Y entonces comprendí y atrapé al vuelo aquello que se me había pasado desapercibido.
Alto, dije. Ahora recuerdo, dije. El aire enrarecido por el vuelo de miles de insectos se aclaró. Coffeen me miraba. Yo miraba un aeropuerto en donde no había aviones ni gente: sólo hangares sin sombras y pistas de aterrizaje, porque de ese aeropuerto sólo salían sueños y visiones. Era el aeropuerto de los borrachos y de los drogados. Y luego el aeropuerto se esfumó y en su lugar vi los ojos de Coffeen que me preguntaban qué era lo que había recordado. Y yo dije: nada. Nada, locuras mías, ideas mías. Hice el ademán de levantarme pues entonces sí que decidí que por aquella noche ya estaba bien, pero Coffeen puso una de sus manos sobre mi hombro y me retuvo. Que sea lo que Dios quiera, pensé. Yo no soy una mujer religiosa, pero eso fue lo que pensé. Y también pensé: no veré la luz de un nuevo día, que dicho así suena más bien cursi pero pensado en aquel momento sonaba como pórtico del misterio o algo así. Y, cosa sorprendente, lo que sentí entonces no fue miedo sino alivio, como si el darme cuenta de golpe de aquello que había pasado por alto en la historia de Erígone me hubiera anestesiado y aunque la sala de la casa de Lilian Serpas no era lo más parecido a un quirófano yo me sentí como si me estuvieran arrastrando hacia un quirófano. Pensé: estoy en el lavabo de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras y soy la última que queda. Iba hacia el quirófano. Iba hacia el parto de la Historia. Y también pensé (porque no soy tonta): todo ha acabado, los granaderos se han marchado de la Universidad, los estudiantes han muerto en Tlatelolco, la Universidad ha vuelto a abrirse, pero yo sigo encerrada en el lavabo de la cuarta planta, como si de tanto arañar las baldosas iluminadas por la luna hubiera abierto una puerta que no es el pórtico de la tristeza en el contínuum del Tiempo. Todos se han ido, menos yo. Todos han vuelto, menos yo. La segunda afirmación era difícil de aceptar porque la verdad es que no veía a nadie y si todos hubieran vuelto yo los vería. En realidad, si me esforzaba, lo único que conseguía ver eran los ojos de Carlos Coffeen Serpas. Pero la vaga certidumbre seguía allí, mientras mi camilla corría por el pasillo, un pasillo verde bosque y a trechos verde camuflaje militar y a trechos verde botella de vino, rumbo a un quirófano que se dilataba en el tiempo mientras la Historia anunciaba a gritos destemplados su Parto y los médicos anunciaban con susurros mi anemia, ¿pero cómo me van a operar de anemia?, pensaba yo. ¿Voy a tener un hijo, doctor?, susurraba haciendo un esfuerzo inmenso. Los médicos me miraban desde arriba, con sus verdes tapabocas de bandidos, y decían que no mientras la camilla iba cada vez más rápida por un pasillo que viboreaba como una vena fuera del cuerpo. ¿De verdad no voy a tener un hijo? ¿No estoy embarazada?, les preguntaba. Y los médicos me miraban y decían no, señora, sólo la llevamos para que asista al parto de la Historia. ¿Pero por qué tanta prisa, doctor?, ¡me estoy mareando!, les decía. Y los médicos respondían con el mismo sonsonete con que se responde a quien agoniza: porque el parto de la Historia no puede esperar, porque si llegamos tarde usted ya no verá nada, sólo las ruinas y el humo, el paisaje vacío, y volverá a estar sola para siempre aunque salga cada noche a emborracharse con sus amigos poetas. Entonces démonos prisa, les decía yo. La anestesia se me subía a lar cabeza como a veces se me suben los caldos de la extrañeza y dejaba (por el momento) de hacer preguntas. Fijaba mi vista en el techo y sólo oía el traqueteo de goma de la camilla y los gritos en sordina de otros enfermos, de otras víctimas del pentotal sódico (eso pensaba), y hasta sentía un ligero calorcillo confortable que subía lentamente por mis largos huesos helados.
Cuando llegábamos al quirófano la visión se empañaba y luego se trizaba y luego caía y se fragmentaba y luego un rayo pulverizaba los fragmentos y luego el viento se llevaba el polvo en medio de la nada o de la Ciudad de México.
Era la hora de abrir los ojos otra vez y de decirle algo, lo que fuera, a Carlos Coffeen Serpas.
Y lo que le dije fue que ya era tarde y que debía irme. Y Coffeen me miró, como si él también hubiera visto algo que normalmente sólo se ve en los sueños, y se apartó de un salto. Tu madre llegará mañana por la mañana, dije. Entendido, dijo Coffeen sin mirarme.
Me acompañó hasta la puerta. Cuando bajaba el primer tramo de escaleras me di la vuelta, él seguía allí, en el rellano, la puerta sin cerrar, mirándome. Me llevé una mano a la boca y empecé a decirle algo pero de pronto me di cuenta de que sólo estaba pronunciando sílabas incoherentes. Fue como si de improviso me hubiera vuelto gagá. Así que me quedé con la mano en la boca y mirándolo, pero sin atinar a decirle nada, hasta que Coffeen con un gesto en el que era lícito percibir miedo y cansancio a partes iguales cerró la puerta. Durante unos segundos permanecí inmóvil. Pensaba. Luego la luz de las escaleras se apagó y comencé a bajar despacio, en medio de la oscuridad, sin soltar la barandilla.
En Bolívar tomé un taxi.
Mientras íbamos camino a mi cuarto de azotea, que por entonces estaba en la colonia Escandón, me puse a llorar. El taxista me miró de lado. Parecía una iguana. Creo que pensó que era una puta y que había tenido una noche mala. No llore, güera, me dijo, no vale la pena, ya verá como mañana ve las cosas de otra manera. No se me haga el filósofo, le contesté, y conduzca con cuidado.
Cuando bajé tenía los ojos secos.
Me preparé un té y me puse a leer acostada en la cama. No recuerdo qué leí. Seguro que no a Pedro Garfias. Finalmente desistí y terminé de beberme mi té a oscuras. Luego amaneció una vez más en la capital de México.
13
Supe entonces lo que supe y una alegría frágil, temblorosa, se instaló en mis días.
Salir por las noches con los poetas jóvenes mexicanos me dejaba exhausta o vacía o con ganas de llorar. Me cambié de cuarto de azotea. Viví en la Nápoles y en la Roma y en la Atenor Salas. Perdí mis libros y perdí mi ropa. Pero al poco tiempo ya tenía otra vez libros y también, aunque con menos celeridad, algo de ropa. Me dieron chambas sin importancia en la Universidad y me las quitaron. Todos los días, excepto por causas de fuerza mayor, yo estaba allí y veía lo que nadie veía. Mi adorada Facultad de Filosofía y Letras, con sus odios florentinos y sus venganzas romanas. De vez en cuando me encontraba a Lilian Serpas en el café Quito o en algún otro local de la avenida Bucareli y, como era natural, nos saludábamos, pero nunca volvimos a hablar de su adorado hijo (aunque algunas noches yo hubiera dado lo que fuera para que Lilian me pidiera otra vez que fuera a su casa y le dijera a su hijo que aquella noche no iba a volver), hasta que un día dejó de aparecer como el fantasma de los vendavales por los lugares que yo frecuentaba y nadie preguntó por ella ni yo quise hacer averiguaciones con respecto a su paradero, tal era la fragilidad que se había instalado en mi espíritu, la falta de curiosidad, precisamente una de mis características, antaño, más notables.
Poco después me dio por dormir. Antes yo nunca dormía. Era la insomne de la poesía mexicana y todo lo leía y lo celebraba y no había brindis en donde yo no estuviera. Pero un día, algunos meses después de haber visto por primera y última vez a Carlos Coffeen Serpas, me quedé dormida en un asiento del camión que me llevaba a la Universidad y sólo me desperté cuando unos brazos me cogieron de los hombros y me movieron como si intentaran poner en marcha un péndulo averiado. Desperté sobresaltada. Quien me había despertado era un muchachito de unos diecisiete años, un estudiante, y al ver su rostro tuve que hacer un esfuerzo muy grande para evitar ponerme a llorar ahí mismo. Desde aquel día dormir se convirtió en un vicio. No quería pensar en Coffeen ni en la historia de Erígone y Orestes. No quería pensar en mi historia ni en los años que me quedaban de vida.