– Este tío ahora se va con el cuento a la vieja y a pedir comisión.
– Que no se va con el cuento y que además ya todo está casi hecho. La boda es pasado mañana, amigo, y si quiere quedarse para disfrutar el festejo está invitado.
– ¿De qué festejo habla, padre?
– Del que celebraremos nosotros, en familia, pero con la alegría que nos merecemos.
Abrió la marcha el animero al despedido huésped y pasaron ante el hijo manoseador de escopeta que no despedía a su gusto al forastero. Pero la autoridad del padre fue suficiente.
Ganaron el patio cuya armonía se había impregnado a los ojos de Carvalho de la sordidez de la historia. Iba el viejo alegre y canturreaba.
– Tenía usted que haberme visto hace un mes cuando estaba en su apogeo lo de las Ánimas. Yo no soy de aquí, pero como si lo fuera. Me sé oraciones y canciones que ya nadie sabe. ¿A que es hermosa?
Era hermosa, según el animero, la línea profunda del cielo sobre la sierra de Alcaraz, a la izquierda el recuperado ruido bronco del agua recién nacida del río Mundo, y en una perspectiva de abismo, las laderas con los pinos, como si corrieran a tumba abierta hacia el valle del río.
“Atravesaron siete sierras un río y una montaña y encontraron la cordera que estaba ya degollada.
Se la trajeron al amo para el día de la Pascua”.
Había recitado el viejo con los ojos diríase que fijos más allá de las cumbres.
– Es un viejo romance de la sierra de Alcaraz, y a usted le pasa algo parecido. Hay que buscar a la cordera cuando está con vida, no cuando ya está degollada. El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
Ni se volvió Carvalho para despedirse del jefe de aquel clan de carroñeros. Tal vez valía la pena asegurar el inmediato porvenir de un hijo de puta de diez años, y en esto pensaba cuando reapareció la alcaldesa frotándose las manos junto al coche y dando paseos para evitar convertirse en carámbano. Se disculpó Carvalho por el retraso y dio alguna explicación sobre el mal estado del señor de la casa y sobre la noticia de la inminente boda con la hija del animero.
– Bien se lo habrá procurado ese tío siniestro. Lo convirtieron en institución cuatro caciques y ahora nadie lo puede ver. Lo de los animeros era algo espontáneo, popular, como las bandas de música de mi tierra. A ése en el fondo siempre le han considerado un extranjero que se hacía necesario, aprovechándose de la miseria moral de los demás.
No era amiga la alcaldesa del animero.
– Y eso que por Molinicos ni se acerca, pero su fama ha llegado. ¿Y usted qué va a hacer? Si se queda, con mucho gusto le daremos de comer.
¿Qué iba a hacer?
– ¿Desde Elche de la Sierra hay buena carretera en dirección a Murcia?
– Hay una carretera que va a parar a Caravaca y de allí a Lorca y luego ya no sé, porque yo apenas si he salido de estas montañas. A veces lo pienso: vaya lío tu vida, que sales de Valencia para la sierra de Albacete y apenas si has visto cuatro carreteras a los años que tienes.
No eran muchos los años de la alcaldesa narradora de entusiasmos del trabajo que su marido y ella habían hecho para despertar aquellos rincones de sueño de siglos de franquismo.
– Aquí había franquismo siglos antes de que Franco mandara.
– En España ha habido franquismo casi siempre -comentó Carvalho, ganado por la entusiasmada politización de la señora alcaldesa.
La llamaban la “Catalana” porque, de niña, sus padres se la habían llevado con una hermana a Barcelona.
Volvió años después con su madre viuda y Ginés la había visto por primera vez en la Glorieta, en la cola de los helados Sirvent, con un cucurucho de vainilla entre los labios de mulata y un cuerpo tan adolescente como exacto bajo el vestido con escote, sin mangas y faldas cancán de las que brotaban dos piernas morenas, rotundas, bailarinas. Mi primo Ginés es marino, Le dijo la tontísima de Paca, y ella rió para enseñarle una dentadura que siempre conservaría en su ensueño. Eran los dientes más hermosos que había visto nunca, en juego con el blanco luminoso de los ojos rasgados. No tenía ojos para mirar de frente, se le desparramaban a diestro y siniestro al encuentro de las miradas de los muchachos veraniegos, primeras camisas de tergal, pantalones mil rayas o blancos, zapatos bicolor, blanco y corinto, blanco y negro, o de las miradas de los maduros tripudos con sombreros de paja y canotié en los sillones de mimbre bajo las palmeras de la Glorieta.
– ¿Marino? ¿Está haciendo la mili?
– Estudio náutica.
– Oh, estudia náutica.
Y la palabra náutica sonó en sus labios como algo grotescamente exótico, y había burla en la luz de sus ojos al tiempo que puntuación del muchacho que tenía delante, del primo de Paqui, que estaba como un tren, como solía decir Paqui, aunque es más soso que un higo de pala, añadía Paqui.
– Pues no es tan soso como tú dices.
La indignación de Paqui apenas si se convirtió en una mano paloma que insinuó un cachete que no llegó a su destino. Se ofreció a acompañarlas hasta el puerto y por el camino se comprometieron a ir al cine al aire libre, en la plaza de toros, “Los cinco mil dedos del doctor T”.
– Será un rollo.
– Sale un niño -defendió Paqui con entusiasmo, porque era de conocimiento público que adoraba a los niños, quería casarse y tener seis.
Pasacalle de parejas honestamente distanciadas, cada uno con las manos unidas en la espalda, sin otro erotismo que el del hablar y el olor de las algas que el mar cernía sobre la playa.
– ¿Y eso de náutica para qué sirve? -le dijo en el primer aparte, retrasada Paqui en una conversación de encuentro con la tita Dolores, besuqueadas, alborozadas, en el lance de recordarse a todos los miembros de la familia y sus hazañas de supervivencia o emigración.
– Para ser capitán de barco.
– ¿Quieres ser capitán de barco?
¿De barco de guerra?
– No. De la marina mercante.
– Ahora hay una guerra, ¿no?
– Sí. En Egipto. Han desembarcado los franceses y los ingleses.
– ¿Y no es mejor ser marino de guerra?
– Tampoco hay tantas guerras.
– Eso es verdad.
Pero no le importaba la verdad o la mentira de las guerras. Le importaba la turbación de Ginés por su simple compañía, por el leve calor que le llegaba en las aproximaciones del cuerpo balanceado por la desidia de un caminar sin ton ni son, sin más objetivo aparente que las últimas casas junto a la playa y el bosquecillo de eucaliptos, diríase que tan oxidado como las herrerías cercanas a la estación. No llegaron ni al linde de la arboleda. Volvió sobre sus pasos Encarna con una súbita seriedad de virgen reñida con los bosques, que quería comunicar a su acompañante toda la secreta virtud de sus intenciones.
Cerró los ojos Ginés y fue cómplice de la gravedad de lo no dicho, de la consagración a la pureza que Encarna había practicado por el simple hecho de dar la espalda a un bosque claro pero solitario.
– ¿Vendrás al cine?
– Es para niños.
– ¿Qué se puede hacer de noche?
Luego yo iré al baile con mi madre, pero no me quedaré hasta muy tarde.
Mañana entro a las seis en la fábrica.
Las sillas de tijeras del improvisado cine de verano de la plaza de toros de Águilas se clavaban en los cuerpos en proporción directa a cómo se clavaba el tedio por una película sosa, sosísima, adjetivaba el público entre bostezos y cabezadas. Encarna se había puesto una rebeca azul por el relente y parecía más frágil acurrucada junto a su madre dormitante y al otro lado Paqui, haciendo chistes fáciles sobre la lentitud de la película. Ginés estaba excitado tratando de mirar sin acosar la silueta cálida y anochecida de una Encarna tierna por el frescor y la protección de su madre. A pesar de la oscuridad relativizada por un cielo estrellado, una luminosidad particular resaltaba el cuerpo de Encarna, como si fuera la única presencia viva en el recinto, y tras ella se fue, cuando las tres mujeres se pusieron de pie y Paqui dirigió una mirada intencionada hacia su primo, que parecía tan indiferente como distante. Se puso en pie para no perder ni un segundo la estela de Encarna y se adelantó a la taquilla para ofrecerles una invitación al baile que la madre de Encarna rechazó tres veces antes de aceptarla, según mandaba el protocolo de la buena crianza.