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¿A quién querés que me coma?, decía yo buscando su sombra que sonaba tan enfática y tan bonita como el poema Marcha Triunfal de Rubén Darío. A mí no, a mí no me podes comer, decía la vocecita. ¿A quién podría comerme entonces? Aquí estoy sola. Estamos tú y yo y los miles de Popocatépetl e Ixtaccíhuatl y el viento helado y nada más, decía yo mientras caminaba por la nieve y miraba el horizonte buscando una señal cualquiera de la ciudad más grande de Latinoamérica. Pero el jodido DF no se veía por ninguna parte y lo que en realidad quería era volver a dormir otra vez.

Entonces la vocecita se ponía a hablar del final de una novela de Julio Cortázar, aquella en la que el personaje está soñando que está en un cine y llega otro y le dice despierta. Y luego se puso a hablar de Marcel Schwob y de Jerzy Andrzejewski y de la traducción que hizo Pitol de la novela de Andrzejewski y yo dije alto, menos bla-bla-bla, yo todo eso lo conozco, mi problema, si es que hubiera algún problema, no es despertar sino no volver a quedarme dormida, cosa bastante improbable pues los sueños que tengo son buenos y no hay ser humano que desee despertar de un buen sueño. A lo que la vocecita me replicaba con una jerga psicoanalítica que claramente la identificaba (por si aún me quedaba alguna duda) como vocecita porteña y no montevideana. Entonces yo le decía: qué curioso, mis escalofríos suelen ser uruguayos, pero mi ángel de la guarda de los sueños es argentino.

Y ella, con tono profesoral, me corregía: argentina, en femenino, argentina.

Y luego nos quedábamos en silencio mientras el viento levantaba a rachas collares de hielo que quedaban suspendidos en el aire durante unos segundos y luego desaparecían, mirando, las dos, el horizonte inmaculado, por si veíamos aparecer por alguna parte la sombra del DF, aunque, a decir verdad, sin mucha esperanza de que apareciera.

Hasta que la vocecita decía: che, Auxilio, creo que me voy a ir. ¿Adonde?, le preguntaba yo. A otro sueño, decía ella. ¿A qué sueño?, le decía yo. A otro cualquiera, decía ella, aquí me muero de frío. Esto último lo decía con tanta sinceridad que yo buscaba su rostro entre la nieve y cuando por fin lo encontraba su carita sonaba igual que un poema de Robert Frost que habla de la nieve y del frío y eso me daba mucha pena porque la vocecita no me mentía y era verdad que se estaba congelando, pobrecita.

Así que la cogía entre mis brazos para darle calor y le decía: vete cuando quieras, no hay ningún problema. Hubiera querido decirle más cosas, pero sólo me salían esas frases más bien desangeladas. Y la vocecita se movía entre mis brazos como la pelusilla de un suéter de angora, un suéter de angora que no pesaba nada, y ronroneaba como los gatos del jardín de Remedios Varo. Y cuando ya había entrado en calor yo le decía vete, ha sido un placer conocerte, vete antes de que te vuelvas a quedar congelada. Y la vocecita salía de mis brazos (pero era como si saliera de mi ombligo) y se iba sin decir adiós ni chau ni nada, es decir se iba a la francesa como buen ángel de la guarda de los sueños argentino, y yo me quedaba sola y reflexionando como una loca, y de tanto pensar llegaba a la conclusión de que básicamente lo único que la vocecita había logrado arrancarme eran tonterías. Has quedado como una boba, me decía en voz alta o intentaba decirme en voz alta.

Y digo intentaba porque efectivamente lo intentaba, digo, abrir la boca, modular en las soledades nevadas esas palabras, pero era tan grande el frío que ni mover las quijadas podía. Así que yo creo que lo que decía en realidad sólo lo pensaba, aunque también he de decir que mis pensamientos eran atronadores (o así me lo parecía en esas altitudes nevadas), como si el frío, mientras me mataba y me dormía, al mismo tiempo me estuviera convirtiendo en una especie de yeti, una mujer de las nieves toda músculos y pelos y vozarrón, aunque ciertamente yo sabía que todo transcurría en un escenario imaginario y que no tenía músculos ni pelambrera que me protegiera de las ráfagas heladas ni mucho menos que mi voz se hubiera metamorfoseado en aquella especie de catedral que existía por sí misma y para sí misma y que lo único que hacía era formular una sola pregunta vacía de sustancia, hueca, insomne: ¿por qué?, ¿por qué?, hasta que las paredes de hielo se resquebrajaban y caían con gran estrépito mientras otras nuevas se levantaban como al socaire del polvo que levantaban las caídas y así no había manera de hacer nada, todo era inmutable, todo irremediable, todo inútil, hasta llorar, porque en las altitudes nevadas la gente no llora, sólo hace preguntas, eso lo descubrí con asombro, en las alturas de Machu Picchu no se llora, o bien porque el frío afecta a las glándulas que regulan las lágrimas o bien porque allí hasta las lágrimas son inútiles, lo que es, se lo mire como se lo mire, el colmo.

Así que allí estaba yo, acunada por la nieve y dispuesta a morir, cuando de repente sentí algo que goteaba y me dije esto no puede ser, debo estar alucinando otra vez, en el Himalaya nada gotea, todo está congelado. Bastó ese ruidito para que no entrara en el sueño eterno. Abrí los ojos y busqué la fuente de aquel sonido. Pensé: ¿se estará descongelando el glaciar? La oscuridad parecía casi absoluta, pero no tardé en descubrir que sólo eran mis ojos que tardaban en acostumbrarse. Después vi la luna detenida en una baldosa, en una sola, como si me estuviera aguardando. Yo estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Me levanté. La llave de uno de los lavamanos del baño de mujeres de la cuarta planta no estaba bien cerrada. La abrí del todo y me mojé la cara. La luna entonces cambió de baldosa.

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En ese momento decidí bajar de las montañas. Decidí no morirme de hambre en el lavabo de mujeres. Decidí no enloquecer. Decidí no convertirme en mendiga. Decidí decir la verdad aunque me señalaran con el dedo. Comencé a descender. Sólo recuerdo el viento gélido que me cortaba la cara y el brillo de la luna. Había rocas, había desfiladeros, había como pistas de esquí posnucleares. Pero yo bajaba sin prestarles excesiva atención. En alguna parte del cielo se estaba gestando una tormenta eléctrica, pero yo no le prestaba excesiva atención. Yo bajaba y pensaba en cosas alegres. Pensaba en Arturito Belano, por ejemplo, que cuando regresó al DF comenzó a salir con otros, no ya con los poetas jóvenes de México sino con gente más joven que él, mocosos de dieciséis, de diecisiete, de dieciocho. Y luego conoció a Ulises Lima y comenzó a reírse de sus antiguos amigos, yo incluida, a perdonarles la vida, a mirarlo todo como si él fuera el Dante y acabara de volver del Infierno, qué digo el Dante, como si él fuera el mismísimo Virgilio, un chico tan sensible, comenzó a fumar marihuana, vulgo mota, y a trasegar con sustancias que prefiero no imaginármelas. Pero de todas maneras, en el fondo, lo sé, seguía siendo tan simpático como siempre. Y así, cuando nos encontrábamos, por pura casualidad, porque ya no salíamos con las mismas personas, me decía qué tal Auxilio, o me gritaba Socorro, ¡Socorro!, ¡¡Socorro!!, desde la acera de enfrente de la avenida Bucareli, dando saltos como un chango con un taco en la mano o con un trozo de pizza en la mano, y siempre en compañía de esa Laura Jáuregui, que era su novia y que era guapísima pero que también era más soberbia que nadie, y de Ulises Lima y de ese otro chilenito, Felipe Müller, y a veces hasta me animaba y me unía a su grupo, pero ellos hablaban en glíglico, aunque se notaba que me querían, se notaba que sabían quién era yo, pero hablaban en glíglico y así es difícil seguir los meandros y avatares de una conversación, lo que finalmente me hacía seguir mi camino entre la nieve.

¡Pero que nadie crea que se reían de mí! ¡Me escuchaban! Mas yo no hablaba el glíglico y los pobres niños eran incapaces de abandonar su jerga. Los pobres niños abandonados. Porque ésa era su situación: nadie los quería. O nadie los tomaba en serio. O a veces una tenía la impresión de que ellos se tomaban demasiado en serio.

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