palabras-. ¿Quién sabe? Pero en toda mi vida no sería capaz de soportar la humillación de tener que explicarle que me comporté como una tonta tratando de darle una lección.

– Sí, lo entiendo perfectamente. Una mujer también tiene su orgullo. Déjame pensar un poco. -Sally tamborileó sobre la cubierta del libro-. Pienso que el modo más simple de resolverlo es que me traigas el collar a mí.

– ¿A ti? Pero debo empeñarlo, Sally.

– Y así se hará. No obstante, es difícil que una dama empeñe una joya sin que nadie se entere. Si me traes el collar, enviaré a Scruggs al prestamista en tu lugar. Él guardará silencio.

– Ya te entiendo. -Aliviada, Augusta se reclinó en la silla-. Sí, será lo mejor. Sally, eres muy bondadosa. ¿Cómo podría pagártelo?

Sally sonrió y, por un instante, en el rostro de la anciana apareció un atisbo de la radiante belleza que en otro tiempo la había convertido en la estrella de Londres.

– Soy yo la que se alegra de poder compensarte con una pequeñez por todo lo que has hecho por mí, Augusta. Corre, ve a buscar el collar de tu madre. Al atardecer tendrás las mil libras.

– Gracias. -Augusta dirigió a su amiga una mirada especulativa-. Dime, Sally, ¿crees que Lovejoy utilizara la conversación sobre la muerte de mi hermano para inducirme a jugar más de lo conveniente? No es que trate de excusarme, pero no puedo evitar…

– Es posible. Hay hombres que no tienen escrúpulos. Es probable que haya percibido tu debilidad y la aprovechara para distraerte.

– No hablaba en serio cuando prometió ayudarme a demostrar que Richard no fuera un traidor, ¿no es verdad?

– Me parece poco probable. ¿Cómo podría hacerlo? Augusta, tienes que ser realista. Nada te devolverá a Richard y no hay manera de limpiar su nombre, salvo en tu propio corazón. Tú sabes que era inocente y tendrías que resignarte con esa convicción.

Augusta apretó la mano en un puño sobre el regazo.

– Tiene que haber un modo.

– Según mi experiencia en estas cuestiones, la mejor solución es el silencio.

– Pero no es justo -protestó Augusta.

– Querida mía, en la vida hay muchas cosas injustas. Augusta, al salir, por favor, ¿le pides a Scruggs que me mande el tónico con una de las criadas?

De súbito, los problemas de Augusta pasaron a un segundo plano y la atenazó una honda angustia. El tónico de Sally se extraía del jugo del opio. El hecho de que lo pidiera tan temprano significaba que el dolor había aumentado.

Augusta aferró una de las frágiles manos de Sally y la sostuvo durante largo rato. Ninguna de las dos habló.

Después de unos momentos, la joven se levantó y fue a decirle a Scruggs que mandara el tónico.

– Tendría que darle tantos azotes en el trasero que no pudiera andar a caballo en una semana. Habría que encerrarla y no dejarla salir sola. Esa mujer es una amenaza. Convertirá mi vida en un infierno. -Harry recorría a zancadas la pequeña biblioteca de Sally, se topaba con una estantería, giraba y recomenzaba el paseo en dirección contraria.

– Brindará interés a tu vida. -Sally sorbió el licor sin molestarse en ocultar una sonrisa divertida-. Alrededor de Augusta, los acontecimientos se precipitan. La verdad, es fascinante.

Harry estrelló la mano sobre la repisa de mármol gris de la chimenea.

– Querrás decir exasperante.

– Cálmate, Harry. Te he contado el incidente porque insististe en saber qué pasaba y temí que comenzaras a hacer averiguaciones. Por lo común, cuando las haces, obtienes la respuesta. En consecuencia, abrevié el proceso dándotela yo misma.

– Augusta será mi esposa. ¡Tengo todo el derecho de saber en qué está metida en un momento dado, maldición!

– Bueno, ahora ya lo sabes y debes dejar las cosas en ese punto. No tienes que intervenir, ¿entiendes? Para Augusta es una cuestión de honor, y si la resolvieras tú en su lugar, la harías muy desdichada.

– ¿Honor? ¿Qué tiene que ver el honor con esto? Me desafió a conciencia coqueteando con Lovejoy y se metió en serias dificultades.

– Ya sabe que actuó de manera impulsiva. No necesita que la sermonees. Es una deuda de juego y debe ser restituida. Permite que lo haga a su manera. No querrás herir su orgullo, ¿verdad?

– Esto es intolerable. -Harry se detuvo y miró a su vieja amiga con expresión irritada-. No soporto permanecer al margen. Yo mismo trataré con Lovejoy.

– No.

– Un hombre es responsable de las deudas de su esposa -le recordó Harry.

– Augusta no es tu esposa todavía. Deja que lo resuelva ella y te aseguro que habrá aprendido la lección.

– Si pudiera creerlo… -musitó Harry-. ¡Maldito Lovejoy! Ya sabía lo que estaba haciendo.

Sally lo pensó un instante.

– Sí, creo que sí. Augusta piensa lo mismo. No es ninguna tonta. Ese hombre aludió a su hermano en el momento en que Augusta iba a dejar el juego y volver al baile. Si había un tema que le asegurara la distracción de la muchacha, sin duda era la inocencia de Richard Ballinger.

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