«Tiempo… Energía… Tiempo… Energía…»
«Un paquete de fugas improbables.»
Murmullos de aburrimiento, hastío. Luego, quejas.
«Oiga, jefe, tengo una sensación extraña.»
«Como si me estuvieran rascando la espalda, como si ya no quedara tiempo.»
«La melancolía de los sueños, su absoluta futilidad.»
«¿Hay alguien aquí, además de nosotros?»
Como si estuviera dentro de una cloaca, por el agujero del desagüe veo los zapatos oscuros de un hombre, el pantalón gris sólo hasta la altura de las rodillas. Si el sujeto se aleja puedo ampliar mi campo de observación hasta la cintura. Nunca le veo el tronco ni mucho menos la cara.
El hombre pasea por la calle desierta, siempre siguiendo una franja real o imaginaria. En ningún momento se sale de mi campo visual.
Alguien me susurra, casi pegado al oído: «Ten cuidado con el sudamericano…»
Al mirar por encima de mi hombro sólo veo oscuridad; constato que en efecto estoy dentro de una cloaca…
Viejas fotografías borrosas de 1920, Pleumeur-Bodou, Terzeff y yo atravesamos un puente de hierro, al llegar al otro lado nos volvemos y saludamos con los sombreros -salvo Terzeff, que lo hace con un pañuelo blanco- a una silueta vacilante que poco a poco se pierde; al llegar a una plaza descubro que han instalado un patíbulo; un patíbulo nuevo, dicen Pleumeur-Bodou y Terzeff, pero sus labios apenas exhalan un sonido infrahumano; por las ventanas se desliza un airecillo de otoño, ¿pero es otoño?
La misma voz, aunque esta vez sé que procede de mi interior, insiste: «Ten cuidado con el sudamericano frío…»
¿Frío? ¿Nervios fríos? ¿La frialdad de la muerte?
Intento decir que el hombre está enfermo, que en alguna parte de la ciudad hay un hombre enfermo, pero me quedo con la boca abierta, incapaz de pronunciar un sonido cualquiera.
«¿Has oído hablar de una nova?»
«Azogue eléctrico, termógrafos rotos, fugas…»
«¿Has oído hablar de un hombre-nova?»
«Todo el rollo de los chistes quánticos.»
«A mí que me registren.»
Dios mío, pienso al mirar los zapatos del hombre, las punteras relucientes, ojalá no se agache…
Despierto. Estoy transpirando, intento no volver a dormirme. Por un instante tengo la certeza de que hay otra persona en mi habitación.
De espaldas a mí una mujer se ríe (lo sé porque es lo único que se oye) al final del pasillo de un hospital. Su risa es como un sedante. Luego todo se deshace y recompone.
El desconocido se aproxima rodeado de un sonido intermitente. El sonido es su aureola. Está de pie en las escalinatas del Louvre. El viento del otoño se arremolina en el horizonte de París. Me habla.
«Vivo bajo las arcadas negras, en un patio con el techo de cristal.»
«Vamos a suponer que tenemos dos vidrios juntos; si los observamos de frente nada llamará nuestra atención, pero si los observamos de costado veremos que en efecto son dos vidrios…»
«¿Quién demonios es Pierre Pain?»
«Se ha quedado con nuestro dinero.»
«¿Hay alguien aquí, además de nosotros?»
Siento que alguien raja los vidrios. Siento que me quedo mudo. Despierto.
A primera hora de la mañana se presentó madame Reynaud en mis habitaciones. Era la primera vez que esto sucedía desde el inicio de nuestra amistad.
Un poco turbado por la novedad de la situación le rogué que tomara asiento mientras procedía a cambiarme en el cuarto contiguo. Pareció no oírme; durante unos instantes permanecimos inmóviles, como si nos contempláramos desde un ángulo hasta entonces inédito, ambos envueltos en algo que se asemejaba a la urgencia y a la timidez. Del exterior no llegaba el más leve ruido, si acaso un murmullo a cosa indescifrable en el aire, a materia suspendida, y la luz que contorneaba su figura poseía la intimidad gris de ciertas mañanas parisinas. Sonreía dulcemente, aunque con algo de cautela, y lo observaba todo con curiosidad de niña una pizca desilusionada. Mi pobre cuarto no podía, ciertamente, ofrecer una imagen de mayor desorden; en un espacio reducido se estorbaban dos sillones de respaldar alto, recuerdo de mi familia, una vieja alfombra marroquí, una estantería de roble, una cómoda sobre la que estaba el hornillo y la mesa oscura con ribetes de caoba en donde se amontonaban por áreas no del todo precisas los libros que suelo hojear a diario, el microscopio, el metrónomo, mis pipas, platos y tazas, un cuchillo sucio, etcétera, todo ornado por una ligera capa de polvo que hasta entonces había ignorado pero que en presencia de madame Reynaud saltó delante de mis ojos como prueba fehaciente de decrepitud. Probé a disculparme por el estado en que se encontraba la habitación; mentí que últimamente no tenía tiempo para ocuparme de las cosas domésticas, pero ella me tranquilizó haciendo una observación banal sobre la naturaleza descuidada de los intelectuales. Di gracias a Dios de que la puerta de la otra habitación estuviera cerrada. Una pequeña fotografía enmarcada que colgaba de la pared captó su atención; se trataba, simplemente, de la imagen de una calle de Clichy que me regaló un amigo muchos años atrás. Señaló la foto con cierto nerviosismo:
– ¿Nació usted allí?
– No, no -me apresuré a negar.
– Es una fotografía hermosa, pero muy triste…
– Admito que tiene algo de melancólico. La verdad es que está ahí por inercia. No me interesa en lo más mínimo. Puede que la colgara para ocultar una mancha de humedad.
Me miró y al cabo de un instante sus labios se distendieron en una amplia sonrisa. Hizo ademán de querer decir algo pero se lo impedí; entre el sinnúmero de cosas que podía haber dicho imaginé una frase, remota y cariñosa, la única que no deseaba o que no me atrevía a escuchar. Fui cobarde y pagué por ello.
Unos minutos después pasó a explicarme lo que la había traído a mi casa. En realidad, era fácil de adivinar. Madame Vallejo había telefoneado la noche anterior, poniéndola al corriente de su charla con Lemière. El resultado era decepcionante. En efecto, Lemière dijo: «Todos los órganos son nuevos», pero luego, a solas con madame Vallejo, añadió: «¡Ojalá que encontráramos uno en mal estado! Veo que este hombre se muere, pero no sé de qué.»
La mención de la muerte, agravada aún más, si cabe, en los labios de Lemière, puso a madame Vallejo en un estado cercano a la depresión total, cosa comprensible teniendo en cuenta los días que llevaba en la cabecera de su esposo, durmiendo poco y presa de mil incertidumbres; pero había reaccionado, como contó madame Reynaud con orgullo no exento de entusiasmo, y ahora solicitaba mi presencia en el lecho del enfermo. Según pude comprender, madame Vallejo no cejaría hasta agotar todas las posibilidades. Todas las posibilidades era un eufemismo para designarme a mí, por supuesto.
De repente, como la luna menguante que se asoma por un hueco dejado por las nubes, la escena se me presentó sin ningún revestimiento: dos mujeres empeñadas en que no muriera un pobre hombre recurrían a otro pobre hombre cuando la ciencia y la medicina nada podían o querían hacer. La escena era tristísima, casi un melodrama naturalista; sin embargo, detrás de lo que podríamos llamar tablas o primer plano, oculto entre bastidores, creí ver -fue un chispazo, mi rostro se mantuvo inalterablemente atento a las palabras de madame Reynaud- la silueta de un desconocido, aventuremos que fumando en un pasillo tras bambalinas, y supe sin ninguna duda que ése era el sudamericano advertido en el sueño.
Pensé si no estaría sobreexcitado, me pregunté qué clase de pureza era la que madame Reynaud casi sin darse cuenta ponía a mis pies. Fuera cual fuera no la merecía. Nada había hecho para merecerla. Probablemente me sentí, como pocas veces, dichoso.
Concertamos una cita para las cuatro de la tarde en un café cercano a la Clínica Arago. Las horas siguientes las pasé en casa, solo, sin comer, bebiendo de vez en cuando una taza de té y fumando. Desde la ventana de mi dormitorio se veía un paisaje de chimeneas y buhardillas acopladas a un invierno que no quería marcharse.