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Intenté leer pero me resultó odioso. La presencia de madame Reynaud aleteaba aún en la casa. Recuerdo que en un momento, sin enojo, arrojé contra la pared el libro que tenía en las manos. Inútilmente traté de evocar un grabado en extremo inquietante y revelador de Félicien Rops. El gris de la ciudad, al fondo, se tornaba en una amalgama negra y blanca que presagiaba amenazas. Probé a asear ambas habitaciones. Pasé el cepillo por el traje que llevaba puesto. Me demoré frente al espejo en la perfección de mi peinado. Imposible.

Cuando salí el cielo había vuelto a encapotarse y a las dos manzanas empezó a llover. Deseé que la lluvia se mantuviera hasta bien entrada la noche para dormirme escuchando el martilleo de las gotas sobre el tejado. Era lo único que deseaba y era la mejor disposición que podía tener antes de ver, por fin, a mi enfermo.

El dormitorio donde estaba Vallejo tenía las paredes mal encaladas y un incomprensible espejo dorado en la pared. Al llegar encontramos a un hombre moreno fumando en el pasillo, con las solapas del abrigo levantadas, que se dirigió a madame Vallejo en un chapurreado de francés y español ininteligible. Acto seguido el hombre se despidió sin que madame Vallejo nos lo presentara y entramos en la habitación. Monsieur Vallejo dormía. En un rincón, sentado en una silla blanca, otro visitante, envuelto en una gabardina enorme, hojeaba distraídamente una revista deportiva. Al vernos se levantó, pero madame Vallejo lo detuvo con un gesto perentorio que indicaba silencio:

– Es mejor no despertarlo -susurró.

Asentí con la cabeza y de puntillas me acerqué a la cama. Por el espejo vi que el hombre retrocedía hasta la silla y madame Reynaud se colocaba junto a una ventana con las persianas semicerradas. Madame Vallejo fue la única que no se movió.

De inmediato me puse a un lado de Vallejo. Este se revolvió y abrió los labios pero no llegó a articular palabra. Madame Reynaud se llevó una mano a la boca, como si ahogara un grito. El silencio de la habitación daba la impresión de estar lleno de agujeros.

Suspendí la mano izquierda a treinta centímetros de la cabecera y me dispuse a esperar. Ante mí se desplegaba tímidamente el rostro afilado del enfermo con esa rara dignidad desconsolada común a todos los que llevan algún tiempo encerrados en un hospital. El resto es borroso; mechones de pelo negro, el cuello mal cubierto por la camisa del pijama, la piel lustrosa, sin rastros de sudor. En la quietud de la habitación sólo se oía su hipo. Sé que nunca podré describir el rostro de Vallejo, al menos tal como lo vi en ese mi único encuentro; pero el hipo, la naturaleza de ese hipo que envolvía todo apenas se escuchara con atención, es decir, apenas realmente se escuchara, escapaba a cualquier descripción, siendo al mismo tiempo a la medida de cualquiera, como un ectoplasma sonoro o como un hallazgo surrealista.

He dicho «la naturaleza del hipo» y tal vez una de sus peculiaridades, ésa fue mi impresión, era el tener su origen en sí mismo. Todos sabemos que el hipo es una contracción muscular, un movimiento convulsivo del diafragma que produce una respiración interrumpida y violenta, causando a intermitencias un ruido característico; pues bien, el hipo de Vallejo, en cambio, parecía dueño de una total autonomía, ajeno al cuerpo de mi paciente, como si éste no sufriera hipo sino que el hipo lo sufriera a él. Eso fue lo que pensé.

Durante dos horas permanecí junto al lecho. Por suerte el hombre de la gabardina se marchó apenas transcurridos unos minutos. El leve sonido que hizo la puerta al cerrarse me sustrajo de los senderos fantásticos por los que me estaba perdiendo y me concentré en la enfermedad, en el pozo que era Vallejo. Estar con las dos mujeres y el enfermo, descubrí con fruición, era como estar solo, pero en una soledad armoniosa, ligera, más veloz que los relojes, como dijo el filósofo.

– Está despierto -susurró madame Reynaud.

La miro, me llevo un dedo a los labios indicándole silencio, Vallejo está dormido, apenas se mueve, su debilidad es manifiesta. Madame Vallejo se coloca junto a su esposo, al otro lado de la cabecera, frente a mí. Le hago una señal para que se aparte. El rostro de madame Reynaud, lo percibo cuando madame Vallejo, obediente, vuelve a los pies de la cama, empalidece de repente. Vallejo ha abierto los ojos, mira a su mujer, balbucea dos o tres palabras confusas. Delira. Luego cierra los ojos y da la impresión de que su sueño es calmo. No me he movido. Siento como si una arañita, diminuta pero de peso considerable, recorriera el dorso de la mano que durante todo este tiempo he sostenido en el aire.

Al marcharme experimenté un profundo cansancio, los hombros me dolían como si hubiera hecho un esfuerzo físico desproporcionado y no tenía ganas de hablar. Deseaba toser en un sitio abierto, donde no molestara a nadie, y caminar solo mientras se aproximaba la noche. Creía firmemente que mi paciente sanaría y en esa esperanza me sentí, de forma extravagante, unido no sólo a las dos mujeres que me observaban desde diferentes ángulos de aquella habitación, sino a la mayoría de los habitantes de París, ignorantes de lo que allí ocurría.

Los ojos de madame Vallejo me miraron interrogantes.

– Hay una esperanza -dije sin pasión cuando ya estaba junto a la puerta.

Madame Reynaud no se había movido de al lado de la ventana. Me miró (pero no era a mí a quien veía) y luego abrió las persianas.

– Hay una esperanza -sonreí mientras intentaba buscar algo, una señal, en la actitud de mi amiga.

– Adiós, monsieur Pain. -Adiviné un susurro en los labios de madame Reynaud.

Comprendí que estaba agradecida y que se quedaría junto a madame Vallejo. Nada más. El hipo había cesado; lo supe más tarde pues el sonido seguía retumbando en mi cabeza. Me sentí, como es lógico, feliz.

Antes de irme miré al hombre postrado en la cama. Era moreno y las sábanas eran blancas, ásperas. En ese momento todo, engañosamente, me pareció sencillo o al menos abocado a soluciones sencillas. De una manera no demasiado irrazonable estaba convencido de que podía curar a Vallejo.

– Mañana volveré -dije.

Las dos mujeres asintieron en silencio.

Estaban junto a la ventana y se estrechaban las manos.

– A las tres de la tarde -dije.

La puerta se cerró. Estaba solo. Ahora es cuando debe pasar algo, pensé; sin embargo recorrí los pasillos tenuemente iluminados hasta la salida de la clínica y la gente que pasaba a mi lado apenas reparó en mí. En la recepción pregunté a la enfermera encargada si podía facilitarme los nombres de los médicos españoles que trabajaban con Lejard o Lemière. Me miró como si estuviera desquiciado, luego hizo ademán de coger un libro de tapas negras, pero se arrepintió antes de abrirlo. El único médico español era el doctor Mariano Roca, afirmó.

– ¿Lo podría describir? -pregunté con la mejor de mis sonrisas.

– Viejo y gordo -dijo con asco.

– ¿Es el único médico español de la plantilla?

– El único extranjero -puntualizó-. Nuestro personal facultativo está compuesto por franceses, salvo la penosa excepción del doctor Roca. -Era evidente que éste no contaba con su simpatía.

– ¿Está segura de que no trabajan aquí, aunque sea de forma esporádica, dos médicos españoles o tal vez sudamericanos, jóvenes, aproximadamente de unos treinta años? -insistí.

– ¿Usted qué es? ¿Un detective?

– No, por Dios… ¿Tengo cara de detective? Simplemente estoy buscando a esos médicos para devolverles algo que les pertenece.

– ¿Qué?

La contemplé por primera vez con atención. Su rostro, paulatinamente, pareció transformarse. Ahora era una mezcla de cancerbero y de puta presentida y temida en mi adolescencia.

– Es algo personal…, ya me entiende.

– Me temo que no.

– En fin, si usted asegura que no trabajan aquí…

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