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Durante los días siguientes mi vida pareció volver a su cauce normal. La desesperación pura y simple alternada con períodos depresivos, acaso de origen religioso puesto que consideraba aquello como algo inevitable, sin pensar en ningún momento en el suicidio, sino aceptando la pena, apurándola, volvió a marcar la pauta de unos días lúcidos, pese a todo tranquilos.

Por supuesto, no olvidé a Vallejo, pero al mismo tiempo sabía y aceptaba mi marginación de su historia, de su realidad en donde yo no tenía cabida. El puente que unía nuestros mundos, madame Reynaud, había desaparecido y con ella cualquier posibilidad de acercamiento.

Así, a partir del lunes 11 de abril mis actividades se concretaron en la siempre balsámica lectura de Las vidas imaginarias y La cruzada de los niños, de Schwob, en algunas páginas de Renard y de Alain-Fournier que me hacían sentir nostalgia por una campiña donde jamás había vivido, en paseos erráticos por la ciudad, en dos visitas a casas de buenos amigos con la secreta intención de relatarles mis recientes aventuras, lo que en ambos casos me resultó imposible por no saber por dónde comenzar ni parecerme convincente aquello que consideraba el final de la historia. En dos ocasiones, asimismo, telefoneé a madame Reynaud, sin éxito. Una tarde, quizá la del jueves 14, más por spleen que por obstinación, me planté durante algunas horas frente a la Clínica Arago, en el mismo bar de las otras veces, mirando sin demasiada atención a través del ventanal, por si aparecía madame Vallejo.

La confirmación de una desgracia que presentía, la idea de saberme solo de una manera tal vez irremediable que empezaba a abrirse paso en mi mente, se presentó el 20 de abril al encontrarme por casualidad con madame Reynaud en la rue Rivoli. La acompañaba un hombre alto, bien parecido, que sostenía un paraguas. Madame Reynaud lo presentó como monsieur Jean Blockman, su novio.

Sin saber qué decir, yo no llevaba paraguas, la lluvia me estaba mojando, deseaba irme, le conté mi pasado incidente con la enfermera. Al escucharme se le iluminó el rostro. Pensé que era muy hermosa y que yo era muy desdichado. Me contó que había regresado el domingo 17, de Lille, con monsieur Blockman, quien había tenido un accidente a la postre sin importancia, de allí su repentino viaje a Lille (Blockman sonrió, la miró con adoración) y al volver lo primero que hizo fue visitar a madame Vallejo. Esta le informó que yo no acudí a la cita.

– No tengo idea de por qué me impidieron entrar -digo después que ella, consultando a Blockman, afirme que es sorprendente todo lo que me ha ocurrido.

Luego Blockman le recuerda la hora y madame Reynaud sonríe rápidamente y dice que van a llegar tarde.

– Por supuesto -alcanzo a murmurar con una cortesía podrida.

No sé si ella se dará cuenta de lo que siento. Monsieur Blockman me tiende la mano, dice que espera verme en alguna otra ocasión, Marcelle le ha hablado muy bien de mí. De repente madame Reynaud dice:

– Pero si usted aún no debe de estar enterado.

Inclino la cabeza. Estoy mareado, me gustaría enterarme de tantas cosas, de la vieja madame Reynaud, de por qué no contestaba el teléfono, de las sombras que se deslizan por las noches de París, del futuro.

El rostro de madame Reynaud resplandece, la lluvia le sienta bien. Blockman es feliz a su lado y no le quita la vista de encima. Madame Reynaud, entonces, dice que no estoy informado de que Vallejo ha muerto y que incluso ya está enterrado, ella asistió al sepelio, muy triste, hubo discursos.

– No -digo-, no sabía nada.

– Algo muy triste -confirma Blockman, él también fue al cementerio-, Aragón hizo un discurso.

– ¿Aragón? -murmuro.

– Sí -dice madame Reynaud-. Monsieur Vallejo era poeta.

– No tenía idea, usted no me dijo nada al respecto.

– Así es -afirma madame Reynaud-, era un poeta, aunque muy poco conocido, y pobrísimo -añade.

– Ahora se volverá famoso -dice monsieur Blockman con una sonrisa de entendido y mirando el reloj.

Epílogo de voces: La senda de los elefantes

PAUL RIVETTE

Avignon, 1858-París, 1940

«Desde antes de abrir la puerta ya sabía cómo iba a encontrar al viejo, en qué rincón del cuarto, qué rostro iba a intentar ocultarme. Me senté frente a él y sin ninguna clase de preámbulo se lo dije. Por supuesto, fingió no entender nada, hizo algún intento por quitarle importancia, finalmente se levantó refunfuñando, las facciones flaccidas, como si no pudieran colgar demasiado tiempo más de sus huesos. Un rostro destrozado por las vacilaciones. Acaso por la cobardía y la prudencia. Le dije que no tenía importancia, que no importaba que me entendiera o explícitamente me prestara su ayuda y entonces dio señales de calmarse. Hubo un momento en que pensé: viejo egoísta y miedoso. Luego me sentí solo, cubierto por la gran ola negra, y agradecí su presencia, su compañía que huía de cualquier clase de compromiso. No lo volví a ver más. Murió el día que los alemanes ocuparon París. Fue encontrado cuando el hedor descendió las escaleras y se hizo insoportable para los vecinos.»

MOHAMMED SAGRERI Marrakech, 1910-París, 1945

«Su rostro, en el otro lado de las persianas venecianas, aparece inmutable en una actitud que podríamos denominar como contemplación del vacío.»

Portero durante 1938 y 1939 del cabaret Los Arqueros, en los alrededores de la puerta de Clichy, en los años siguientes su vida transcurre en el ejercicio de oficios variados y mal retribuidos que ejerce con diligencia y cierto distanciamiento, como si ya no estuviera allí.

«Ahora lo vemos dormido sobre un catre de campaña, la mano izquierda colgando fuera de la cama, el rostro enterrado entre las mantas, las piernas separadas como las de una mujer en el acto de parir. Sobre una silla, perfectamente doblada, cuelga su ropa nueva. La habitación tiene las ventanas abiertas por donde entra el sol a raudales.»

ALPHONSE LEDUC

París, 1918-París, 1940

CHARLES LEDUC

París, 1918-Vancouver, 1980

«Los hermanos Leduc, unas viborillas de mucho cuidado, si no andabas con tiento podían saltar encima de ti y destrozarte.»

Los autores de los desastres en pecera tuvieron destinos disímiles. Alphonse se suicidó de un balazo en la sien en plena vía pública, poco después de que las divisiones panzer de Guderian y Kleist hubieran roto el frente. De hecho, mientras duró la guerra telefónica (The Phoney War), es decir entre octubre de 1939 y abril de 1940, Alphonse amenazó con el suicidio varias decenas de veces. ¿Por qué no lo hizo entonces?, probablemente porque la situación no alcanzaba la gravedad que la decisión de descerrajarse un tiro requería. Su hermano gemelo intentó disuadirlo pero en el fondo sabía que dijera lo que dijera la voluntad de Alphonse era inquebrantable. En 1947 Charles Leduc pudo embarcar con destino a Buenos Aires, en donde sus peceras, al igual que en París, pasaron completamente desapercibidas. Desde entonces su vida consistió en subir, si bien con intervalos de tiempo que a veces duraron, para su gusto, demasiado, hacia el norte, el norte magnético, helado, apacible. Sus últimos años transcurrieron en Vancouver, comerciando con muebles y libros antiguos.

JULES SAUTREAU

Lyon, 1895-Montpellier, 1960

Del carnet de su hija Lola: «Papá era simpático, pero también inteligente o algo parecido, podías preguntarle lo que te apeteciera, siempre estaba dispuesto a escucharte, además de que sabía el doble o el triple de lo que tú sabías, no quiero decir conocimiento enciclopédico, no era un D'Alembert, no, en realidad leía poco, revistas deportivas y cosas así, pero podía, por el contrario, adivinar tus gustos, tus inquietudes, por ejemplo, cuando mis hermanas y yo éramos jóvenes estudiantes solíamos hablar de Camus y papá terciaba encantado en las conversaciones con frases muy atinadas o apuntes críticos o referencias bibliográficas, y luego, años después, me enteré de que jamás había leído un libro de Camus, en el fondo papá era un bromista…»

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