El Grande Abu Simbel descansa sobre almohadones en una alfombra de seda colocada junto al estrado. A su lado, resplandeciente de áureos collares egipcios, está Hind, su esposa, la de famoso perfil griego y cabellera negra tan larga como su cuerpo. Abu Simbel se levanta y grita a Mahound: «Bien venido. -Es todo urbanidad-. Bien venido, Mahound, el vidente, el kahin.»
Es una pública muestra de respeto e impresiona a la multitud. Los discípulos del Profeta ya no reciben empujones, sino que se les permite pasar. Desconcertados, complacidos sólo a medias, llegan a la primera fila. Mahound habla sin abrir los ojos.
«Ésta es una reunión de muchos poetas -dice con voz clara-, y yo no puedo pretender ser uno de ellos. Pero yo soy el Mensajero, y os traigo versos de Uno que es más grande que todos los que están aquí reunidos.»
El público se impacienta. La religión, para el templo; aquí tanto los jahilitas como los peregrinos han venido a divertirse. ¡Que se calle! ¡Fuera! Pero Abu Simbel vuelve a hablar: «Si tu Dios te ha hablado realmente, entonces todo el mundo debe escuchar.» Y al instante en la gran tienda se hace silencio absoluto.
«La Estrella -grita Mahound, y los escribas empiezan a escribir.
»¡En el nombre de Alá, el Misericordioso, el Compasivo!
»Por la Pléyade en su ocaso: Tu compañero no está en el error; tampoco se ha desviado.
«Tampoco hablan por él sus deseos. Es una revelación que ha sido hecha: un poderoso le ha hablado.
»Él estaba en el alto horizonte: el señor de la fuerza. Entonces se acercó, se acercó hasta una distancia menor que la longitud de dos arcos y reveló a su siervo lo que ha sido revelado.
»El corazón del siervo era sincero cuando vio lo que vio. ¿Os atreveréis vosotros a dudar de lo que fue visto?
»Yo lo vi también en el loto del último confín, cerca del cual se encuentra el Jardín del Reposo. Cuando el árbol fue cubierto por su manto, mi ojo no se apartó, ni mi mirada se desvió; y yo vi algunas de las grandes señales del Señor.»
Al llegar a este punto, sin asomo de vacilación ni duda, recita otros dos versos.
«¿Habéis pensado en Lat y Uzza, y en Manat, la tercera, la otra? -Después del primer verso, Hind se pone en pie; el Grande de Jahilia ya está muy erguido. Y Mahound, con ojos amordazados, recita-: Ellas son aves preeminentes, y su intercesión es verdaderamente deseable.»
Mientras la algarabía -exclamaciones, vivas, gritos de devoción a la diosa Al-Lat- crece y estalla dentro de la tienda, la congregación, atónita, contempla el doblemente sensacional espectáculo del Grande Abu Simbel que pone los pulgares sobre los lóbulos de las orejas, abre las manos y profiere en voz alta la fórmula: «Allahu Akbar.» Después de lo cual cae de rodillas y, deliberadamente, toca el suelo con la frente. Hind, su esposa, le imita inmediatamente.
Khalid, el aguador, lo ha visto todo desde la puerta de la tienda. Ahora mira con horror cómo todos los reunidos, tanto la multitud de la tienda como los que la rebosan, empiezan a arrodillarse, una fila tras otra, con una ondulación de agua que parte de Hind y el Grande, como si ellos fueran las piedras arrojadas a un lago; hasta que toda la congregación, los de fuera y los de dentro, están de rodillas, trasero al aire, ante el Profeta de los ojos cerrados que ha reconocido a las divinidades patronas de la ciudad. El mismo Mensajero permanece de pie, reacio a unirse al coro de devociones. El aguador rompe a llorar y huye hacia el desierto corazón de la ciudad de las arenas. Al correr, funde el suelo con sus lágrimas como si contuvieran poderoso ácido corrosivo.
Mahound permanece inmóvil. En las pestañas de sus ojos cerrados no se detecta ni rastro de humedad.
* * *
En aquella noche del desolador triunfo del comerciante en la tienda de los descreídos, se producen ciertos asesinatos para cuya terrible venganza la primera dama de Jahilia esperará años.
Hamza, el tío del Profeta, regresa a casa, solo, con la cabeza gris inclinada al crepúsculo de aquella triste victoria cuando oye un rugido y, al levantar la mirada, ve un gigantesco león escarlata que se dispone a saltar sobre él desde las altas almenas de la ciudad. Él conoce esta fiera, esta fábula. La iridiscencia de su anca escarlata se confunde con el resplandor trémulo de las arenas del desierto. Por sus fauces exhala el horror de los lugares solitarios de la tierra. Escupe pestilencia y cuando los ejércitos se aventuran por el desierto él los consume por completo. A la última luz azul de la tarde, él grita a la fiera, disponiéndose, inerme como está, a enfrentarse con la muerte: «Salta, bastardo, Mantícora. En mis tiempos, yo estrangulé gatos grandes con mis manos.» Cuando era más joven. Cuando era joven.
Suenan risas a su espalda, y risas lejanas resuenan, o así le parece, en las almenas. Mira en derredor; el Mantícora ha desaparecido de la muralla. Está rodeado por un grupo de jahilitas vestidos de fiesta que vuelven de la feria riendo. «Ahora que esos místicos han abrazado a nuestra Lat, en cada esquina descubren dioses nuevos, ¿no?» Hamza, al comprender que la noche estará llena de terrores, vuelve a casa y pide su espada de guerra. «Más que nada en el mundo -gruñe al apergaminado criado que le ha servido en la guerra y en la paz durante cuarenta y cuatro años- aborrezco reconocer que mis enemigos tienen razón. Es mucho mejor matar a los canallas, es lo que he pensado siempre. Es la mejor recondenada solución.» La espada ha permanecido en su vaina de piel desde el día en que su sobrino lo convirtió, pero esta noche dice en confianza al criado: «El león anda suelto. La paz tendrá que esperar.» Es la última noche de las fiestas de Ibrahim. Jahilia es carnaval y desenfreno. Los cuerpos gruesos y aceitados de los luchadores han dejado de retorcerse y las siete poesías han sido clavadas en las paredes de la Casa de la Piedra Negra. Ahora las prostitutas cantantes han sustituido a los poetas y las prostitutas danzantes, con el cuerpo reluciente de aceites, han empezado su trabajo; la lucha nocturna ha sustituido a la diurna. Las cortesanas bailan y cantan cubiertas con máscaras de oro en forma de cabeza de pájaro, y el oro se refleja en los ojos relucientes de sus clientes. Oro, oro en todas partes, en las manos de los avispados jahilitas y de sus libidinosos visitantes, en los llameantes braseros de arena, en las fosforescentes paredes de la ciudad nocturna. Hamza camina dolorido por las calles de oro, pasando por delante de peregrinos que yacen inconscientes mientras los ladrones se ganan la vida. Oye los cantos distorsionados por el vino en todas las puertas doradas y le parece que el canto y las carcajadas y el tintineo de las monedas le duelen como insultos mortales. Pero no encuentra lo que busca, aquí no, y se aleja de la algazara iluminada del oro y empieza a merodear por las sombras, acechando la aparición del león.
Y, al cabo de varias horas de búsqueda, encuentra lo que él sabía que estaría esperando, en un rincón oscuro de las murallas exteriores de la ciudad: su visión, el Mantícora rojo de triple dentadura. El Mantícora tiene ojos azules y cara humana y su voz es mitad trompeta y mitad flauta. Es veloz como el viento, sus garras son retorcidas como sacacorchos y de su cola se erizan púas envenenadas. Le gusta alimentarse de carne humana… Hay pelea. Silban cuchillos en el silencio y, de vez en cuando, se oye el choque de metal con metal. Hamza reconoce a los atacados: Khalid, Salman, Bilal. Hamza, convertido él en león, saca la espada y hace trizas el silencio.
Da un grito y acude corriendo con toda la rapidez que le permiten sus piernas de sesenta años. Los atacantes de sus amigos son irreconocibles detrás de las máscaras.
Ha sido noche de máscaras. Mientras recorría las calles licenciosas de Jahilia, con el corazón lleno de amargura, Hamza ha visto a hombres y mujeres disfrazados de águilas, chacales, caballos, grifos, salamandras, cerdos verrugueros, rocs; de la inmundicia de los callejones han salido amphisbaenae bicéfalos y los toros alados conocidos como esfinges asirías. Djinns, houris y demonios pueblan la ciudad esta noche de fantasmagoría y lujuria. Pero hasta ahora, en este lugar oscuro, no descubre las máscaras rojas que buscaba. Las máscaras de hombre-león: y corre hacia su destino.