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Bajo los efectos de una infelicidad autodestructiva, los tres discípulos habían empezado a beber, y a causa de la falta de familiaridad con el alcohol, pronto estuvieron no ya intoxicados, sino embrutecidos. Estaban en una plazuela y empezaron a insultar a los transeúntes y, al cabo de un rato, Khalid, el aguador, empezó a blandir el pellejo de agua, jactancioso. Él podía destruir la ciudad, él llevaba el arma definitiva. El agua: el agua limpiaría la inmunda Jahilia, la disolvería para que pudiera empezarse de nuevo con la blanca arena purificada. Fue entonces cuando los hombres-león empezaron a perseguirlos y, después de larga carrera, los acorralaron, haciendo que, del miedo, se les pasara la borrachera, y los perseguidos estaban mirando las máscaras rojas de la muerte cuando, al punto, llegó Hamza.

… Gibreel planea sobre la ciudad contemplando la pelea. Ésta, una vez entra en escena Hamza, acaba pronto. Dos atacantes enmascarados huyen, otros dos yacen muertos. Bilal, Khalid y Salman han sido heridos, pero no de gravedad. Más grave que sus heridas es la visión que se esconde detrás de las máscaras de león de los muertos. «Los hermanos de Hind -dice Hamza-. Ahora sí que todo acabará para nosotros.»

Matadores de Mantícoras y terroristas del agua: los seguidores de Mahound se sientan a llorar a la sombra de la muralla de la ciudad.

* * *

Y, en cuanto a él, Profeta Mensajero Comerciante: ahora tiene los ojos abiertos. Pasea por el patio interior de su casa, de la casa de su esposa, pero a ella no quiere entrar a verla. Ella tiene casi setenta años y ahora se siente más madre que. Ella era rica y hace mucho tiempo lo contrató para que se encargara de sus caravanas. Sus dotes de administrador en seguida le gustaron y, después de un tiempo, los dos se enamoraron. No es fácil ser una mujer brillante y próspera en una ciudad en la que los dioses son femeninos pero las mujeres son simple mercancía. Los hombres, o la temían o la creían tan fuerte que no necesitaba su consideración. Él no la temía y parecía poseer la firmeza que ella necesitaba. A su vez, él, el huérfano, halló en ella muchas mujeres en una sola: madre hermana amante sibila amiga. Cuando él mismo temía estar loco, ella creyó en sus visiones: «Es el arcángel -le dijo-; no es una ilusión de tu cabeza. Él es Gibreel y tú eres el Mensajero de Dios.»

Él no puede ni quiere verla ahora. Ella le observa desde una ventana con celosía de piedra. Él no puede dejar de pasear, camina por el patio en una secuencia casual de geometría inconsciente. Sus pasos dibujan una serie de elipses, trapecios, rombos, óvalos y circunferencias. Y, mientras, ella lo recuerda al volver de las caravanas, lleno de historias oídas en los oasis de la ruta. Como la de Isa, profeta, hijo de una mujer llamada Maryam, no engendrada por varón y nacido bajo una palmera del desierto. Historias que hacían que sus ojos brillaran y luego se perdieran en la lejanía. Ella recuerda su excitabilidad: el apasionamiento con que él discutía, toda la noche si era necesario, afirmando que los viejos tiempos nómadas eran mejores que esta ciudad de oro, en la que la gente abandonaba a sus hijas en el desierto. En las tribus de antaño, hasta las huérfanas más pobres eran amparadas. Dios está en el desierto, decía, no aquí, en este aborto de ciudad. Y ella respondía: Nadie te lo discute, amor, es tarde y mañana hay que hacer las cuentas.

Ella tiene el oído fino, ya está enterada de lo que él ha dicho de Lat, Uzza y Manat. ¿Y qué? En los viejos tiempos, él quería proteger a las niñas de Jahilia; ¿por qué no había de tomar bajo su tutela también a las hijas de Alá? Pero, después de hacerse esta pregunta, ella sacude la cabeza y se apoya pesadamente en la fría pared, al lado de la ventana con celosía de piedra. Mientras, abajo, su marido pasea en pentágonos, paralelogramos, estrellas de seis puntas y, después, en formas abstractas y cada vez más laberínticas, para las que no hay nombre, como si fuera incapaz de encontrar una línea simple.

Pero cuando, a los pocos momentos, mira al patio, él ya se ha ido.

* * *

El Profeta despierta entre sábanas de seda, con un dolor como si le estallara la cabeza, en una habitación que nunca ha visto. Fuera de la ventana, el sol está cerca de su furibundo cenit y, perfilándose sobre la blancura, hay una figura alta, con una capa negra, con capucha, que canta suavemente con voz fuerte y grave. La canción es la que entonan a coro las mujeres de Jahilia acompañándose de tambores, cuando despiden a los hombres que van a la guerra.

Avanzad y nosotras os abrazaremos,
abrazaremos, abrazaremos.
Avanzad y os abrazaremos
y extenderemos suaves alfombras.
Retroceded y nosotras os dejaremos,
dejaremos, dejaremos.
Retroceded y no os querremos
en el lecho del amor.

Él reconoce la voz de Hind, se incorpora y se encuentra desnudo bajo la sábana cremosa. Él le grita: «¿Fui atacado?» Hind se vuelve a mirarle con su sonrisa de Hind: «¿Atacado?» le imita y da unas palmadas para pedir el desayuno. Entran criados que traen, sirven, retiran y desaparecen. Han puesto a Mahound una bata de seda negra y oro; Hind desvía la mirada con exagerada modestia. «Mi cabeza -dice él-. ¿Fui golpeado?» Ella está en la ventana, con la cabeza inclinada, fingiendo recato. «Oh, Mensajero, Mensajero -dice, burlona-. No eres galante, Mensajero. ¿No podrías haber venido a mis habitaciones conscientemente, por tu propia voluntad? No; claro que no, yo te inspiro aversión, seguro.» Él no le sigue el juego. «¿Estoy prisionero?», pregunta. Y, nuevamente, ella se ríe. «No seas necio -entonces, encogiéndose de hombros, se ablanda-. Esta noche, yo paseaba por las calles de la ciudad, enmascarada, para ver los festejos, y ¿con qué crees que tropecé sino con tu cuerpo inconsciente? ¡Como un borracho en el arroyo, Mahound! Yo envié a mis criados en busca de una litera y te traje a casa. Di gracias.»

«Gracias.»

«No creo que te reconocieran -dice ella-. O quizás estarías muerto. Ya sabes cómo estaba anoche la ciudad. La gente pierde la mesura. Mis propios hermanos todavía no han vuelto a casa.

Él recuerda ahora su angustiado y frenético paseo por la ciudad corrompida, contemplando las almas que supuestamente había salvado, mirando las efigies de simurgh, las máscaras de diablo, los behemoths y los hipogrifos. La fatiga de aquel día larguísimo, en el que bajó del monte Cone, se encaminó a la ciudad, sufrió la angustia de los acontecimientos en la tienda de la poesía -y, después, la cólera de los discípulos, la duda-, todo ello le había abrumado. «Me desmayé», recuerda.

Ella se aproxima y se sienta en la cama, cerca de él, extiende un dedo, encuentra la abertura de la bata y le acaricia el pecho. «Te desmayaste -murmura-. Eso es debilidad, Mahound. ¿Es que te vuelves débil?»

Antes de que él pueda responder, Hind le pone sobre los labios el dedo con el que le acariciara. «No digas nada, Mahound. Yo soy la esposa del Grande y ninguno de nosotros es amigo tuyo. Pero mi marido es débil. En Jahilia creen que es astuto, pero yo sé que no. Él sabe que yo tengo amantes y no hace nada, porque los templos están bajo el cuidado de mi familia. El de Lat, el de Uzza y el de Manat. Las… ¿puedo llamarlas mezquitas?, de tus nuevos ángeles.» Ella toma cubitos de melón de una fuente y trata de dárselos en la boca. Él no consiente y los coge con la mano y come. Ella prosigue: «El último de mis amantes fue el joven Baal. -Ve la cólera en su cara-. Sí -dice, satisfecha-. Ya sabía que te gustaba. Pero él no importa. Ni él ni Abu Simbel son iguales a ti. Yo lo soy.»

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