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– Sí, así es.

– Ahora sería difícil rastrear sus contactos. Dudo que quede algún indicio. -Lovejoy hizo una pausa y le dirigió una mirada interrogante-. A menos que tenga usted idea por dónde comenzar.

– No. Ninguna. Imagino que no hay esperanzas. -La breve chispa se extinguió y murió.

Abatida, contempló el paño verde de la mesa pensando en el poema que había guardado en la caja que tenía sobre el tocador. Todo lo que le quedaba de su hermano era ese extraño poema escrito en aquel papel manchado de sangre. Eso no constituía una clave. Ni tenía el menor sentido ni valía la pena mencionarlo.

Lo conservaba porque era lo último que le quedaba de Richard.

Lovejoy le sonrió con expresión consoladora.

– De todos modos, ¿por qué no me dice lo que sabe, y veré si se me ocurre algo?

Mientras el juego de naipes proseguía, Augusta comenzó a hablar. Hizo un gran esfuerzo por responder a todas las preguntas que le formulaba Lovejoy. Se esforzó en recordar los nombres de los amigos y conocidos de su hermano y los lugares que había frecuentado con algunos meses de antelación a su muerte pero, al parecer, Lovejoy no encontraba significado en lo que le contaba. Sin embargo, seguía haciéndole preguntas al tiempo que continuaba dando cartas. De manera automática, ella seguía el juego una mano tras otra sin pensar en la partida, concentrada en las preguntas que le hacía Lovejoy de Richard.

Cuando al fin se agotó el tema, Augusta observó las anotaciones de Lovejoy y comprendió que le debía mil libras. «¡ Mil libras!»

– ¡Dios mío! -Horrorizada, se llevó la mano a la boca-. Milord, lamento decirle que por el momento no dispongo de esa suma. -«Ni nunca.» Era imposible reunir esa cantidad de dinero.

La idea de pedirle a su tío que cubriese la deuda le resultaba espantosa. Desde que vivía con él, el tío Thomas había sido en extremo generoso. No podía devolverle su bondad pidiéndole que saldara una deuda de juego de mil libras. Ni pensarlo, el honor de Augusta no lo permitía.

– Señorita Ballinger, le ruego que no se aflija. -Imperturbable, Lovejoy recogió los naipes-. No hay prisa. Si me da usted un documento escrito, me complacerá esperar hasta que pueda reunir el dinero para pagar la deuda. Estoy seguro de que podremos llegar a algún arreglo.

Muda, con el corazón agitado por la enormidad de lo que acababa de hacer, Augusta firmó un pagaré por valor de mil libras. Luego se puso de pie, sintiendo que temblaba de tal manera que estaba a punto de desmayarse.

– Si me disculpa, caballero -logró decir con considerable calma-, debo regresar al baile. Mi prima debe de preguntarse dónde estoy.

– Claro. Cuando pueda ocuparse de la deuda, avíseme. Pensaremos en algún arreglo de mutua conveniencia. -Lovejoy mostró una sonrisa insinuante.

Augusta se preguntó por qué no había notado anteriormente el desagradable brillo de aquellos ojos verdes.

– Señor, ¿me da su palabra de caballero de que no le dirá nada a nadie de este incidente? No quisiera que mi tío o alguna otra persona se enteraran.

– ¿Se refiere a su prometido? Comprendo su inquietud. No creo que Graystone se mostrara indulgente con las deudas de juego de una dama, ¿verdad? Un hombre tan estricto no aprobaría tal conducta en las señoras.

El corazón de Augusta se oprimió más aún. «¡En qué embrollo me he metido! ¡Y todo ha sido por mi culpa!»

– No, supongo que no.

– Puede quedarse tranquila, seré discreto. -Lovejoy hizo una burlona reverencia-. Tiene mi palabra.

– Gracias.

Augusta dio media vuelta y se precipitó hacia el salón iluminado y colmado de risas. La aturdía la idea de que se hubiera comportado como una tonta.

Era natural que la primera persona que viese al salir de la sala de juego fuese Harry. La había visto y se abría paso hacia ella entre el colorido gentío. Al verlo, Augusta se sintió impulsada a arrojarse en sus brazos, confesarle todo y pedirle consejo.

Graystone tenía una apariencia imponente. Con su severo atuendo de noche, la corbata impecable alrededor del imponente cuello, parecía capaz de derribar a cuatro Lovejoy sin dificultades. Su prometido era tan fuerte y sólido que la hacía sentirse segura. «Si una no se metiera en problemas con tanta estupidez -pensó-, éste sería un hombre en el que confiar.» Pero Graystone no tenía paciencia con las estupideces.

Augusta irguió los hombros. Era ella la que se había metido en el lío y tenía que encontrar la manera de saldar la deuda. No podía involucrar a Harry. Un Ballinger de Northumberland cuidaba de su propio honor.

Augusta observó a Harry mientras se acercaba y comprobó angustiada que parecía disgustado. Bajo los párpados a medias cerrados miró por encima de Augusta hacia la puerta de la sala de juego y luego le escudriñó el rostro.

– Augusta, ¿estás bien? -preguntó suspicaz.

– Sí, muy bien. Hace calor aquí, ¿no crees? -Desplegó el abanico y lo agitó con afán. Desesperada, pensó en un tema de conversación que apartara la atención del conde de la sala de juego-. Me preguntaba si vendrías esta noche.

– He llegado hace unos minutos. -Entrecerró los ojos observando el rostro arrebolado de la joven-. Creo que ya han servido la cena. ¿Quieres comer algo?

– Sería estupendo. Me gustaría sentarme unos momentos.

La verdad era que necesitaba sentarse, pues de lo contrario se caería. Cuando Harry le ofreció el brazo, se aferró a él como a un salvavidas en un mar tormentoso.

Después de haber picoteado varios pastelillos de langosta y de tragar el ponche helado que le sirvió Harry, Augusta se calmó lo suficiente para pensar con claridad. La única solución a su problema era el collar de rubíes de su madre.

La perspectiva de separarse de la alhaja llenó de lágrimas ardientes los ojos de Augusta. «Pero me lo merezco -se reprochó-, me he comportado como una tonta y tengo que pagar por ello.»

– Augusta, ¿estás segura de que no sucede nada malo? -volvió a preguntar Harry.

– Muy segura, milord. -Sintió que el pastel de langosta le sabía a serrín.

Harry alzó una ceja.

– No dudarías en contarme cualquier problema que tuvieras, ¿no es cierto?

– Eso dependería, milord.

– ¿De qué? -En la voz habitualmente monótona de Harry apareció un matiz acerado.

Inquieta, Augusta se removió en la silla.

– De que reaccionara usted de un modo bondadoso, comprensivo y útil.

– Entiendo. ¿Y si temes que respondiera de otro modo?

– En ese caso, señor, no le diría palabra.

Harry entrecerró los ojos:

– Augusta, ¿aun cuando estemos comprometidos?

– Milord, no es necesario que me lo recuerde. Le aseguro que últimamente no pienso sino en eso.

Sólo existía un sitio donde podían aconsejarla acerca de la mejor manera de empeñar un collar valioso. Al día siguiente del desastre en la sala de juego, Augusta acudió al Pompeya sin dudarlo.

Un Scruggs gruñón le abrió la puerta escudriñándola bajo sus cejas pobladas.

– Señorita Ballinger, ¿es usted? Sin duda sabrá que las señoras del club están muy atareadas con las apuestas referentes a su compromiso.

– Me alegra que alguien salga ganando con esto -murmuró Augusta pasando junto al criado. Al recordar el remedio que le había traído unos días antes, se detuvo-. Casi lo olvidaba, Scruggs, ¿le ha aliviado el tónico el reumatismo?

– Acompañado del mejor coñac de lady Arbuthnot, el tónico obró maravillas. Por desgracia, no logré convencer a las doncellas de que me ayudaran a comprobar los resultados.

Pese al abatimiento, Augusta sonrió.

– Me complace saberlo.

– Por aquí, señorita Ballinger. Como siempre, la señora se alegrará de verla. -Scruggs le franqueó la puerta hacia el Pompeya.

En el club, un grupo de señoras leía los periódicos o escribía sobre las mesas colocadas a tal efecto. Los chismes relativos a los escándalos amorosos de Byron y Shelley no habían hecho más que acrecentar el entusiasmo de las aspirantes a escritoras para que publicaran sus obras.

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