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«Mr. Jamshed Joshi -entonó Anahita Safyan imitando un elegante acento inglés-. Se ruega a Mr. Joshi que acuda al aparato. Tiene una llamada personal.»

El padre, al ver la alegría que estallaba en la cara de Jumpy, dijo en voz baja a su mujer: «Señora, la voz que este chico está deseando oír no es interior de ninguna de las maneras.»

* * *

Lo imposible se produjo entre Pamela y Jamshed después de q«e estuvieran siete días en la cama amándose con inagotable entusiasmo, infinita ternura y una frescura de espíritu que cualquiera hubiera podido pensar que acababan de inventar el procedimiento. Siete días estuvieron desnudos con la calefacción a tope, fingiendo ser amantes tropicales, en un país cálido y luminoso del Sur. Jamshed, que siempre había sido patoso con las mujeres, dijo a Pamela que no se había sentido tan maravillosamente desde el día en que, a los dieciocho años, por fin aprendió a ir en bicicleta. Apenas lo hubo dicho temió haberlo estropeado todo, que esta comparación del gran amor de su vida con la vieja bicicleta de sus días de estudiante sería tomada por el insulto que era indiscutiblemente; pero no tenía por qué preocuparse, porque Pamela le besó en los labios y le dio las gracias por haberle dicho lo más hermoso que un hombre podía decir a una mujer. En aquel momento, él comprendió que nunca podría hacer nada malo y, por primera vez en su vida, empezó a sentirse verdaderamente seguro, seguro como una casa, seguro como un ser humano que es amado: y lo mismo le ocurrió a Pamela Chamcha.

A la séptima noche, el ruido inconfundible de alguien que trataba de entrar por la fuerza en la casa los despertó de un plácido sueño. «Debajo de la cama tengo un palo de hockey», susurró Pamela, aterrorizada. «Dámelo», respondió Jumpy, no menos asustado. «Bajo contigo», dijo Pamela con voz quebrada, y Jumpy tartamudeó: «Oh, no, no.» Al fin, bajaron los dos, cada uno con una de las vaporosas négligés de Pamela, cada uno con una mano en el palo de hockey que ninguno de los dos se atrevería a usar. Y si es un hombre con una escopeta, pensaba Pamela, que me dice: Vuelva arriba… Llegaron al pie de la escalera. Alguien encendió las luces.

Pamela y Jumpy chillaron al unísono, dejaron caer el palo y corrieron escaleras arriba con toda la rapidez de que eran capaces; mientras abajo, en el vestíbulo, de pie, bien iluminada junto a la puerta de entrada con el panel de cristal que había roto para hacer girar el picaporte (Pamela, en la efervescencia de su pasión, olvidó echar los cerrojos de seguridad), había una figura que parecía salida de una pesadilla o de una película de terror de la televisión, una figura cubierta de barro, hielo y sangre, la criatura más peluda que hayan visto ustedes, con las patas y pezuñas de un macho cabrío gigante, brazos humanos y una cabeza armada de cuernos pero, por lo demás, humana, cubierta de tizne y mugre y un poco de barba. Aquella cosa imposible, sola y sin ser observada, cayó de bruces y se quedó inmóvil.

Arriba, en la habitación más alta de la casa, es decir, la «guarida» de Saladin, Mrs. Pamela Chamcha se retorcía en los brazos de su amante, llorando desconsoladamente y berreando: «No es verdad. Mi marido explotó. No hubo supervivientes. ¿Me has oído? Yo soy la viuda Chamcha y mi marido está jodidamente muerto.»

5

Mr. Gibreel Farishta, en el tren que lo llevaba a Londres fue acometido nuevamente y quién no por el temor de que Dios había decidido castigarlo por su pérdida de fe haciéndole perder el juicio. Se había sentado al lado de la ventanilla de un compartimiento de primera no fumadores, de espaldas a la máquina, porque por desgracia en el otro sitio iba sentado un individuo, y con el sombrero bien calado, hundía los puños en los bolsillos de su gabardina de forro escarlata y sentía pánico. El terror de perder la razón por una paradoja, de ser destruido por algo en lo que ya no creía que existiera, de convertirse, en su locura, en el avatar de un arcángel quimérico, era tan fuerte que le resultaba imposible contemplar siquiera durante mucho tiempo tal eventualidad; sin embargo, cómo si no podía explicar los milagros, metamorfosis y apariciones de los últimos días. «Es una elección sencilla -se decía temblando en silencio-. Es A, yo he perdido el juicio, o B, baba, alguien ha ido y cambiado las reglas.»

Pero ahora, sin embargo, estaba el refugio de aquel compartimiento del tren que, afortunadamente, no tenía nada de milagroso: los apoyabrazos estaban deshilachados, la lamparita de lectura de encima de su hombro no funcionaba, el espejo faltaba del marco, y, por si no fuera suficiente, estaba el reglamento: las pequeñas señales circulares rojas y blancas prohibiendo fumar, los rótulos que penalizaban el uso indebido de la alarma, las flechas que indicaban los puntos hasta los cuales -y no más allá- se permitía abrir las pequeñas ventanas correderas. Gibreel hizo una visita al aseo y también allí una pequeña serie de prohibiciones e instrucciones le alegraron el corazón. Cuando llegó el revisor, con la autoridad de su máquina de taladrar medias lunas en los billetes, Gibreel, tranquilizado por estas manifestaciones de la ley, empezó a animarse e inventar explicaciones racionales. Había tenido mucha suerte al escapar de la muerte, luego había sufrido una especie de delirio y ahora volvía a ser él mismo, podía esperar que, de un modo u otro, retomaría el hilo de su vieja vida, es decir, de su vieja vida nueva, la vida nueva que él planeara antes de la, hum, interrupción. Mientras el tren lo alejaba y alejaba de la zona crepuscular de su llegada y subsiguiente misterioso cautiverio, transportándolo por unas vías metálicas paralelas halagüeñamente previsibles, sintió que la atracción de la gran ciudad empezaba a ejercer su mágico efecto en él, y renació su antiguo don de esperanza, su talento para acoger el cambio, para volver la espalda a las penalidades pasadas y encarar el futuro. Bruscamente, se levantó y se dejó caer en una butaca del lado opuesto del compartimiento, volviendo la cara simbólicamente hacia Londres, aun a costa de renunciar a la ventanilla. ¿Qué le importaban a él las ventanillas? Todo lo que él deseaba ver de Londres lo tenía allí, ante los ojos de la imaginación. Pronunció su nombre en voz alta: «Alleluia.»

«Aleluya, hermano -dijo el único otro ocupante del compartimiento-. Hosanna, señor, y amén.»

* * *

«Aunque debo agregar, caballero, que mis creencias se sustraen enteramente a cualquier denominación -prosiguió el desconocido-. Si usted hubiera dicho "La-ilaha" yo le habría contestado con un rotundo "illallah".»

Gibreel comprendió que su cambio de asiento y su inadvertido enunciamiento del poco corriente nombre de Allie habían sido erróneamente interpretados por su compañero como manifestaciones de carácter social y teológico. «John Maslama -exclamó el individuo poniendo en la mano de Gibreel una tarjeta que había sacado de una maletita de piel de cocodrilo-. Personalmente, yo sigo mi propia variante de la fe universal inventada por el emperador Akbar. Dios, diría yo, es algo similar a la Música de las Esferas.»

Era evidente que Mr. Maslama reventaba de ganas de hablar y, ahora que se había destapado, no cabía sino aguantar el chaparrón hasta que agotara su sentenciosa verborrea. Puesto que el sujeto tenía complexión de campeón de lucha libre, parecía desaconsejable hacerle enfadar. Farishta descubrió en sus ojos el brillo del Verdadero Creyente, una luz que hasta hacía poco había visto todos los días en el espejo al afeitarse. «He conseguido situarme bastante bien -se jactaba Maslama con su bien modulado acento de Oxford-. Para un hombre de color, excepcionalmente bien, habida cuenta de las peregrinas circunstancias en las que estamos inmersos como sin duda reconocerá.» Con una manaza que recordaba un jamón hizo un pequeño pero elocuente movimiento indicando la opulencia de su atuendo: temo de raya fina con muy buena hechura, reloj de oro con su colgante y su cadena, zapatos italianos, corbata de seda con escudo y gemelos de orfebrería en blancos puños almidonados. Encima de esta indumentaria propia de un milord inglés había una cabeza de asombroso tamaño, cubierta de espeso y planchado pelo, dotada de cejas de increíble frondosidad debajo de las que relampagueaban los ojos feroces de los que Gibreel ya había tomado buena nota. «Muy elegante», concedió, puesto que comprendía que algo había que decir. Maslama asintió. «Yo siempre me he inclinado hacia el ornato», reconoció.

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