Bajo el entoldado una orquestina arrastraba los éxitos del verano, a pesar del naufragio de la voz de un cantante escuchimizado, con una poderosa nuez que se le movía con más soltura que las maracas que empuñaba y agitaba.
“La niña de Puerto Rico ¿por quién suspira?
Parece que a mí me bese cuando me mira”.
Faroles japoneses de papel policrómico y bombillas pintadas de diferentes y bastos colores y sin embargo rutilantes, con poder de ensoñación sobre las mesas relavadas y las inevitables sillas de tijeras parapetadas en palcos de madera, donde las familias de Águilas se cernían como pulpos críticos sobre la pista, crítica de gestos y vestuarios o de la genealogía de los danzarines, que si la hija de tal, que si el hijo de cual y en medio la flor morena y contoneante de Encarna rondada por el sosón de Ginés, el hijo del calafate, ¿calafate de qué?, que sí, mujer, calafate en Cartagena, porque aquí de qué, ¿y la mujer?, se quedó aquí, ésos ya hacía tiempo que… y el que se alargaba y se convertía en una curva ascendente con las cabezas que pugnaban por escapar del cuello para subrayar sin palabras el alto vuelo de la historia de un fracaso matrimonial. Y al estallar “La polca del barril de cerveza”, Ginés aprovechó el vaivén del baile para bromear sobre un posible encuentro mañana. No se había atrevido durante “La niña de Puerto Rico”, que a simple oído le parecía una canción triste.
– Yo trabajo.
– ¿Hasta qué hora?
– Hasta las seis.
– Podríamos ir a bañarnos.
– ¿En la playa del pueblo? ¿Quieres dar que hablar?
– En el Hornillo o en la Casita Verde.
– Eso está muy lejos y mi madre no me deja ir sola.
– Que venga Paqui.
– Con ésa sólo me dejan ir por el pueblo, pero tan lejos no.
Las acompañó hasta su casa en Cañería Alta y, nada más llegar a la puerta, la madre de Encarna se interpuso entre ella y Ginés y dio un buenas noches cortante, tan cortante como la media vuelta que Encarna había dado por la tarde ante la cercanía del bosque. Esperó a que el portón se cerrara contra su sueño y siguió calle abajo hasta la Puerta de Lorca, frente a la factoría de salazones, donde Encarna le había dicho que trabajaba. Se familiarizó con una esquina que sería para él un lugar habitual de zozobra y esperanza durante meses y meses y, con los años, un recuedo que llevaba pegado al cuerpo como si no fuera un recuerdo, como si de hecho siempre pudiera estar en aquella esquina, fuera cual fuera el lugar del mundo donde le llevaran los vientos y los barcos. Encarna, musitó, y, con una mano, se quitó de los ojos la posibilidad de las lágrimas.
Fue en aquella esquina también donde vio por primera vez a Luis Miguel Rodríguez de Montiel esperando a Encarna con un Biscuter que parecía una zapatilla de aluminio. Aquella noche se puso de acuerdo con un primo suyo que jugaba de interior en el Cartagena y era ferroviario y con dos vecinos que estaban de permiso de la mili y, entre los cuatro, levantaron el Biscuter del señorito de mierda y se lo echaron en una barranca de las afueras. Al día siguiente fue a buscarle a casa la pareja de la guardia civil y en el cuartelillo le pegaron dos hostias por lo que había hecho.
– Y dos más para que no lo vuelvas a hacer.
Dieron unos golpes en la puerta de su camarote y la voz de Basora retumbó en el ámbito metálico del distribuidor.
– ¡Zafarrancho de combate! ¡Piratas a babor y huracán a estribor!
¡Primero las viudas de militares y después los diputados de Alianza Popular!
Examinó el barógrafo y el anemómetro. Viento del noreste fuerza siete.
Cogió el teléfono y comunicó con Tourón para darle el parte que le había pedido.
– ¿De qué me habla?
– La velocidad media del viento.
– Les tengo dicho que sean propios en el lenguaje. En el mar se llama “factor de rafagosidad”. Repita, Ginés, “factor de rafagosidad”.
Repitió factor de rafagosidad.
– Además, mar gruesa. Viento fuerza siete, mar gruesa. Confírmelo.
– Confirmado.
– Llegaremos a vientos de fuerza nueve y mar arbolada. Si no, al tiempo. Bailaremos. Corto.
Nada inducía a una alarma seria, pero el personal había sido distribuido por el barco como si se avistara un huracán. Germán comprobaba la estiba y las trincas en las bodegas y la seguridad de los cuarteles de las bocas de las escotillas. Ginés atendió al trincaje de los botes y repasó los imbornales para que desaguaran con rapidez en el caso de que las olas cayeran sobre la cubierta. Cada uno de los responsables enviaba un parte de resultados al capitán alterado por las previsiones fijadas para aquel día. Y a media tarde se arboló el mar por encima del miedo de los hombres, capearon con media máquina y horas después caía la noche en plena mar gruesa, pero la situación tan controlada que Tourón les invitó a tomar una copa en su camarote. Estaba contento, como liberado de una tensión que él mismo había tensado y repartía jovialidades que ni los más viejos del lugar le recordaban, y entre ellos Basora asistía estupefacto al despliegue de “charme” del capitán, diríase que metido en la piel de otro capitán, posiblemente simbólico y tomado de las páginas de alguna ficción navegante. Basora esperaba que a Tourón le saliera una pata de palo y le brotara una concertina entre las manos, al tiempo que de sus labios se escapara una vieja canción de piratas, papagayos y barricas de ron. Sus comentarios apostilladores a la orilla del oído de Martín, Ginés o Germán introducían disturbios en la buena voluntad receptora de los oficiales ante el cambiado capitán.
– Ah, “La Rosa de Alejandría”, qué bonito nombre para un barco. Tuve la ocasión de preguntarles a los armadores el porqué de este nombre y fueron estrictamente sinceros, sí, señor, estrictamente sinceros. Porque uno quería llamarlo Rosa en honor de su madre y otro Alejandría porque le gustaba el nombre de la ciudad. Alguien recordó que existía una llamada rosa de Alejandría y ya está el nombre. A veces los resultados más obvios traducen la misteriosa lógica del azar. ¿Comprenden? ¿Comprende sobre todo usted, Ginés, que está enamorado? No creo que revele ningún secreto, y si lo es, perdone usted y hagan los demás como si no hubiera dicho nada.
– ¿Por qué he de entender yo especialmente el sentido del nombre del barco?
– La rosa es el símbolo de la mujer según el ideal del amor platónico y romántico, porque implica la idea de perfección. He hecho mis pequeñas investigaciones y aparece citada como centro místico, como metáfora de corazón, como mujer amada, como paraíso de Dante, como emblema de Venus. Y también tiene una simbología según sus colores y el número de pétalos. La blanca y la roja son antagónicas. La rosa azul es el símbolo de lo imposible. La rosa de oro es el símbolo de lo absoluto. La de siete pétalos alude al siete como número cabalístico: las siete direcciones del espacio, los siete días de la semana, los siete planetas, los siete grados de perfección. Pero quizá les interese más el símbolo de la rosa utilizado dentro del mito de la Bella y la Bestia, es una hermosa parábola sobre la condición insatisfecha de la mujer, pero tal vez no les interese la historia.
– A Ginés le interesa. Ha de enterarse de quién es la Bella y quién es la Bestia -opinó Basora.
– ¿De verdad le interesa?
– Sí.
– Pues bien. Allá va. Un padre tenía cuatro hijas y la menor era la más hermosa, la más buena y su preferida. El buen hombre quiere regalarle algo y ella le expresa un deseo aparentemente fácil de satisfacer: una rosa blanca. Pero la rosa blanca está en el jardín de la Bestia y el padre la roba y merece las iras del monstruo, que le amenaza con matarle si en el plazo de tres meses no le devuelve la rosa. La amenaza enferma al viejo y la hija se sacrifica acudiendo al castillo de la Bestia. El monstruo se enamora de ella y en un momento en que la joven vuelve junto a su padre, muy enfermo, la Bestia agoniza porque no puede vivir sin el amor de la Bella. Regresa la doncella, cuida del monstruo, llega a enamorarse de él. No puede vivir sin la Bestia y así se lo confiesa. En cuanto ha hecho la confesión se produce una explosión de luz y el monstruo se convierte en un hermoso príncipe que le cuenta a la Bella su secreto: era víctima de un encantamiento maligno hasta que una doncella se enamora de él por su bondad. Los sicoanalistas le han buscado los tres pies al gato de una fábula elemental. La rosa blanca es el símbolo de la bondad y habita precisamente en el jardín de la Bestia. Su posesión desencadena a la larga el triunfo del amor y de la transfiguración.