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Permanecí en silencio, estudiando el rostro enjuto del médico, mientras madame Vallejo decía algo sobre unos análisis de orina que no se habían efectuado o que se habían perdido y ante lo cual Lejard sólo se encogió de hombros. Luego, cuando pensé que había llegado mi momento de hablar, me dirigí directamente a él preguntándole con mal disimulado candor cuál era a su juicio la enfermedad que aquejaba a monsieur Vallejo. Su respuesta, tajante, me llegó a través de una voz de barítono:

– No estoy obligado a contestarle. Madame Vallejo puede hacerlo, está al tanto, yo no. Los charlatanes nunca han sido mi debilidad.

– Pero qué… -balbuceó madame Vallejo.

Madame Reynaud la cogió del brazo.

– Georgette…

Lejard, ajeno a las mujeres, me miró fijamente y sonrió, como para darme tiempo de digerir lo que me había espetado. A mi lado, madame Vallejo enrojeció visiblemente, la mandíbula crispada, hubiérase dicho a punto de abofetear al médico. Yo me limité a suspirar, intentando darle a mi rostro un aire despreocupado, vano esfuerzo, y mirando el contorno de mis zapatos.

Al alejarse Lejard, después de una ligera venia que acentuó su sonrisa burlona, debimos de componer sin duda un extraño cuadro: petrificados en el pasillo, sin que ninguno se resolviera a decir algo, cualquier cosa, una observación banal que rompiera el silencio, los rostros orientados hacia un espacio que ya no ocupaba nadie, como si esperáramos que de pronto Lejard volviera a materializarse exactamente allí y procediera a disculparse. Sin temor a equivocarme puedo decir que la sensación de humillación era mucho más fuerte en ambas amigas que en mí. La actitud del médico, pese a su malignidad, no me era desconocida.

Tosí un par de veces, evitando mirarlas, pues me di cuenta de que ellas lo preferían así, y ya estábamos a punto de reemprender la marcha cuando, sin transición, y antes de que tuviéramos tiempo de hacer nada, como una bola de nieve y luego como un alud, por el otro extremo del pasillo avanzó hacia nosotros un grupo compacto de personas vestidas de blanco.

Al llegar a donde estábamos un hombre de pelo revuelto y ojos húmedos se adelantó y cogió a madame Vallejo del brazo, exclamando:

– Ha venido el eminente doctor Lemière.

Sus palabras resonaron como dentro de una iglesia. La luz volvió a decrecer y se me pusieron los pelos de punta: el hombre sólo se había limitado a recitar su latiguillo.

Para acreditar la aseveración un hombrecito gordo en el centro del grupo sonrió a izquierda y derecha, levantó la mano imponiendo silencio y luego la estiró, con dificultad, hasta encontrar la mano enguantada de madame Vallejo.

– Encantado. Acabo de visitar a su esposo. ¡Todos los órganos son nuevos! No veo qué pueda tener en mal estado este hombre. ¿Me permite?

Madame Vallejo siguió al doctor Lemière, sujeta por el codo, hasta el fondo del corredor donde una puerta disfrazaba la naturaleza discoidal del pasillo. Sus figuras, vistas desde mi posición, resultaban empequeñecidas, infantiles. La cabeza blanca del doctor Lemière, que hacía juego con la puerta batiente que le servía de pantalla, ejecutó movimientos cortos y bruscos, afirmando, negando, interrogando; la cabeza de madame Vallejo sólo se movió una vez, en un breve giro que vanamente nos buscaba, como para decirnos adiós.

– Será mejor que nos marchemos -susurró madame Reynaud

Los médicos que acompañaban a Lemière nos observaban con ojos cansados, planos, sin esperanza. Era como ser, de alguna manera, el hombre invisible. Un muchacho alto y bien parecido le hablaba al oído a una muchacha morena y regordeta, de rostro inteligente. Otro sostenía un cuaderno de apuntes y miraba el techo. Detrás de éste había tres que permanecían silenciosos y ecuánimes, con las manos en los bolsillos; a la izquierda un chico rubio se entretenía mirándose la palma de una mano mientras con la otra sostenía un cigarrillo apagado. De espaldas al rubio, el hombre que había presentado a Lemière y que presumiblemente pertenecía a la administración de la clínica escuchaba, casi tocándose las narices, el parloteo de un tipo calvo y de abundante bigote que mantenía contra su pecho por lo menos cuatro enormes libracos de lomos cuarteados.

De entre todos, dos de ellos, los que estaban más apartados del grupo, casi pegados a la pared exterior del pasillo, me parecieron conocidos. Ambos llevaban colgados del cuello sendos estetoscopios.

– Pero debo ver a monsieur Vallejo -protesté en voz baja.

El sonido había desaparecido casi por completo. No supe si había hablado o pensado.

– Ahora no, sígame, se lo explicaré fuera.

Los ojos azules de madame Reynaud parecían agotados, es la blancura, pensé, esta luz artificial.

Me disponía a seguirla cuando capté, apenas una rajadura en el conjunto, una señal de alarma en los rostros de los médicos a quienes momentos antes creí reconocer. Sonreí en dirección a ellos, tal vez aguardando un ademán de su parte que confirmara mi suposición; la impasibilidad que demostraron sólo era comparable a la del resto del grupo. Caminé detrás de madame Reynaud. Recuerdo que ella iba demasiado aprisa y que por el contrario cada paso mío pesaba como si tuviera las piernas de plomo. Finalmente me detuve. La sensación de estar en una galería de arte subió por mis venas hasta conseguir inmovilizarme. Madame Reynaud siguió caminando. Miré hacia el otro extremo, madame Vallejo se había quitado un guante y observaba alternativamente sus uñas y el rostro de Lemière. Equidistante a ambas mujeres, mi postura debía de traslucir confusión, torpeza, pero nadie se fijaba en mí. En ese momento, como acordadas, las luces del pasillo parpadearon. Pensé que ahora sí se iba a producir un apagón. Me pareció que la sombra de madame Reynaud se estrellaba contra la pared. Volví a girar la cabeza: algunos de los médicos alzaron la vista hacia el techo, aburridos, como si el fenómeno no les fuera extraño. La intensidad de la iluminación, después de regularse, decreció considerablemente. Ahora el pasillo poseía una tonalidad sepia y las sombras se alargaban en direcciones imprecisas. Madame Reynaud, los labios entreabiertos como si hubiera pronunciado una palabra inaudible, mi nombre, tal vez, me esperaba en el otro extremo. Por última vez dirigí la mirada hacia el grupo de los médicos. Los dos que creía conocer seguían allí, de alguna manera marginados de los demás, como estudiantes extranjeros, reflexioné.

La palabra extranjeros me dio la clave; comprendí entonces quiénes eran y dónde los había visto y eché a correr hasta estar junto al rostro sorprendido de mi amiga.

– Monsieur Pain, recuerde que estamos en un hospital -me sermoneó.

Fuera había empezado a llover, una lluvia fina que apenas se notaba pero que contribuía a aumentar la soledad de la noche. Madame Reynaud, por cierto, traía paraguas. La calle estaba vacía, como si la gente hubiera optado por permanecer encerrada en sus casas. No me pasó desapercibido el siguiente detalle: toda la iluminación provenía del alumbrado público. ¿Es que la gente permanecía en sus casas con las luces apagadas? Caminamos por la acera tomados del brazo. De improviso, no sé por qué, todo me pareció perfecto. El perfil de madame Reynaud, el repiquetear de la lluvia sobre el paraguas, la sensación de aventura, mínima pero compartida.

– El doctor Lemière es un médico famoso, al menos eso es lo que me dijo ayer madame Vallejo. Parecerá una coincidencia, pero precisamente ayer madame Vallejo me confió que era muy difícil, por no decir imposible, contar con que el mejor médico de la Clínica Arago se interesara por su esposo. Presumo que alguien ha recomendado a monsieur Vallejo y finalmente Lemière se ha decidido a tratarlo pese a ser una persona completamente ocupada. No deja de ser extraño, ¿no cree? Para madame Vallejo ha sido la mejor noticia que le podían dar. Comprenderá usted que nuestra presencia, entonces, era inoportuna.

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