Sólo lees para quemar, para encontrar razones para quemar y sólo haces ejercicio físico para perseguir o porque eres perseguido. Es lógico que tengas un sentido negativo de la realidad.
– Me voy a ir a un balneario.
– ¿Baden-Baden? ¿Marienbad? ¿La Toja? ¿Panticosa?
– Uno de esos balnearios llenos de extranjeros en busca del sol de España, dispuestos a dejar en nuestras cloacas toda la mierda que les sobra y la mía entre ellas. Baños de arcilla.
Masajes. Depuración.
– ¿Estás enfermo?
– No. Pero necesito que me toquen como si yo fuera una parte de la naturaleza y tomar las aguas prodigiosas de esas que te forran el hígado de hierro y te meten vaselina en la bufeta de la orina. Un albornoz blanco.
Voy a comprarme un albornoz blanco y así no tendré más remedio que irme a un balneario.
– ¿Mar? ¿Montaña?
– Las dos cosas. He de buscarlo muy bien buscado. Debe haber una guía de balnearios. El mundo está lleno de balnearios. Todo el mundo es un balneario, salvo contadas y honrosas excepciones como el Líbano o El Salvador. Peor para ellos. Hace falta ser insensato para nacer en el Líbano, por ejemplo. Y lo que más me jode de toda esta historia es que huele a viejo, escucha, he estado en el escenario de donde arranca, en Águilas y ni siquiera el escenario donde nace el turbio sentimiento de los protagonistas existe. Se han cargado la plaza de toros, no existe el lugar donde se montaba el entoldado para la fiesta, ni siquiera el paseo junto al mar es el mismo, ni las condiciones sociales, el almacén donde trabajaba ella, aquel impulso de supervivientes que teníamos todos hace treinta o cuarenta años. Y ese par de desgraciados han sido víctimas de la vejez de sus sentimientos, de la vejez de su bondad y de su maldad. Han conservado dentro de sí las ruinas de sí mismos, lo que ya no eran, y de pronto han llevado a primer plano esas ruinas, despreciando cuanto había de modificación en sus vidas, y eso es cultural, se han comportado según unos modelos innecesarios, inútiles.
– ¿Irás al juicio?
– Quizá me llamen como testigo, aunque lo dudo. Si me llaman iré. Si no me llaman no iré. ¿Las estancias en los balnearios rebajan los impuestos?
– Si es por motivo de salud y en tu caso, como profesional liberal, sin duda. Es la opinión de un experto.
– Lo que sí haré es ir mañana al puerto. Quiero ver la llegada de “La Rosa de Alejandría” y al marino.
– ¿Cómo te lo imaginas?
– Lo que en mis tiempos se llamaba un adolescente sensible. Una ruina.
Una ruina de adolescente sensible.
– ¿Y el río?
– ¿Qué río?
– Cuando me has llamado para invitarme, me has dicho: he de hablarte de un extraordinario nacimiento de un río que se llama Mundo.
– Ah, sí. ¿Te parece poco? Es como si el paisaje se hubiera inspirado en Calderón. Un río que se llama Mundo.
El hombre esposado era alto, más alto que yo, pensó Carvalho. Calzará un cuarenta y tres, seguro. A resaltar el aplomo con que bajaba la escalerilla del barco, respetado por los policías que le iban delante y detrás, vacilantes, con los ojos fijos en el suelo que no pisaban. Él no miraba los escalones. Descender con seguridad las escalerillas de los barcos formaba parte de su oficio y lo había hecho durante más de veinte años. Era y estaba moreno. Tenía color de marino, nariz aguileña de marino olfateador de borrascas y puertos. A juzgar por su desenvoltura parecía llevar detenidos a los cuatro policías que le enmarcaban, nerviosos, sin manos suficientes para reclamar que el 091 se acercara a la pasarela del transbordador que les había traído desde “La Rosa de Alejandría”. Mientras el coche se acercaba, un policía le cogió por un brazo y el hombre levantó la vista como si buscara a alguien en el puerto, tal vez se fijó en Carvalho, mirón desganado recostado en un tinglado para una oculta mercancía que olía a aceite pesado, pero más bien buscaba con los ojos mar libre entre los barcos atracados, un camino para terminar su viaje imposible hacia el Bósforo y el fin del mundo. Carvalho se había educado a sí mismo para no creer en el destino. Se empieza creyendo en el destino y se termina creyendo en la propia muerte, había leído en alguna parte o tal vez lo había pensado él, por su cuenta, cuando pensaba, como si el mundo y los otros merecieran ser pensados. El hombre tragó saliva y se dejó empujar al interior del coche, luego, visto y no visto, el coche pasó junto a Carvalho y se marchó hacia la ciudad del bien y del mal, la ciudad de las comisarías y las cárceles. Carvalho se encogió de hombros y recuperó su coche para abandonar cuanto antes una ciudad que por hoy ya había dejado de interesarle.
Una historia de amor estaba a punto de terminar. Probablemente el marino empezaría a mentir para salvarse o tal vez asumiera su destino como si lo hubiera leído en los libros y se dejaría condenar con la vista vuelta hacia su intransferible memoria. Carvalho agradeció volver a casa y estar solo.
El frío húmedo del puerto se le había metido en los huesos y nada hay como una copa de orujo helado y un café caliente para que vuelvan los calores.
De la nevera sacó una pieza entera de falda de ternera, la dejó caer sobre la tabla de corte y con un cuchillo afilado la abrió por la mitad como si fuera un libro. Recortó las puntas salientes para conformar un rectángulo aproximado y golpeó la carne con el mazo del mortero para ablandarla y extender sus fibras. Como si fuera un lienzo, de derecha a izquierda fue colocando sobre la falda abierta bacon, pimiento morrón, acelgas trinchadas amalgamadas con bechamel y comino, trufa, huevo duro troceado. Desde el borde adonde se asomaba el bacon enrolló la carne como si fuera un pergamino y el rodillo se iba tragando los ingredientes hasta quedar como un inmenso rollo de carne rellena que Carvalho empaquetó con un papel de estaño doble, para meter a continuación el invento en un horno previamente caldeado. Tres cuartos de hora de horno. Luego, que se enfriara toda la noche. Al día siguiente separaría la mortaja de papel de estaño ennegrecido y brotaría un rollo de carne fría repleto de sorpresas. Se la comería a tajadas en compañía de una salsa tártara con predominio de alcaparras. La noche ya tenía sentido y sólo faltaba encender la chimenea y un condal del seis de la milagrosa caja que le había mandado desde Tenerife aquel marido desgraciado pero agradecido. Un libro le pedía ser quemado desde su condición de estorbo sentimental, y desgajó de su reino de palabra muerta “Poeta en Nueva York” para llevarlo al holocausto.
Última gracia, abrió el libro por una página que había conservado durante años la distancia con las otras páginas, memoria de una predilección.
“Luna y panorama de los insectos.” Al pie de la hoguera los versos le golpearon como el grito de un inocente.
“Pero la noche es interminable cuando se apoya en los enfermos y hay barcos que buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos.”
Volvió sobre sus pasos y depositó el libro donde había estado desde que decidió convertir su biblioteca en una galería de condenados a muerte.