Entonces ellos me miraban y se quedaban en silencio.
Y yo esperaba un tiempo prudencial haciéndome la desentendida y luego volvía a mirarlos y me preguntaba por qué no decían nada. Y aunque intentaba mantener mi mirada ocupada en otras cosas, el tráfico al otro lado de los ventanales, el movimiento pausado de las meseras, el humo que salía de un lugar indeterminado detrás de la barra, lo que de verdad me interesaba era observarlos a ellos, inmersos en un silencio sin fin, y pensaba que no era normal que se quedaran callados durante tanto tiempo.
Y en ese momento volvían la inquietud y las conjeturas desmesuradas y el sueño y el frío que desgarra y luego adormece las extremidades. Pero yo no dejaba de moverme. Movía las piernas y los brazos. Respiraba. Oxigenaba mi sangre. Yo si no quiero morir no voy a morir, me decía a mí misma. Así que me movía y al mismo tiempo, a vista de águila, aunque allí no había águilas, veía mi cuerpo moverse entre los desfiladeros nevados, por los terraplenes de nieve, por las interminables explanadas blancas como el lomo fosilizado de Moby Dick. Pero yo seguía caminando. Caminé y caminé. Y de vez en cuando me detenía y me decía a mí misma: despierta, Auxilio. Esto no hay quien lo aguante. Sin embargo yo sabía que podía aguantarlo. Así que bauticé a mi pierna derecha con el nombre de voluntad y a mi pierna izquierda con el nombre de necesidad. Y aguanté.
Yo aguanté y una tarde dejé atrás el inmenso territorio nevado y divisé un valle. Me senté en el suelo y miré el valle. Era grande. Parecía como el fondo que se ve en algunas pinturas renacentistas, pero a lo bestia. El aire era frío, pero no cortaba la cara. Yo me detuve en lo alto del valle y me senté en el suelo. Estaba cansada. Quería respirar. No sabía qué iba a ser de mi vida. Tal vez, conjeturé, alguien me proporcione una chamba en la Facultad. Respiré. El aire era sabroso.
Atardecía. El sol comenzaba a ponerse mucho más allá, en otros valles singulares, tal vez más pequeños que el enorme valle que yo había encontrado. La claridad que flotaba sobre las cosas, no obstante, era suficiente. Comenzaré a bajar, pensé, apenas reponga un poco mis fuerzas y antes de que anochezca estaré en el valle.
Me levanté. Las piernas me temblaban. Me volví a sentar. A unos metros de donde estaba había una lengua de nieve. Me acerqué a ella y me lavé la cara. Me volví a sentar. Un poco más abajo había un árbol. En una rama vi un gorrión. Luego una mancha verde atravesó el aire. Vi un quetzal. Vi un gorrión y un quetzal. Los dos pájaros encaramados sobre la misma rama. Mis labios partidos susurraron: la misma rama. Escuché mi voz. Sólo entonces me di cuenta del enorme silencio que se cernía sobre el valle.
Me levanté y me acerqué al árbol. Discretamente, porque no quería asustar a los pájaros. La vista, desde allí, era mejor. Pero tenía que caminar con cuidado, mirando el suelo, pues había piedras sueltas y la posibilidad de resbalar y caer era grande. Cuando llegué junto al árbol los pájaros habían volado. Entonces vi que por el otro extremo del valle, por el oeste, se abría un abismo sin fondo.
¿Me estoy volviendo loca?, pensé. ¿Fue ésta la locura y el miedo de Arturo Gordon Pym? ¿Estoy recobrando la cordura a una velocidad de vértigo? Las palabras restallaban en el interior de mi cabeza, como si una giganta estuviera gritando dentro de mí, pero afuera el silencio era total. Por el oeste se ponía el sol y las sombras, abajo, en el valle, se alargaban y lo que antes era verde ahora era verde oscuro y lo que antes era marrón ahora era gris oscuro o negro.
Entonces vi una sombra diferente, como la que proyectan las nubes cuando se mueven aprisa por un gran prado, aunque esta sombra no la proyectaba ninguna nube, en el extremo oriental del valle. ¿Qué era eso?, me pregunté. Miré el cielo. Luego miré el árbol y vi que el quetzal y el gorrión habían vuelto a posarse sobre la misma rama y disfrutaban inmóviles de la quietud del valle. Luego miré el abismo. Se me encogió el corazón. Ese abismo marcaba el final del valle. Yo no recordaba ningún valle con un accidente geográfico similar. De hecho, en ese momento más que en un valle me pareció estar en una meseta. Pero no. No era una meseta. Las mesetas, por su propia condición, carecen de paredes naturales. Pero los valles, me dije, no se hunden en abismos insondables. Aunque puede que algunos sí. Luego miré la sombra que se esparcía y avanzaba por el otro extremo, como si también hubiera salido ella de la zona nevada, sólo que por otro sitio que yo. A lo lejos, sobrevolando los volcanes multiplicados, una tormenta eléctrica se gestaba en silencio. Supe entonces que el quetzal y el gorrión que estaban sobre la rama, metro y medio por encima de mí, eran los únicos pájaros vivos de todo aquel valle. Y supe que la sombra que se deslizaba por el gran prado era una multitud de jóvenes, una inacabable legión de jóvenes que se dirigía a alguna parte.
Los vi. Estaba demasiado lejos para distinguir sus rostros. Pero los vi. No sé si eran jóvenes de carne y hueso o fantasmas. Pero los vi.
Probablemente eran fantasmas.
Pero caminaban y no volaban, como dicen que vuelan los fantasmas. Así que puede que no fueran fantasmas. Supe también que pese a caminar juntos no constituían lo que comúnmente se llama una masa: sus destinos no estaban imbricados en una idea común. Los unía sólo su generosidad y su valentía. Conjeturé (con las palmas de las manos apoyadas en mis mejillas) que también ellos habían vagado por las montañas nevadas y que allí se habían ido encontrando y caminando juntos hasta formar un ejército que ahora se desplazaba por el prado. Ellos por un lado y yo por el otro. Vi las cumbres alpinas como un espejo, abolidas las leyes de la física, con dos lados: de un lado del espejo había salido yo y del otro habían salido ellos.
Caminaban hacia el abismo. Creo que eso lo supe desde que los vi. Sombra o masa de niños, caminaban indefectiblemente hacia el abismo.
Después oí un murmullo que el aire frío del atardecer en el valle levantaba hacia los faldeos y riscos, y me quedé estupefacta.
Estaban cantando.
Los niños, los jóvenes, cantaban y se dirigían hacia el abismo. Me llevé una mano a la boca, como si quisiera ahogar un grito, y adelanté la otra, los dedos temblorosos y extendidos como si pudiera tocarlos. Quiso mi mente recordar un texto que hablaba de niños que marchaban a la guerra entonando canciones, pero no pudo. Tenía la mente al revés. La travesía por las nieves me había convertido en piel. Tal vez siempre fui así. No soy una mujer muy inteligente.
Extendí ambas manos, como si pidiera al cielo poder abrazarlos, y grité, pero mi grito se perdió en las alturas donde aún me encontraba y no llegó al valle. Flaca, arrugada, malherida, con la mente sangrando y los ojos llenos de lágrimas busqué los pájaros como si los pobrecitos me hubieran podido ayudar en esa hora en la que todo en el mundo se apagaba.
La rama estaba vacía.
Supuse que los pájaros eran un símbolo y que en esta parte de la historia todo era simple y sencillo. Supuse que los pájaros eran la enseña de los muchachos. No sé ya qué más supuse.
Y los oí cantar, los oigo cantar todavía, ahora que ya no estoy en el valle, muy bajito, apenas un murmullo casi inaudible, a los niños más lindos de Latinoamérica, a los niños mal alimentados y a los bien alimentados, a los que lo tuvieron todo y a los que no tuvieron nada, qué canto más bonito es el que sale de sus labios, qué bonitos eran ellos, qué belleza, aunque estuvieran marchando hombro con hombro hacia la muerte, los oí cantar y me volví loca, los oí cantar y nada pude hacer para que se detuvieran, yo estaba demasiado lejos y no tenía fuerzas para bajar al valle, para ponerme en medio de aquel prado y decirles que se detuvieran, que marchaban hacia una muerte cierta. Lo único que pude hacer fue ponerme de pie, temblorosa, y escuchar hasta el último suspiro su canto, escuchar siempre su canto, porque aunque a ellos se los tragó el abismo el canto siguió en el aire del valle, en la neblina del valle que al atardecer subía hacia los faldeos y hacia los riscos.