Llegó la noche señalada; una noche de calor espantoso.
* * *
¡Shepperton! Pamela y Jumpy ya han llegado, transportados en alas del MG de Pamela, cuando Chamcha, que ha rehusado su compañía, se apea de uno de los coches de la flota que los anfitriones han puesto a disposición de los invitados que prefieren que conduzca otro. Y también ha venido otra persona; aquel con el que nuestro Saladin cayó a la tierra, ha venido; está paseando por el interior. Chamcha entra en la arena, y se asombra. Aquí Londres ha sido alterado, no, condensado, según los imperativos de la película. Caramba, si la Stucconia de los Veneering, esa gente nueva y tan remilgada, está tocando a Portman Square, con el tétrico rincón en el que habitan varios Podsnap. Y peor aún: fíjate, los montones de basuras de Boffin Bower que se supone tienen que estar en las inmediaciones de Holloway, en esta metrópoli reducida quedan al lado de las habitaciones de Fascination Fledgeby, en el Albany, el corazón del West End. Pero los invitados no parecen inclinados a refunfuñar; aquella ciudad renacida, incluso revuelta, te corta la respiración; especialmente la zona del inmenso estudio por la que serpentea el río, el río con sus nieblas y la barca de Gaffer Hexam, el Támesis en marea baja pasa por debajo de dos puentes, uno de hierro y otro de piedra. En sus muelles adoquinados suenan las alegres pisadas de los invitados, y también sordas pisadas siniestras. Un puré de guisantes artificial vaga sobre el escenario.
Personajes del gran mundo, maniquíes de alta costura, estrellas de cine, magnates de la industria, miembros menores de la familia real, políticos útiles y gentecilla similar sudan y se codean, en estas calles de imitación, con hombres y mujeres tan sudorosos como los invitados «auténticos» y tan artificiales como las calles: son los extras vestidos con trajes de época y una selección de los principales intérpretes de la película. Chamcha, que en el mismo instante de avistarlo se da cuenta de que este encuentro ha sido la verdadera finalidad de su viaje -hecho del que ha conseguido permanecer ignorante hasta este momento-, descubre a Gibreel entre la cada vez más bullanguera muchedumbre.
Sí: allí, en el Puente de Londres Hecho De Piedra, sin lugar a duda, ¡Gibreel! Y ésa debe de ser su Alleluia, su Reina de las Nieves ¡Cone! ¡Qué aire de displicencia parece haber asumido, cómo escora hacia la izquierda varios grados, y qué encandilada está ella! Cómo le quiere todo el mundo: porque, en la fiesta, él está entre los principales, con Battuta a su izquierda, Sisodia a la derecha de Allie, y alrededor una serie de caras que, de París a Tomboctú, reconocería cualquiera. Chamcha se abre paso trabajosamente entre la multitud, que se hace más densa a medida que se acerca al puente; pero está decidido -¡Gibreel, llegará hasta Gibreel! -, cuando, con estrépito de platillos, empieza una música potente, una de las piezas inmortales de Mr. Bentham de las que paran la representación, y la multitud se divide como el mar Rojo ante los hijos de Israel. Chamcha casi pierde el equilibrio, retrocede dando un traspié y la multitud lo aplasta contra un falso edificio con armazón de madera que figura -¿y qué si no?- un anticuario; y él se resguarda en su interior, mientras una muchedumbre de señoras de pecho generoso, gorros de encaje y blusitas vaporosas, acompañadas por una superabundancia de caballeros con chistera, bajan por la margen del río, bailando y cantando a voz en cuello.
¿Qué clase de persona es Nuestro Común Amigo?
¿Qué se propone?
¿Es la clase de persona de la que puedes fiarte?
etcétera, etcétera, etcétera.
«Tiene gracia -dice una voz de mujer a su espalda-, pero cuando hacíamos la obra en el teatro C… la compañía iba caliente a más no poder; lo nunca visto. Los que estaban en escena se quedaban cortados, con la mente en blanco, por todo lo que pasaba entre bastidores.»
La que habla, observa Saladin, es joven, pequeña, bien formada y bastante atractiva, tiene la piel reluciente de sudor, está sofocada por el vino y, evidentemente, se encuentra aquejada de la misma fiebre libidinosa a la que se refiere. En la «tienda» hay poca luz, pero él distingue el brillo de sus ojos. «Tenemos tiempo -prosigue ella con naturalidad-. Cuando termine toda esa gente viene el solo de Mr. Podsnap.» Y, adoptando una postura que es una experta imitación del gesto grandilocuente del agente de los Seguros Marítimos, se lanza a una versión personal del número de Podsnap:
Es la nuestra una Lengua muy Rica,
Una Lengua Difícil para Extranjeros:
Es la nuestra la Nación Afortunada,
Bendita y a Salvo de Peligros…
A continuación, en un recitado a lo Rex Harrison, dice a un Extranjero invisible: «¿Le Gusta Londres? ¿Eynormemung rico? Enormemente Rico, decimos aquí. Nuestros adverbios No terminan en Mung. ¿Y Encuentra Usted, Caballero, Muchas Muestras de nuestra Constitución Británica en las Calles de la Metrópoli Mundial, Londres, London, Londres? Yo diría -agrega, sin abandonar el tono de Podsnap- que hay en el inglés una combinación de cualidades, una modestia, una independencia, una responsabilidad, un sosiego que en vano buscaríamos entre las Naciones de la Tierra.»
La criatura ha ido acercándose a Chamcha mientras recitaba, al tiempo que se desabrochaba la blusa, y él, como una mangosta ante una cobra, se ha quedado pasmado; ella descubre su bien formado seno derecho y se lo ofrece, señalando el dibujo que ha trazado en él -como acto de orgullo cívico- del plano de Londres nada menos, con rotulador rojo, y el río en azul. La metrópoli le llama; pero él, profiriendo un grito absolutamente dickensiano, sale del anticuario y, a empujones, se zambulle en el barullo de la calle.
Gibreel le mira fijamente desde el Puente de Londres; sus miradas se encuentran, o así lo cree Chamcha. Sí: Gibreel levanta, y agita, un brazo desencantado.
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Lo que sigue es tragedia. O, por lo menos, eco de tragedia, ya que la tragedia auténtica con todas las de la ley no está al alcance de los hombres y mujeres modernos, o eso dicen. Una imitación burlesca para nuestra época degradada y mimética, en la que los payasos repiten lo que antes hicieron héroes y reyes. Bien, pues, sea. Pero la pregunta que aquí se plantea sigue siendo tan grande como ha sido siempre, y es ésta: la naturaleza del mal, cómo nace, por qué se desarrolla, cómo toma posesión, unilateralmente, de la multilátera alma humana. O, por así decirlo: el enigma de Yago.
No es insólito que los exégetas literario-teatrales, derrotados por el personaje, atribuyan los actos de éste a la «maldad gratuita». El mal es mal y tiene que hacer mal, y punto; el veneno de la serpiente es su misma definición. Pues bien, aquí no valen estos fatalismos. Mi Chamcha puede no ser un Anciano de Venecia, ni mi Allie una Desdémona estrangulada, ni Farishta una réplica del Moro, pero, por lo menos, estarán caracterizados con las explicaciones que mi entendimiento permita. Decíamos que Gibreel saluda agitando una mano; Chamcha se acerca; el telón se levanta ante un escenario que se oscurece.
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Observemos, ante todo, cuán solo está este Saladin; su única compañía voluntaria, una desconocida achispada, de pecho cartográfico. Él avanza solo, pues, entre aquella muchedumbre en fiesta en la que todos parecen (pero no son) amigos de todos; mientras que, en el Puente de Londres está Farishta, rodeado de admiradores, en el mismo centro de la multitud; y, después, apreciemos el efecto que ejerce en Chamcha, que amaba a Inglaterra en la imagen de su perdida esposa inglesa, la presencia rubia, pálida y glacial de Alleluia Cone al lado de Farishta; arrebata una copa de la bandeja de un camarero que pasa por su lado, bebe de prisa, toma otra copa; y cree ver, en la distante Allie, la magnitud de su pérdida; y también en otros aspectos Gibreel está convirtiéndose rápidamente en la suma de las derrotas de Saladin; porque allí, con él, ahora, en este momento, está otra traidora; una oveja con piel de corderita, más de cincuenta y parpadeando como una niña de dieciocho, la agente de Chamcha, la temible Charlie Sellers; a él no lo compararías con un chupasangres de Transylvania, ¿eh, Charlie?, grita interiormente el airado observador; y agarra otra copa; y, en el fondo de la copa, ve su propio anonimato, la celebridad del otro y la gran injusticia de la diferencia; especialmente -cavila amargamente- porque Gibreel, el conquistador de Londres, no concede ningún valor al mundo que ahora tiene a sus pies -pero si el muy cerdo siempre se burlaba, el Mismo Londres, Vilayet, los ingleses, compa, son fríos como peces, palabra-; Chamcha, a medida que avanza inexorablemente hacia él a través de la muchedumbre, cree ver, ahora mismo, aquella misma mueca burlona en la cara de Farishta, el desdén de un Podsnap a la inversa, para el que todo lo inglés merece burla en lugar de elogio – ¡Ay, Dios, qué crueldad que él, Saladin, cuyo objetivo y cruzada fue hacer de ésta su ciudad, tenga que verla de rodillas ante su desdeñoso rival! -; o sea que, además, hay esto: que a Chamcha le gustaría calzarse los zapatos de Farishta, mientras que su propio calzado no tiene el menor interés para Gibreel. ¿Qué es imperdonable?