Subí las escaleras sin encender la luz, lo más silenciosamente posible, y me encerré en mi cuarto. Ya en la cama, después de haber calentado un té en el hornillo, me dije que había elementos nuevos entre ayer y hoy que trastornarían mi cotidianidad. Movimiento, pensé. El círculo se abre en el punto más inesperado. Tengo un paciente que se muere de hipo; dos españoles (y mi paciente, si no español, es hispanoamericano) que sin duda alguna me siguen; madame Reynaud que se pone nerviosa al ver a los dos caballeros altos que nos observaban en el café Bordeaux, quienes a su vez no son los españoles que me siguen pero a quienes madame Reynaud parece conocer, o adivinar su identidad, y temer.
Abril, pensé. Un nuevo ciclo vital. En algún momento me quedé dormido.
Desperté tarde, con dolor de cabeza. Alguien golpeaba la puerta. Era madame Grenelle, la arrendataria de las habitaciones contiguas a las mías, sujetando entre los dedos un sobre azul oscuro y otro blanco, de papel corriente. Al verme reprimió un grito:
– Monsieur Pain, qué susto me ha dado.
– Pero si sólo he abierto la puerta -dije, y, en efecto, lo había hecho sin ninguna violencia, incluso casi demasiado lentamente, digamos: como si hubiera abierto la puerta con resignación. ¡Y la Grenelle se había asustado!
– Es mediodía -dijo mientras alargaba el cuello con la vana esperanza de encontrar algún acompañante nocturno en mis habitaciones.
Por dignidad cerré un poco más la puerta y pregunté si las cartas eran para mí.
– Por supuesto -dijo-, a mí nadie me escribe, si recibo carta es de provincias, de mi hermana o de la hermana de mi difunto esposo, pero nunca del mismo París.
Sonrió retadora y su doble papada quedó a la altura de mi pecho. También yo intenté una sonrisa comprensiva.
– Las han traído personalmente. Esta -abanicó el sobre blanco-, dos individuos extranjeros, españoles o italianos. Y ésta -hizo una pequeña espiral en el aire con el sobre azul y guiñó un ojo de inteligencia-, un mensajero. Pero huélala. Perfume, ¿verdad?
Permanecí impasible, aparentando un desinterés que no sentía, las manos en los bolsillos de la bata, con la vista perdida en el pasillo desierto y frío.
– ¿Vio usted a los caballeros extranjeros?
– Sí, también hablé con el mensajero, un pobre muchacho recién llegado de Albi, ni siquiera conoce la ciudad.
– ¿Habló usted con los españoles?
– ¿Eran españoles?
– Creo que sí -dije no muy seguro-. ¿Habló con ellos?
– Un poco. Estuvieron llamando a su puerta durante mucho rato, serían las nueve de la mañana, tiene usted el sueño pesado, monsieur Pain.
– ¿Qué le dijeron, madame Grenelle?
– Nada en particular, me preguntaron si usted vivía aquí y yo les dije que sí, claro, pero que seguramente había pasado la noche en otro sitio, quién se iba a figurar que estaba acostado; después me preguntaron si usted solía pasar las noches fuera de casa y yo les dije que eso no era de mi incumbencia, aunque me cuidé de asegurar que usted era una persona poco bohemia, dedicada a los estudios, que casi siempre venía a dormir. Se ve que les costaba entender o que no sabían cómo responderme. El caso es que se quedaron callados, como esperando oír algún ruido proveniente de su habitación, luego uno de ellos escribió una nota, la metió dentro del sobre y me la dio, el sobre está cerrado, véalo. Me dijo que era urgente que usted lo recibiera sin demora, lo repitió varias veces. Qué tipo más pesado. De acuerdo, de acuerdo, le dije, lo he entendido todo, no se preocupe. El otro no despegaba la oreja de su puerta, sin perder la esperanza, digo yo.
Le arrebaté las cartas murmurando unas confusas palabras de agradecimiento y cerré la puerta. Recordé entonces, mientras escuchaba las pisadas de madame Grenelle perdiéndose por el pasillo, haber despertado en algún momento de la noche soñando que alguien a quien intuía de forma vaga como benefactor me tapaba con suave y obstinada autoridad la boca. Al despertar me había encontrado con mi propia mano apretada sobre los labios. ¿Como si pretendiera ahogarme? ¿Como si pretendiera obligarme a permanecer en silencio?
Sentado en el borde de la cama abrí el sobre blanco: Monsieur Pierre Pain, le rogamos se sirva acudir al café Victor, en el Barrio Latino, a las 22 horas. Es un asunto de extrema gravedad. No falte. Por supuesto, carecía de firma. El sobre azul lo había mandado madame Reynaud y decía lo siguiente: Querido amigo, he hablado con madame Vallejo, está de acuerdo en que nos encontremos hoy, a las cuatro de la tarde, en el café Bordeaux. El estado de monsieur Vallejo es el mismo, sigue con hipo y la fiebre no ha bajado. Madame Vallejo no cree que pueda surgir ningún problema entre el médico que trata a su esposo y usted. Soy de la misma opinión. Hasta pronto. Marcelle Reynaud.
Desde la ventanilla algo empañada del taxi contemplé la fachada de la clínica: comprendí que sobre todas las cosas, incluso sobre la locura, allí había soledad, tal vez la forma más sutil de locura, al menos la más lúcida.
Eran las siete de la tarde del día 7 de abril y madame Vallejo, madame Reynaud y yo acabábamos de llegar a la Clínica Arago. Durante el trayecto casi no despegué los labios. Ambas mujeres parecían tener mucho de que hablar y mis pensamientos, por lo demás, deambulaban por regiones brumosas, poco proclives a la charla.
– Parece usted ausente -comentó madame Reynaud mientras su amiga cambiaba unas palabras, en el otro extremo, con la enfermera encargada de la recepción.
– De ninguna manera -sonreí.
Después nos internamos a la zaga de madame Vallejo por pasillos blancos y grises, de una tonalidad metálica, fosforescente, manchada aquí y allá por imprevistos rectángulos negros.
– Es como una galería de arte moderno -oí que murmuraba madame Reynaud.
– En realidad los pasillos son circulares -dije-. Si se prolongaran podríamos llegar hasta el último piso sin haber tenido en ningún momento atisbo de ello.
– Como la torre de Pisa -dijo madame Vallejo con voz ausente.
Me pareció que no era un buen ejemplo, pero no quise contradecirla.
Madame Reynaud me sonrió con un gesto raro: la atmósfera que emanaba del hospital conseguía entristecerla, dando a su rostro un aire grave y expectante.
– Es todo tan blanco -dijo.
– Antinatural -añadió madame Vallejo cogiéndola del brazo y acelerando la marcha.
Las seguí.
Las dos amigas caminaban deprisa aunque sus pasos no eran firmes. Vistas desde atrás uno tenía la impresión de que los tacones de sus zapatos estuvieran flojos. Pensé que todo era culpa de los nervios. Asimismo noté que la luz de los pasillos, dispuesta de una manera curiosa pero muy práctica puesto que iluminaba uniformemente hasta los rincones en donde un extraño a simple vista no percibía trazas de instalación eléctrica, tendía a parpadear; de forma imperceptible y a intervalos regulares, la iluminación decrecía.
De pronto, plantado en medio del corredor, encontramos a un hombre de bata blanca, el primero que veíamos a lo largo de nuestro recorrido, el cual parecía sumido en profundas cavilaciones. Al aproximarnos levantó la mirada, midiéndonos con los labios curvados en una mueca burlona, y luego se cruzó de brazos. Me dio la impresión de una persona fría, o al menos así lo pensé entonces. Por su gesto deduje que nuestra irrupción, a todas luces, lo disgustaba. Madame Vallejo, de manera notoria, declinó la marcha como si quisiera posponer el encuentro inevitable con aquel hombre. Era evidente que se conocían, así como que ella le temía. ¿Pero por qué?
Fuimos presentados formalmente:
– El doctor Lejard, médico de cabecera de mi marido.
Con una inclinación de cabeza, sin pronunciar palabra ni siquiera cuando le anunciaron el motivo de mi visita, Lejard nos saludó. Su atención de forma ostensible y un tanto afectada la acaparaba madame Reynaud.