– …
– Ahora no sabría dónde encontrar a los españoles. Los vi esta tarde en la Clínica Arago, pero no creo que trabajen allí. ¿Por qué no lo creo? No lo sé. Simplemente estoy seguro de que no trabajan allí… ¿Ha estado usted en la Clínica Arago?
– No…
– Es terrible. Los pasillos son interminables, como hechos a propósito para perderse… Y la gente suele perderse… No me encuentro bien…
– Todo es tan confuso…
– Quería el dinero motivado por algo ajeno a una necesidad práctica. ¡No lo quería para comer! Tengo una pensión del Estado… Gasto muy poco, bien lo sabe usted…
– Por supuesto, Pierre.
– Existen, subyacentes, otras causas, monsieur Rivette, es como si oliera algo que está aquí mismo, agazapado… Cogí el dinero… sólo por no bloquear… el orificio… Suena paranoico, sin embargo es así. ¡A menos que busque una excusa!
– Pienso que debería serenarse, Pierre.
– ¿Recuerda usted a aquella señora a quien proporcionó mi dirección hace más de medio año? Tenía a su marido en el Hospital de la Salpêtrière. Madame Reynaud.
– Sí, sí. Madame y monsieur Reynaud. El murió, si no me equivoco. Un chico muy joven.
– En efecto. Pues fue madame Reynaud quien me introdujo formalmente en este asunto. El enfermo en cuestión es el esposo de una amiga suya.
– No veo la relación, Pierre.
– Creo que estoy enamorado de madame Reynaud.
– …
– Debo parecerle ridículo, a mis cuarenta y cuatro años pretendiendo a una mujer joven…
– Usted aún es joven, Pierre, lo ridículo sería que me enamorara yo, con más de ochenta años a cuestas. ¿Y ella lo sabe?
– No, por supuesto.
– ¿Qué piensa hacer?
– Devolver el dinero, supongo, o invitar a madame Reynaud a cenar en algún restaurante caro. No lo sé. Todo me da vueltas ahora. Creo que he bebido demasiado y que usted ha sido demasiado paciente conmigo.
– …
– Creo que Raoul también ha sido demasiado paciente. Es hora de irse a dormir.
– …
– ¿Así que Pleumeur-Bodou está en las Brigadas Internacionales? Es envidiable: una causa justa y la aventura en un país apasionante, espléndidas vacaciones.
– No, por lo visto se ha puesto del bando contrario.
– ¿Con los fascistas?
– Así es.
– Mi querido monsieur Rivette, era previsible. Pleumeur-Bodou nunca tuvo inclinaciones democráticas.
– Yo no lo previ nunca. Pero, en fin, a mi edad ya he dejado de juzgar. Acepto a las personas tal cual son, hagan lo que hagan.
– Siempre fue usted un maestro excesivamente benévolo, monsieur Rivette.
– No lo crea. Simplemente sucede que es un error que un viejo como yo se erija en juez… Pero habrá jueces. Pierre, no lo dude, jueces duros como la roca y para quienes la palabra piedad carecerá de sentido. A veces, en la duermevela, los sueño, los veo actuar y decidir: recomponen las piezas, son crueles y se rigen por reglas que para nosotros están en el dominio del azar. En una palabra, son horribles e incomprensibles. Claro que yo, para entonces, ya no estaré aquí.
– Tal vez sea mi borrachera pero esta noche huele a algo raro.
– Cada noche tiene un olor diferente, querido amigo, de lo contrario sería insoportable. Creo que debería meterse en la cama.
– Pero el olor de esta noche es especial, es como si algo se estuviera moviendo por las calles, algo impreciso, que conozco, pero que no consigo recordar qué es.
– Váyase a la cama. Duerma. Apacigüe su espíritu.
– El olor me seguirá hasta allí.
Esa noche, la del 7 al 8 de abril, tuvo el equívoco honor de ser una de las peores de mi vida. No recuerdo a qué hora me acosté ni en qué estado trepé por las escaleras hasta llegar a mis habitaciones. Dormí, si es que a aquellos temblores se les puede llamar sueño, en un laberinto de techos bajos, blanco y gris, de arquitecturado similar a los pasillos circulares de la Clínica Arago, a veces más grandes, interminables, a veces más pequeños, como vestíbulos retorcidos, en donde los sobresaltos y los gemidos con que despertaba y volvía a dormirme no eran lo peor que me podía suceder. ¿Qué hacía allí? ¿Estaba por mi voluntad o una fuerza ajena me mantenía en aquel lugar? ¿Buscaba a Vallejo o a otra persona? Creo que si todas las pesadillas se conjuraran para visitarme en sueños el resultado sería semejante al de aquella noche. Recuerdo que en algún momento, sentado en la cama, mientras me secaba con la manga del pijama el sudor del cuello, pensé que los sueños que estaba sufriendo tenían todas las características de una transmisión; sí, una suerte de transmisión radiofónica. De esta manera, como si mi mundo onírico fuera la radio de un radioaficionado agazapado en un canal ajeno, a mi mente llegaban escenas y voces (porque debo decir que los sueños tenían la siguiente peculiaridad: más que de imágenes estaban compuestos por voces, balbuceos, sonidos guturales) que nada tenían que ver con mis propios fantasmas aunque de manera fortuita me hubiera convertido en el receptor. El radioteatro demencial que me asaltó era sin duda la anticipación del infierno; un infierno de voces que se enlazaban y desenlazaban a través de una estática que presumo eran mis ronquidos de angustia, formando dúos, tríos, cuartetos, coros enteros que avanzaban a ciegas por una cámara vacía, como una sala de lecturas vacía, que en determinado momento identificaba como mi propio cerebro. También, en algún instante del sueño, pensé que la oreja era el ojo.
La pesadilla, de forma somera, pudo transcurrir así:
Una primera voz dice: «¿Quién demonios es Pierre Pain?»
«Hay una fuga.»
«Sólo estoy seguro de que hay una fuga.»
«Pudo producirse por un descuido insignificante.»
«Observe el panorama. ¿Qué nota de raro?»
«Nuestra vida en el Mercado, en las calles del Gran Mercado…»
«Los sueños, la melancolía.»
«Hay una fuga, observe el panorama.»
De manera vaga, como en una foto movida, veo a Terzeff, a Pleumeur-Bodou y a mí mismo alrededor de monsieur Rivette, en el estudio de su antigua casa del Boulevard Richard Lenoir, donde ya hace mucho que no vive; es el año 1922 y los cuatro estamos en silencio aunque nuestro maestro constantemente mueve los ojos, como si adivinara una intrusión. Comprendo que esta imagen es, de algún modo, una alternativa al curso general del sueño y que, pese a su vicaria protección, no podré asirme a ella.
Un desconocido sonríe. Es un actor cinematográfico, pero sólo sé eso, nada más. Su sonrisa es hermosa, sus palabras, en cambio, rajan el aire, absorben en un segundo todo el oxígeno de la habitación: «¿Qué quiere decir cuando habla de una fuga? ¿Qué representa para usted la palabra fuga?»
Por detrás, como si fuera la escenografía en sombras del desconocido, creo oír un ruido apagado, intermitente, que me llena de urgencia.
Despierto. Escucho con atención el sonido de las cañerías. Las paredes del cuarto, de forma casi imperceptible, parecen vibrar. Lo mismo sucede con mi piel.
El desconocido se aleja por un boulevard solitario. De las copas de los árboles caen hojas secas. ¿Es otoño?
Ahora me veo a mí mismo, oculto detrás de una cortina, observando a través de los vidrios sucios al desconocido que está en medio de la calle. El desconocido, a su vez, estudia las ventanas del edificio donde me encuentro, aunque no la ventana tras la cual lo espío.
¿Quién es ese hombre? ¿Qué busca?
La escena se fragmenta en el momento en que su mirada va a caer sobre mi ventana.
Pronunciada a dúo y de forma lastimera, oigo la siguiente frase: «Es difícil que nos movamos por París, jefe, apenas sabemos cuatro palabras en francés…»
«¿Qué significa para ustedes la palabra fuga?»
«¿Fuga de información?»
«¡Guárdese ese circuito espinal miniaturizado!»
«¡Nuestros agentes no sólo gastan tiempo, también energía!»
«¿Sabe lo que significan esas palabras?»