Desengañémonos, era imposible que se oyeran mutuamente, y no digamos que conversaran y compitieran en el canto de esta manera. Acelerando hacia el planeta, con la atmósfera silbando alrededor, ¿cómo habían de oírse? Pero, desengañémonos nuevamente, se oían.
Se precipitaban hacia abajo y el frío invernal que les escarchaba las pestañas y amenazaba con helarles el corazón estaba a punto de despertarles de su ensueño exaltado, ya iban a percatarse del milagro del canto, de la lluvia de extremidades y de niños de la que ellos formaban parte y del horrible destino que subía a su encuentro cuando, empapándose y congelándose instantáneamente, se sumergieron en la ebullición glacial de las nubes.
Se hallaban en lo que parecía ser un largo túnel vertical. Chamcha, atildado, envarado y todavía cabeza abajo, vio cómo Gibreel Farishta, con su camisa sport color púrpura, nadaba hacia él por aquel embudo con paredes de nube, y quiso gritar: «No te acerques, aléjate de mí», pero algo se lo impidió, un agudo cosquilleo que se iniciaba en sus intestinos, de manera que, en lugar de proferir palabras hostiles, abrió los brazos y Farishta nadó hacia ellos y quedaron abrazados cabeza con pie, y la fuerza de la colisión les hizo voltear y caer haciendo molinetes por el agujero que conducía al País de las Maravillas. Mientras se abrían paso, surgieron de la blancura una sucesión de formas nebulosas, en metamorfosis incesante de dioses en toros, mujeres en arañas y hombres en lobos. Nubes-criaturas híbridas se precipitaban hacia ellos, flores gigantes con pechos humanos colgadas de tallos carnosos, gatos alados y centauros, y Chamcha, en su aturdimiento, tenía la impresión de que también él había adquirido calidad nebulosa y metamórfica, híbrida, como si estuviera convirtiéndose en la persona cuya cabeza estaba inserta entre sus piernas y cuyas piernas se enlazaban alrededor de su largo y estirado cuello.
Aquella persona, empero, no tenía tiempo para tales fantasías; es más, era incapaz de entregarse al más nimio fantaseo. Y es que acababa de ver emerger del remolino de las nubes la figura de una seductora mujer de cierta edad, con sari de brocado verde y oro, brillante en la nariz y moño alto bien defendido por la laca de los embates del viento de las alturas, que viajaba cómodamente sentada en alfombra voladora. «Rekha Merchant -saludó Gibreel-, ¿acaso no has podido encontrar el camino del cielo?» ¡Impertinentes palabras para ser dichas a una muerta! Pero, en descargo del osado, puede aducirse su condición traumatizada y vertiginosa… Chamcha, agarrado a sus piernas, profirió una interrogación de perplejidad: «¿Qué diablos?»
«¿Tú no la ves? -gritó Gibreel-. ¿No ves su recondenada alfombra de Bokhara?»
No, no, Gibbo, susurró en sus oídos la voz de la mujer; no esperes que él confirme. Yo soy única y estrictamente para tus ojos, excremento de cerdo, mi bien. Con la muerte llega la sinceridad, amor, y ahora puedo llamarte por tu nombre.
La nebulosa Rekha murmuraba agrias trivialidades, pero Gibreel gritó otra vez a Chamcha: «Compa, ¿la ves o no la ves?»
Saladin Chamcha no veía, ni oía, ni decía nada. Gibreel se encaró con ella solo. «No debiste hacerlo -la reprendió-. No, señora. Es un pecado. Una enormidad.»
Oh, y ahora me riñes, rió ella. Ahora tú eres el que se da aires de moralidad, qué risa. Tú me dejaste, le recordó su voz al oído, como si le mordisqueara el lóbulo de la oreja. Fuiste tú, luna de mis delicias, el que se escondió en una nube. Y yo me quedé a oscuras, ciega, perdida por amor.
Él empezaba a tener miedo. «¿Qué quieres? No; no me lo digas, sólo márchate.»
Cuando estuviste enfermo, yo no podía ir a verte, por el escándalo; tú sabías que no podía, que me mantenía apartada por tu bien, pero después me castigaste, lo utilizaste de pretexto para marcharte, de nube para esconderte. Eso, y también a ella, la mujer de los hielos. Canalla. Ahora que estoy muerta he olvidado cómo se perdona. Yo te maldigo, mi Gibreel, que tu vida sea un infierno. Un infierno, porque ahí me mandaste, maldito seas, y de ahí viniste, demonio, y ahí vas, imbécil, que te aproveche la jodida zambullida. La maldición de Rekha y, después, unos versos en una lengua que él no entendía, secos y sibilantes, en los que repetidamente creyó distinguir, o tal vez no, el nombre de Al-Lat.
Gibreel se apretó contra Chamcha y salieron de las nubes.
La velocidad, la sensación de velocidad volvió, silbando su nota escalofriante. El techo de nubes voló hacia lo alto, el suelo de agua se acercó y ellos abrieron los ojos. Un grito, el mismo grito que aleteaba en su vientre cuando Gibreel nadaba por el cielo, escapó de labios de Chamcha; un rayo de sol taladró su boca abierta liberándolo. Pero Chamcha y Farishta, que habían caído a través de las transformaciones de las nubes, también tenían contorno vago y difuso, y cuando la luz del sol dio en Chamcha, liberó algo más que un grito.
«Vuela -gritó Chamcha a Gibreel-. Echa a volar, ya.» Y, sin saber la razón, agregó lada orden: «Y canta.»
¿Cómo llega al mundo lo nuevo? ¿Cómo nace?
¿De qué fusiones, transubstanciaciones y conjunciones se forma?
¿Cómo sobrevive, siendo como es tan extremo y peligroso? ¿Qué compromisos, qué pactos, qué traiciones a su íntima naturaleza tiene que hacer para contener a la panda de demoledores, al ángel exterminador, a la guillotina?
¿Es siempre caída el nacimiento?
¿Tienen alas los ángeles? ¿Vuelan los hombres?
Cuando Mr. Saladin Chamcha caía de las nubes sobre el canal de la Mancha, sentía el corazón atenazado por una fuerza tan implacable que comprendió que no podía morir. Después, cuando tuviera los pies firmemente asentados en tierra, empezaría a dudarlo y atribuiría lo implausible de su tránsito al desbarajuste de sus sentidos, provocado por la explosión, achacando su supervivencia y la de Gibreel a un capricho de la fortuna. Pero en aquel momento no tenía la menor duda: lo que le había ayudado a salir del trance era el deseo de vivir, franco, irresistible y puro, y lo primero que hizo aquel deseo fue informarle de que no quería tener nada que ver con su patética personalidad, con aquel apaño semirreconstruido de mímica y voces, que se proponía desentenderse de todo ello, y Saladin descubrió que se rendía, sí, adelante, como si fuera un espectador de sí mismo en su propio cuerpo, porque aquello partía del centro de su cuerpo y se extendía hacia fuera, convirtiendo su sangre en hierro y su carne en acero, aunque también lo sentía como un puño que lo envolviera sosteniéndolo de una manera que era a la vez intolerablemente dura e insoportablemente blanda; hasta que se apoderó de él por completo y pudo hacerle mover los labios, los dedos, todo lo que quisiera y, una vez estuvo seguro de su conquista, dimanó de su cuerpo y agarró a Gibreel Farishta por los testículos.
«Vuela -ordenaba a Gibreel aquella fuerza-. Canta.» Chamcha permaneció abrazado a Gibreel mientras éste, al principio lentamente, y después con rapidez y fuerza crecientes, batía los brazos. Más y más vigorosamente braceaba y, al bracear, brotó de él un canto que, como el canto del espectro de Rekha Merchant, se cantaba en una lengua desconocida para él, con una música nunca oída. Gibreel en ningún momento negó el milagro; a diferencia de Chamcha, que trataba de descartarlo por medio de la lógica, él nunca dejó de afirmar que el gazal era celestial y que, sin el canto, de nada le hubiera servido mover los brazos a modo de alas y, sin el aleteo, era seguro que habrían golpeado las olas como pedruscos o cosa así, estallando en mil pedazos al tomar contacto con el tenso tambor del mar. Mientras que ellos, por el contrario, empezaron a frenar. Cuanto más briosamente aleteaba y cantaba, cantaba y aleteaba Gibreel, más se acentuaba la desaceleración, hasta que, al fin, planeaban sobre el canal como papelillos mecidos por la brisa.