Una corre peligros. Esa es la pura verdad. Una corre riesgos y es juguete del destino hasta en los sitios más inverosímiles.
La vez del florero yo me puse a llorar. O mejor dicho: se me saltaron las lágrimas sin darme cuenta y tuve que sentarme en un sillón, en el único sillón que don Pedro tenía en aquella habitación, porque si no me siento me hubiera desmayado. Al menos, puedo asegurar que en determinado momento se me nubló la vista y se me aflojaron las piernas. Y cuando ya estuve sentada, me entraron unos temblores muy fuertes que parecía que me fuera a dar un ataque. Y lo peor era que mi única preocupación en ese momento consistía en que Pedrito Garfias no entrara y me viera en ese estado tan lamentable. Al mismo tiempo no dejaba de pensar en el florero, al que evitaba mirar aunque sabía (tonta de remate no soy) que estaba allí, en la habitación, de pie sobre una repisa en donde había también un sapo de plata, un sapo cuya piel parecía haber absorbido toda la locura de la luna mexicana. Y luego, aún temblando, me levanté y me volví a acercar, yo creo que con la sana intención de coger el florero y estrellarlo contra el suelo, contra las baldosas verdes del suelo, y esta vez no me aproximé al objeto de mi terror en espiral sino en línea recta, una línea recta vacilante, sí, pero línea recta al fin y al cabo. Y cuando estuve a medio metro del florero me detuve otra vez y me dije: si no el infierno, allí hay pesadillas, allí está todo lo que la gente ha perdido, todo lo que causa dolor y lo que más vale olvidar.
Y entonces pensé: ¿Pedrito Garfias sabe lo que se esconde en el interior de su florero? ¿Saben los poetas lo que se agazapa en la boca sin fondo de sus floreros? ¿Y si lo saben por qué no los destrozan, por qué no asumen ellos mismos esta responsabilidad?
Aquel día no supe pensar en otra cosa. Me fui más temprano de lo usual y me dediqué a pasear por el Bosque de Chapultepec. Un lugar bonito y sedante. Pero por más que caminaba y admiraba lo que veía no podía dejar de pensar en el florero y en el estudio de Pedrito Garfias y en sus libros y en su mirada tan triste que a veces se posaba sobre las cosas más inofensivas y otras veces sobre las cosas más peligrosas. Y así, mientras ante mis ojos veía los muros del Palacio de Maximiliano y Carlota, o veía los árboles del bosque multiplicados en la superficie del lago de Chapultepec, en mi imaginación sólo veía a un poeta español que miraba un florero con una tristeza que parecía abarcarlo todo. Y eso me daba rabia. O mejor dicho: al principio me daba rabia. Me preguntaba a mí misma por qué razón él no hacía nada al respecto: Por qué el poeta se quedaba mirando el florero en vez de dar dos pasos (dos o tres pasos que resultarían tan elegantes con sus pantalones de lino crudo) y agarrar el florero con ambas manos y estrellarlo contra el suelo. Pero luego se me iba la rabia y me ponía a reflexionar mientras la brisa del Bosque de Chapultepec (del pintoresco Chapultepec, como escribió Manuel Gutiérrez Nájera) me acariciaba la punta de la nariz hasta que caía en la cuenta de que probablemente Pedrito Garfias ya había roto muchos floreros, muchos objetos misteriosos a lo largo de su vida, ¡innumerables floreros!, ¡y en dos continentes!, así que quién era yo para reprocharle, aunque sólo fuera mentalmente, la pasividad que mostraba ante el que tenía en su estudio.
Y ya puesta en esa tesitura, incluso buscaba más de una razón que justificara la permanencia del florero, y efectivamente se me ocurría más de una, pero para qué enumerarlas, qué inutilidad enumerarlas. Lo único cierto era que el florero estaba allí, aunque también podía estar en una ventana abierta de Montevideo o sobre el escritorio de mi padre, que murió hace tanto tiempo que ya casi lo he olvidado, en la antigua casa de mi padre, el doctor Lacouture, una casa y un escritorio sobre los que caen ya mismo los pilares del olvido.
Así que lo único cierto es que yo frecuentaba la casa de León Felipe y la casa de Pedro Garfias y que los ayudaba en lo que podía, quitándoles el polvo a los libros y barriendo el suelo, por ejemplo, y que cuando ellos protestaban yo les decía déjenme tranquila, ustedes escriban y déjenme a mí ocuparme de la intendencia, y que entonces León Felipe se reía y don Pedro no se reía, Pedrito Garfias, qué melancólico, él no se reía, él me miraba con sus ojos como de lago al atardecer, esos lagos que están en medio del monte y que nadie visita, esos lagos tristísimos y apacibles, tan apacibles que no parecen de este mundo, y decía no te molestes, Auxilio, o gracias, Auxilio, y no decía nada más. Qué hombre más divino. Qué hombre más íntegro. Se quedaba de pie, inmóvil, y me daba las gracias. Eso era todo y con eso a mí me bastaba. Porque yo me conformo con poco. Eso salta a la vista. León Felipe me decía bonita, me decía eres una chica impagable, Auxilio, y trataba de ayudarme con unos cuantos pesos, pero yo generalmente cuando él me ofrecía dinero ponía el grito en el cielo (literalmente), yo esto lo hago por gusto, León Felipe, le decía, yo esto lo hago asaeteada por la admiración. Y León Felipe se quedaba un ratito pensando en mi adjetivo y yo entonces volvía a poner sobre su mesa el dinero que me había dado y seguía con mi trabajo. Yo cantaba. Yo cuando trabajaba cantaba y no me importaba que el trabajo fuera gratis o pagado. De hecho, creo que prefería que el trabajo fuera gratis (aunque no voy a ser tan hipócrita como para decir que no era feliz cuando me pagaban). Pero con ellos prefería que fuera gratis. Con ellos yo hubiera pagado de mi propio bolsillo para moverme entre sus libros y entre sus papeles con total libertad. Y lo que solía recibir (y aceptar) eran regalos. León Felipe me regalaba figuritas mexicanas de barro que yo no sé de dónde las sacaba porque en su casa tampoco es que tuviera muchas. Yo creo que las compraba especialmente para mí. Qué tristeza de figuritas. Eran tan bonitas. Chiquititas y bonitas. Allí no se escondía la puerta del infierno ni del cielo, sólo eran figuritas que hacían los indios y que luego vendían a los intermediarios que iban a Oaxaca a comprarlas y que éstos revendían, mucho más caras, en los mercados o en puestos callejeros del DF. Don Pedro Garfias, en cambio, me regalaba libros, libros de filosofía. Ahora mismo recuerdo uno de José Gaos, que intenté leer pero que no me gustó. José Gaos también era español y también murió en México. Pobre José Gaos, tendría que haberme esforzado más. ¿Cuándo murió Gaos? Creo que en 1968, como León Felipe, o no, en 1969, y entonces hasta es posible que muriera de tristeza. Pedrito Garfias murió en 1967, en Monterrey. León Felipe murió en 1968. Las figuritas que León Felipe me regaló las fui perdiendo una detrás de otra. Ahora deben de estar en estanterías de casas sólidas o de cuartos de azotea de la colonia Nápoles o de la colonia Roma o de la colonia Hipódromo-Condesa. Las que no se rompieron. Las que se rompieron deben de ser parte del polvo del DF. Los libros de Pedro Garfias también los perdí. Los de filosofía, los primeros, y los de poesía, fatalmente, también.
A veces me da por pensar que tanto mis libros como mis figuritas de alguna manera me acompañan.
¿Pero cómo me pueden acompañar?, me pregunto. ¿Flotan a mí alrededor? ¿Flotan sobre mi cabeza? ¿Los libros y las figuritas que fui perdiendo se han convertido en el aire del DF? ¿Se han convertido en la ceniza que recorre esta ciudad de norte a sur y de este a oeste? Puede ser. La noche oscura del alma avanza por las calles del DF barriéndolo todo. Ya apenas se escuchan canciones, aquí, en donde antes todo era una canción. La nube de polvo lo pulveriza todo. Primero a los poetas, luego los amores, y luego, cuando parece que está saciada y que se pierde, la nube vuelve y se instala en lo más alto de tu ciudad o de tu mente y te dice con gestos misteriosos que no piensa moverse.