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– ¿Ha ido usted a un concierto de calypsos? He visto que sacaba el ticket para la cena de fin de año. La cena del Holiday Inn es casi tan elegante como la del Hilton. Pero no se pierda el ambiente de la ciudad y los ensayos de calypsos para el Carnaval.

“Con los yanquis de la Trinidad las muchachas se han quedado turulatas.

Son tan amables, dicen ellas, pagan tan bien a las feas y a las guapas, beben ron y coca-cola, van a Point Cumama.

Tanto la madre como la hija quieren “trabajar” por unos dólares”.

Le guiñó el ojo el hindú después de canturrearle el calipso más famoso de toda la Historia del Calypso.

– El calypso es la canción más hermosa de todo el Caribe y es muy antiguo, más antiguo que el rock.

Canturreaba el hindú calypsos monótonos como la continuada cerrazón del cielo.

– El embalse de agua.

Avisó el taxista, como cada mañana, como si Ginés conservara los ojos del primer día ante aquel estanque cotidianamente repetido cuando iba en busca de las migajas de sol de Maracas Bay. El aviso de desprendimientos se convertía en realidades de arbustos vencidos sobre la carretera, piedras diríase que blandas desgajadas del alma inconsistente del suelo de la selva. De vez en cuando, Ginés se alzaba para otear el cielo por si continuaba allí la esquina despejada del noreste. El filtro gris parecía respetar aquella ventana a la luz y el calor, pero las nubes persistían inmediatas como una amenaza total, como un ejército concentrado en la frontera, a punto para invadir la única nación hermosa y libre que quedara en el mundo. De pronto se acentuó la claridad ambiental y un rayo de sol le bañó el rostro con un calor rubio. Excitado por la promesa se enderezó en el momento en que el coche culminaba un cambio de rasante y aparecían majestuosas, abajo y a lo lejos, las bahías espumeantes por el rodillo del tozudo oleaje.

– Mucho viento. Al menos tiene una velocidad de sesenta kilómetros por hora.

El conductor volvió el rostro de gordo gitano hepático hacia su cliente.

– Entiende de vientos. ¿Tiene un yate?

– Soy marino.

– ¡Marino! -exclamó el hindú con entusiasmo-. Nunca he salido de Trinidad. Ni siquiera he ido a Tobago.

Pero de joven me habría gustado ser marino para recorrer el canal de Panamá. Hay un barco que va desde Vancouver hasta Jamaica pasando por el canal de Panamá. ¿Es usted marino en ese barco?

– El mundo está lleno de barcos.

– Ya sé, ya sé.

– Mi barco es como una fábrica.

Aprietas un botón y te vas al norte.

Aprietas otro botón y te vas al sur.

– Con el tiempo harán taxis sin taxistas.

La melancólica observación quedaba contrastada por el frágil esplendor de la naturaleza iluminada en Maracas Bay. El coche aparcó junto a los cobertizos de los vestuarios y duchas.

– Aproveche el sol y no se preocupe por mí. Yo esperaré cuanto haga falta.

Con la urgencia de un animal nocturno al que se le escapa el sol, Ginés saltó del vehículo y se fue hacia la mesa de recepción de los vestuarios. Una mujer hindú le entregó un ticket y le mostró el alineamiento de los pequeños armarios donde guardar la ropa. Primero se desvistió entre la húmeda penumbra de unas habitaciones de madera entristecida por la eterna sombra a la que le condenaban las altas palmeras y la corrosión de una humedad goteante en las duchas, perlada aquí y allá en gotas de agua que parecían vivir y reproducirse.

Salió del vestuario, metió precipitadamente ropa y zapatos revueltos en el armario y corrió hacia el mar, que iba y venía como una rugiente marea de añil y blanco. Tres jóvenes negros lentos se subieron a garitas de madera y palmas, desde donde contemplaban las evoluciones de los bañistas, en este caso del único bañista que avanzaba a bofetadas contra el odio de las aguas.

Sabios cuerpos adaptados a la garita-jaula, los ojos vigilaban la distancia del nadador con respecto a las perpendiculares de los hoyos y los remolinos. Clavados en la arena, los carteles avisaban las zonas prohibidas, pero la fuerza de las aguas acercaban una y otra vez al único bañista a las perpendiculares fatídicas. Entonces los cuerpos jóvenes e indolentes recuperaban una razón de estar, un pito plateado de guardias de tráfico aparecía entre los labios inmensos y los pitidos se encaramaban sobre el fragor del mar para advertir al nadador. Ginés comprendía la advertencia y pugnaba por alejarse de la tentación de muerte. Braceaba ciego contra el mar irritado, reía hasta el gemido cuando golpeaba con los puños cerrados la cara babosa de las olas más altas.

Burlonas de su fuerza, le despegaban de la moviente consistencia del suelo de arena y conchas blancas, le alzaban con fingida suavidad y le atraían mar adentro o le desplazaban en diagonal, como si quieran empujarle hacia los sumideros de la muerte. Buscó una zona donde el mar llegara debilitado, para recuperar aliento y la seguridad del pie firme. Pero al levantar los ojos comprobó que el cielo azul había perdido la batalla contra las nubes y todo el mundo, él mismo quedaba a cubierto de un toldo gris desesperante.

Y además, sonó el trueno como un aviso que llega desde el oeste convertido casi sin tregua en una lluvia caliente, primero blanda, luego furiosa, como hilos de piedra que quisieran clavarle, ensimismarle en su batalla perdida contra los elementos. Quedarse allí con agua hasta el pecho, con el diluvio sobre la cabeza, confundidas las aguas del cielo con las lágrimas que salían de sus ojos a borbotones, con los congojos cada vez más incontrolables. A través de las cortinas de lluvia y lágrimas, el mar era una opción: o avanzar hacia las definitivas profundidades y hundir para siempre la piedra oscura que le ocupaba el cerebro o regresar a la playa para recuperar la penumbra de una fuga frustrada. Y sin embargo, el tibio mar en el que estaba inmerso le prestaba un calor de abrigo, como una manta, un cuerpo de mujer o la sensación de estar en casa un día de otoño, la lluvia más allá de los cristales.

Desde algún lugar donde habita el recuerdo fue creciendo el rostro de la mujer hasta coincidir con la dimensión de su propia cabeza y luego desbordarla y hacerse un horizonte total de rasgos diluidos por las aguas.

– Encarna -musitó y se echó a llorar definitivamente, como si hubiera asumido de repente estar perdido en una ciudad sumergida.

– Si me hubiera dejado a mí, jefe, le habría salido todo mucho más barato.

Carvalho acababa de entrar en su despacho, tenía frío en los huesos y una cierta sensación de haberse equivocado de día o de año. La voz de Biscuter le parecía un paisaje sonoro sin interés y tardó en darse cuenta de que insistía.

– Y no me diga que un día es un día, pero lo habríamos podido celebrar en su casa de Vallvidrera o aquí. Yo tengo unas velas que compré en las rebajas de la cerería de la calle del Bisbe. Todo más íntimo, más personal, no sé.

– ¿Qué hay que celebrar?

– Jefe, vaya despiste. Es fin de año y han telefoneado desde La Odisea. Nos reservan la mesa.

– Fin de año.

– Mesa para tres: usted, la señorita Charo y yo. Me tendré que poner corbata.

– A ti te encanta ponerte corbata.

– A mí la corbata me sienta como la cuerda a un ahorcado. Fíjese qué cuello tengo.

En efecto, parecía el cuello cuidadosamente estrangulado por un verdugo insistente y lento.

– Además compré unas velas que matan los mosquitos.

– Aquí no hay mosquitos.

– Por si acaso. Estaban muy bien de precio. Lo del restaurante, jefe.

No me convence. Será carísimo y nos darán cuatro porquerías.

– La Odisea es un restaurante serio. El dueño es poeta.

– Pues vaya. Con el hambre que pasan los poetas.

Carvalho repasó las llamadas telefónicas anotadas por Biscuter.

– ¿Quién es este Gálvez?

– Me ha dicho que es periodista, que se ha visto metido en muchos líos policíacos, que le secuestraron los de ETA por no sé qué líos de Sofico y que quiere contarle toda la verdad sobre el canal de Panamá.

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