– ¿La rosa de Alejandría es blanca?
– Ahí comienza otro misterio. No.
No es blanca. Se supone que la rosa de Alejandría es la también conocida como rosa de Damasco, porque llegó de Asia oriental a través de Oriente Medio y, según una canción popular española, que se remonta a muchos siglos atrás, la rosa de Alejandría es colorada de noche, blanca de día.
Yo les cantaría la canción pero tengo muy mala voz, desafino mucho.
Las manos se precipitaron a las bocas para impedir las risas. Sólo Ginés asistía al discurso del capitán como tratando de recibir una clave oculta.
– Fíjense. Colorada de noche, blanca de día. Lo antitético. La rosa blanca en cambio es el sentido de la perfección, el círculo cerrado, el ensimismamiento de la belleza en los mandalas.
El capitán hablaba para sí o dirigía fugaces miradas a los libros que respaldan sus palabras, una muralla de libros apilados los unos sobre los otros en una de las paredes del camarote, y sus manos parecían querer acudir hacia ellos en demanda de ayuda o ratificación.
– Pero tal vez hablar del mandala es extremar la cosa. A ustedes el mandala y su relación con los rosetones de las catedrales y con la orla de Cristo, de eso, nada, ¿verdad?
– Casi nada.
– Sigamos con la misteriosa rosa de Alejandría que aparece en distintas canciones populares españolas y de distinto lugar de España. La hay en Asturias, la más conocida, pero también en Castilla o Extremadura. Tal vez la llevaron los pastores trashumantes. Sigamos con la rosa de Alejandría o de Damasco, ¿saben que es una rosa que estuvo durante algún tiempo perdida? Es la tercera de las tres grandes rosas de la antigüedad.
Las otras dos son la centifolia o muscosa y la gállica o rosal castellano. La de Alejandría también fue llamada rosa damascena o de Damasco.
La trajeron los griegos hasta Marsella, Cartagena o Paestum y se apropiaron de ella los romanos, aunque según se dice su origen remoto es nada menos que el sudeste asiático. Maravillaba a los romanos porque florecía dos veces al año y por eso la llamaban “rosa bifera”, como la lengua de las serpientes. Rosa de las cuatro estaciones, la llamaban los españoles antiguos. Pues bien, esa rosa ubicada básicamente en la Italia romana fue arrasada por la lava del Vesubio y sólo los árabes conservaron su cultivo, hasta que en el siglo XVI volvió a Occidente, probablemente a través de España.
– ¿Y es colorada de noche, blanca de día?
– La rosa de Alejandría simbólica sí, porque la canción popular es sabia y la recoge simbólicamente. La rosa de Alejandría o de Damasco real no, al menos la que ha llegado hasta nosotros. Hay una variante versicolor, roja con rayas blancas, conocida también como “Rosa de York y Lancaster”, pero se trata más bien de una broma histórica inglesa. Piensen por un momento en el poeta popular que recogió el símbolo del doble color en una misma rosa, la doble personalidad y en relación con una mujer, con una mujer precisamente. Ahora que no nos oye ninguna, en toda mujer está la Bella y la Bestia, el amor y el odio, la pureza y la lascivia.
– Yo las he conocido diferentes.
Tal vez he tenido mala suerte.
Parpadeaba el capitán ante la intromisión de Juan Basora.
– ¿Cómo han sido las mujeres que ha conocido?
– Buenas chicas, normales, con ratos buenos y ratos malos, como yo, como todos.
– Ha tenido usted mucha suerte.
El capitán daba la audiencia por terminada, porque se dirigió hacia la desordenada biblioteca como si fuera urgente encontrar un libro escondido.
Iban a salir los oficiales, cuando Tourón les tendió una mano.
– Por favor, usted, Ginés, quédese.
– Ya te ha tocao, macho. Que seas muy feliz.
– A ver qué te canta.
– Valor.
Se lo decían en voz casi inaudible y a Ginés no le quedaban ganas de rechazarles, porque la situación le apabullaba, tenía la cabeza cargada, llena de mar, de silbidos del teléfono, de las voces idiotas del capitán y se sentía ahora empapado por una viscosa complicidad que provenía de Tourón como un hedor.
– A usted le interesaba la historia. Lo he notado. No son horas, porque el día ha sido especialmente cansado, pero otro día hablaremos. El sentido oculto de las cosas es el único sentido interesante. De las cosas y de las conductas. Las apariencias siempre engañan. Y cuanto más dependa de la apariencia algo existente, más engañará. Por eso las mujeres son imprevisibles. Imprevisibles para nosotros. Pero ellas lo tienen todo perfectamente calculado.
Son rastreras cuando necesitan ser rastreras. Un día hablaremos de todo eso y del porqué de su marcha, de su desaparición durante varias semanas.
Hice ver que me daba por satisfecho con las explicaciones de Germán, pero no soy tonto.
Le esperaban los otros en el camarote de Germán. Estaban impacientes por saber las palabras finales del oráculo, como le llamaba Basora, fascinado por el alarde de erudición de la Bella y la Bestia.
– A partir de ahora le llamaremos todos la Bella y la Bestia.
Ginés dio una excusa para despedirse. Se metió en el camarote y cerró por dentro. Luego pensó en la estupidez del pasador y fue a retirarlo, pero se contuvo porque, a pesar del aislamiento de “La Rosa de Alejandría”, en plena corriente del Golfo, empujado ya por los vientos del oeste hacia las Azores, los visitantes podían no ser de carne y hueso, sino los fantasmas que trataba de ni siquiera nombrar, en una larga lucha contra las palabras que temía oírse a sí mismo. O el visitante podía ser Tourón.
La serranía le acompañó hasta el límite de la provincia de Murcia, hasta las puertas de Moratalla. La carretera había discurrido esquivando las estribaciones de las sierras y salvado el obstáculo de la sierra del Cerezo, aparecía el paisaje murciano desarbolado y gris hasta Lorca, donde le constaba que había un buen restaurante, Los Naranjos. Allí acudió previo diálogo asesorante con el dueño de una gasolinera.
– No se come mal, no. ¿Pero ha probado usted la cocina de doña Mariquita, en Totana?
– No puedo desviarme.
– Cada cual conoce su prisa. Pero si alguna vez pasa por Totana no lo olvide.
Los Naranjos era un restaurante de viajeros y para bienpudientes o enterados de la comarca, en busca de sus platos de verduras y pescados, a poca distancia la huerta y el mar, y entre ellos un arroz de verduras y pollo y un mero a la murciana que Carvalho pidió tras repasar la carta y sin dejarse desmoralizar por la curiosa manera en que aparecía escrito “vishishua”, ex sopa fría convertida en enigmático nombre de deidad oscura.
El arroz estaba en el menú pero no en la carta. Carvalho se empeñó en probarlo y era un arroz apetitoso, de tierra adentro, con berenjena frita incluida, elemento que Carvalho jamás había relacionado con el arroz hasta aquel momento y que no desentonaba.
Pidió Carvalho vinos autonómicos y se le ofreció un excelente Carrascalejo que ya conocía desde los tiempos de sus periódicas escapadas hacia el mar Menor, en cuanto a Barcelona le llegaba el presentimiento del aroma de la flor de azar y el cuerpo se le ponía ávido de sur. Pero ahora viajaba con la precisión de un viajante, con un ojo puesto en las dietas y el otro en el reloj que luchaba contra el inmediato atardecer. Quería llegar a Águilas con luz de día y no conocía la carretera.
– No es mala. Es la que coge todo el mundo para ir hasta Águilas. La que no se acaba nunca es la que baja desde Cartagena y Mazarrón, por la sierra del Cantal. Eso es morirse de tanta curva.
Cambió el paisaje de transición en el cruce con la carretera de Mazarrón. A partir de Los Estrechos apareció el esplendor geológico de tierras cabileñas o al menos como la imaginación ha sido educada para evocar un África de rocas erosionadas por un óxido profundo. Y, de pronto, vaguadas con palmerales o, a contraluz, la palmera solitaria en un altozano de crocanti, posando contra el sol poniente y kilómetros y kilómetros de tomateras protegidas por un manto de plástico largo y ancho como la Rambla del Charcón. Aquí y allá, el capricho de la tierra conformando formas vaciadoras de un aire ya salino, capricho de fantasmales protuberancias, como monumentos a males ocultos de una tierra vencida por el tiempo y, tras una curva, la triple luna de ensenadas y los lomos blancos de una ciudad pegada al nivel de los mares.