* * *
Dentro de la habitación, ella se sirvió un generoso whisky con soda. «Te portas como un niño -le dijo-. Vergüenza tendría que darte.»
Aquella tarde, él había recibido un paquete de su padre. Dentro había un trozo de madera y muchos billetes, no rupias, sino libras esterlinas: las cenizas, por así decir, de un nogal. Él estaba embargado de un confuso furor y, puesto que Zeenat estaba allí, la hizo blanco de él. «¿Te has creído que te quiero? -preguntó con deliberada crueldad-. ¿Te has creído que voy a quedarme por ti? Yo estoy casado.»
«Yo no quería que te quedaras por mí -dijo ella-. No sé por qué, yo lo deseaba por ti mismo.»
Hacía unos días, él había ido a ver la versión india de una obra teatral de Sartre que trataba del tema de la vergüenza. En el original, un marido sospecha que su mujer le es infiel y le tiende una trampa para sorprenderla. Él se arrodilla para mirar por el ojo de la cerradura de la puerta de la calle. Entonces siente que hay alguien detrás de él, se vuelve sin levantarse y la ve a ella, que le mira con rencor y repugnancia. El cuadro: él de rodillas y ella, mirándole desde arriba, es el arquetipo sartreano. Pero en la versión india el marido arrodillado no sentía ninguna presencia a su espalda, sino que era sorprendido por la esposa, se levantaba del suelo para enfrentarse a ella en un plano de igualdad, se defendía echando bravatas y vociferando hasta que ella se echaba a llorar, entonces la abrazaba y se reconciliaban.
«Dices que tendría que darme vergüenza -dijo Chamcha a Zeenat con amargura-. Tú, que desconoces la vergüenza. En realidad, ésta debe de ser una característica nacional. Empiezo a sospechar que los indios carecen del necesario refinamiento moral para poseer un verdadero sentido de la tragedia y, por consiguiente, son incapaces de comprender el concepto de la vergüenza.»
Zeenat Vakil terminó su whisky. «Está bien. No es preciso que digas más. -Levantó las manos-. Me rindo. Me marcho. Mr. Saladin Chamcha, yo pensé que todavía estabas vivo, por lo menos un poco, que aún respirabas, pero me equivocaba. Resulta que durante todo este tiempo has estado muerto.»
Y una última frase, antes de cruzar la puerta con los ojos lácteos. «No dejes que las personas se acerquen mucho a ti, Mr. Saladin. Les dejas cruzar tus defensas y los muy canallas te clavan un puñal en el corazón.»
Después de aquello, ya nada le retenía allí. El avión despegó y dio la vuelta sobre la ciudad. Allá abajo su padre disfrazaba de su difunta esposa a una criada. El nuevo plan circulatorio había convertido el centro de la ciudad en un gigantesco atasco. Los políticos trataban de medrar haciendo padyatras, peregrinaciones a pie por todo el país. Había pintadas que decían: Aviso a los políticos. La única salida: padyatra al infierno. O, también: a Assam.
Los actores empezaban a meterse en política: MGR, N. T. Rama Rao, Bachchan. Durga Khote denunciaba que una asociación de actores era un «frente rojo». Saladin Chamcha, en el vuelo 420, cerró los ojos; y entonces, con profundo alivio, sintió reveladores latidos y ajustes en la garganta que indicaban que su voz, espontáneamente, reasumía su carácter británico, serio y seguro.
El primer incidente inquietante que Mr. Chamcha experimentó en aquel vuelo fue reconocer entre el pasaje a la mujer de sus sueños.
4
La mujer de sus sueños era más baja y menos grácil que la de verdad, pero en el momento en que Chamcha la vio pasear tranquilamente por los pasillos del Bostan, recordó la pesadilla. Cuando Zeenat Vakil se marchó, él cayó en un sueño atormentado y tuvo un presentimiento: la visión de una mujer-bombardero con una voz de acento canadiense, casi inaudible de tan suave, profunda y melodiosa como un océano lejano. La mujer del sueño iba tan cargada de explosivos que, más que el bombardero, era la bomba; la mujer que paseaba por el pasillo tenía en brazos a un niño de pecho que parecía dormir plácidamente, un niño tan bien envuelto y tan estrechamente abrazado que Chamcha no consiguió distinguir ni un solo rizo de pelo recién nacido. Influido por el sueño, Chamcha pensó que, en realidad, el niño era un manojo de cartuchos de dinamita o alguna especie de artefacto que hacía tictac, y ya iba a gritar cuando reaccionó y se reprendió severamente. Éstas eran precisamente las tontas supersticiones que ahora dejaba atrás. Él era un hombre correcto, con el traje bien abrochado, que iba camino de Londres y de una vida ordenada y feliz. Él formaba parte del mundo real.
Saladin viajaba solo, rehuyendo a los restantes miembros de la compañía Prospero Players, esparcidos por la clase turista, con camisetas del Pato Donald, que doblaban el cuello imitando a los danzarines de natyam, llevaban saris benarsi, bebían demasiado champán barato de avión e importunaban a las desdeñosas azafatas que, por ser indias, sabían que los actores eran gente de baja estofa; en suma, comportándose con la falta de discreción propia de los cómicos. La mujer que llevaba el niño en brazos tenía para los faranduleros blancos una mirada que los convertía en volutas de humo, en espejismos, en fantasmas. Para un hombre como Saladin Chamcha no había nada tan penoso como la degradación de lo inglés por los propios ingleses. Volvió a su periódico, en el que una manifestación del «rail roko» de Bombay era dispersada por cargas de policías armados de lathis. El reportero del periódico sufrió la fractura de un brazo y su cámara fue destrozada. La policía publicó una «nota». Ni el periodista ni ninguna otra persona fue atacada intencionadamente. Chamcha cayó en sopor de avión. La ciudad de las historias perdidas, los árboles talados y los ataques no intencionados se borró de su pensamiento. Cuando volvió a abrir los ojos, tuvo la segunda sorpresa de aquel macabro viaje. Un hombre pasó por su lado camino del aseo. Llevaba barba y unas gafas baratas con cristales de color, pero Chamcha lo reconoció: allí, viajando de incógnito en la clase turista del vuelo AI-420, estaba el superstar desaparecido, la leyenda viva Gibreel Farishta en persona.
«¿Ha dormido bien?» Saladin comprendió que la pregunta iba dirigida a él, y apartó la mirada del gran actor de cine para contemplar al personaje no menos extraordinario que iba sentado a su lado, un inefable americano con gorra de béisbol, gafas de montura metálica y una camisa verde neón sobre la que se retorcían las figuras entrelazadas de dos resplandecientes dragones chinos dorados. Chamcha había eliminado al ente de su campo visual, en un intento de envolverse en un capullo de intimidad, pero la intimidad no era posible.
«Eugene Dumsday, a sus órdenes. -El hombre dragón le tendió una enorme mano colorada-. A las suyas y a las de la Guardia Cristiana.»
Chamcha, atontado por el sueño, movió la cabeza: «¿Es militar?»
«¡Ja! ¡Ja! Sí, señor, podría decirse que sí. Un humilde soldado de a pie del ejército de la Guardia Todopoderosa.» Oh, todopoderosa guardia, pues claro, haberlo dicho. «Yo, señor, soy un hombre de ciencia y mi misión, mi misión y, permítame decirlo, mi privilegio, ha sido visitar su gran nación para combatir la aberración más perniciosa que jamás haya agarrado de los huevos a la imaginación popular.»
«No sé a qué se refiere.»
Dumsday bajó la voz. «Me refiero a la caca del mono, señor. El darwinismo. La herejía evolucionista de Mr. Charles Darwin.» Su tono hacía evidente que el nombre del atormentado Darwin, obsesionado por Dios, le resultaba tan repulsivo como el de cualquier demonio de cola hendida, Belcebú, Asmodeo o el propio Lucifer. «He prevenido a sus compatriotas contra Mr. Darwin y sus obras -le confió Dumsday-. Con mi exposición asistida de cincuenta y siete diapositivas personales. Últimamente, señor mío, hablé en el banquete del Día del Entendimiento Mundial del Rotary Club de Cochin, Kerala. Hablé de mi país, de su juventud. Yo la veo perdida, señor. La juventud de América; yo veo que, en su desesperación, recurre a los narcóticos e, incluso, porque yo soy un hombre que habla claro, a las relaciones sexuales prematrimoniales. Y yo lo dije entonces y se lo digo ahora. Si yo pensara que mi tatarabuelo había sido un chimpancé yo estaría también bastante deprimido.»