Pero Coffeen siguió con la historia.
Y así supe que tras el asesinato de Egisto, Orestes se proclamó rey y los seguidores de Egisto tuvieron que exiliarse. Erígone, sin embargo, permaneció en el reino. Erígone, la inmóvil, dijo Coffeen. Inmóvil ante la mirada vacía de Orestes. Sólo su extrema belleza consigue aplacar por un instante el furor homicida de su hermanastro. Una noche, perdido, Orestes se mete en su cama y la viola.
Con las primeras luces del día siguiente Orestes despierta y se acerca a la ventana: el paisaje lunar de Argos le confirma lo que ya presentía. Se ha enamorado de Erígone. Pero quien ha matado a su madre no puede amar a nadie, dijo Coffeen mirándome a los ojos con una sonrisa calcinada, y Orestes sabe que Erígone es veneno para él, además de llevar en sus venas la sangre de Egisto, indicios suficientes para conducirla a la inmolación. Durante días, los seguidores de Orestes se dedican a perseguir y a eliminar a los seguidores de Egisto. Por las noches, como un drogadicto o como un teporocho (los símiles son de Coffeen), Orestes acude a la recámara de Erígone y se aman. Finalmente Erígone queda embarazada. Avisada Electra, se presenta ante su hermano y le hace ver los inconvenientes de tal situación. Erígone, dice Electra, dará a luz a un nieto de Egisto. En Argos ya no queda varón ninguno que lleve la sangre del usurpador, ¿ha de permitir Orestes que surja, por su debilidad, un nuevo brote del árbol que él mismo se encargó de talar? Pero también es mi hijo, dice Orestes. Es el nieto de Egisto, insiste Electra. Así que Orestes acepta los consejos de su hermana y decide matar a Erígone.
Sin embargo aún desea acostarse con ella una última vez y aquella noche va a visitarla. Erígone no sospecha nada y se entrega a Orestes sin miedo. Aunque es joven, no le ha costado mucho aprender cómo debe tratar la locura del nuevo rey. Lo llama hermano, mi hermano, le suplica, por momentos finge verlo y por momentos finge sólo ver una silueta oscura y solitaria refugiada en un rincón de su recámara. (¿Así era como Coffeen interpretaba un deliquio amoroso?) Un Orestes embrutecido, antes de que amanezca, le confiesa su plan. Le propone una alternativa. Erígone debe abandonar Argos esa misma noche. Orestes le proporcionará un guía que la sacará de la ciudad y la llevará lejos. Erígone, horrorizada, lo contempla en la oscuridad (ambos están sentados en cada extremo del lecho) y piensa que en las palabras de Orestes se esconde su sentencia de muerte: el mismo guía que su hermano dice estar dispuesto a proporcionarle será quien ejecute la sentencia.
El miedo la hace decir que prefiere permanecer en la ciudad, cerca de él.
Orestes se impacienta. Si te quedas aquí te mataré, dice. Los dioses me han trastornado. Habla de su crimen, una vez más, y habla de las Erinias y de la vida que pretende llevar cuando todo se aclare en su cabeza e incluso antes de que todo se aclare en su cabeza: vivir errantes, él y su amigo Pílades, recorriendo Grecia y convirtiéndose en leyenda. Ser beatniks, no estar atados a ningún lugar, hacer de nuestras vidas un arte. Pero Erígone no entiende las palabras de Orestes y teme que todo obedezca a un plan sugerido por la cerebral Electra, una forma de eutanasia, una salida hacia la noche que no manche de sangre las manos del joven rey.
12
La desconfianza de Erígone, amiguitos, conmovió a Orestes. Eso me lo dijo Carlos Coffeen Serpas. Me miró a los ojos y me lo dijo o me lo susurró, como si sus palabras fueran el filo de la hostia, la hostia bisturí, y luego dijo que sólo a partir de ese momento, es decir despuésde haberse conmovido, Orestes pudo pensar seriamente en salvaguardar a Erígone de los peligros que la acechaban en la humeante Argos y que se componían, básicamente, de su locura, de su furor homicida, de su vergüenza, de su arrepentimiento, de todo aquello que Orestes llamaba el destino de Orestes y que no era otra cosa que el camino de la autodestrucción.
Así que Orestes estuvo toda la noche hablando con Erígone y en esa noche desnudó su corazón como nunca antes lo hiciera y al final, poco antes de que amaneciera, Erígone se dejó convencer por tantas y tan bien esgrimidas razones y aceptó el guía que Orestes le ofrecía y partió de la ciudad con las primeras luces del alba.
Desde una torre Orestes la vio alejarse de la ciudad. Después cerró los ojos y cuando los abrió Erígone ya no estaba en ninguna parte.
Cuando dijo esto Coffeen cerró los ojos y yo vi la luna (llena, menguante o creciente, no importaba) desplazándose a una velocidad infinita por cada una de las baldosas del lavabo de mujeres de la cuarta planta de la Facultad de Filosofía y Letras, en el año incólume de 1968. Y pensé, como pensé entonces y como pienso ahora, ¿qué hacer? ¿No esperar a que volviera a abrir los ojos y largarme de aquella casa que se estaba desvencijando en el túnel del tiempo? ¿Esperar a que volviera a abrir los ojos y preguntarle por el significado, si lo tuviera, de ese pasaje de la mitología griega? ¿Quedarme quieta y cerrar los ojos yo también, con el peligro que eso comportaba, es decir que al abrirlos en lugar de Coffeen y de los cuadros llenos de polvo sólo viera las baldosas iluminadas por la luna que rielaba aquel mes de septiembre por la Ciudad Universitaria? ¿Decirme a mí misma que ya estaba bien de jugar con fuego y por lo tanto abrir los ojos y decir buenas noches o buenos días y largarme para siempre de aquella casa perdida en un horizonte mexicano de ojos cerrados? ¿Alargar mi mano y tocar el rostro de Coffeen y decirle con mi mirada que había entendido la historia (cosa absolutamente falsa) y después encaminarme con pasos seguros a la cocina y preparar un té o mejor un par de tilas?
Pude hacer todas esas cosas. Al final no hice nada.
Y Coffeen abrió los ojos y me miró. Eso es todo, dijo. Intentó sonreír, pero no pudo. O tal vez esa mueca o tic nervioso era su manera de hacerlo. El resto de la historia es bastante conocida. Orestes viaja en compañía de Pílades. En uno de sus viajes encuentra a su hermana Ifigenia. Tiene aventuras. Su fama se extiende por toda Grecia. Yo estuve a punto de decirle, cuando mencionó a Ifigenia, que hubiera hecho mejor en alejarse de sus hermanas, veneno puro, pero no lo dije. Y después Coffeen se puso de pie, como dándome a entender que ya era demasiado tarde y que él debía seguir trabajando o durmiendo o rememorando hazañas griegas en un rincón de la sala. El problema era que yo en ese momento había vuelto a pensar en Erígone y de golpe me di cuenta de algo en la historia que antes no había percibido. Algo, algo, ¿pero qué?
Así que Coffeen se quedó petrificado en su gesto que me invitaba a marcharme y yo me quedé petrificada en el sofá, mientras mi mirada se paseaba por el suelo, por los muebles, por la pared y por la figura del mismo Coffeen, en el gesto típico de quien está a punto de acordarse de algo, un nombre en la punta de la lengua, un pensamiento que se empieza a gestar en medio de descargas eléctricas y ríos de sangre y que sin embargo permanece como entre sombras o informe, atemorizado de sí mismo o atemorizado del engranaje que lo ha puesto en marcha, más bien atemorizado del efecto que ineludiblemente va a causar en el engranaje, pero que por otra parte no puede retrasar el encuentro, la salida, como si la palabra Erígone repetida hasta conformar una suerte de fórceps lo fuera sacando de su cueva en medio de berridos y risas involuntarias y otras atrocidades.
Y entonces, cuando aún no sabía qué era lo que había recordado o pensado, Coffeen dijo que era muy tarde y lo vi moverse nervioso por la sala, esquivando con una agilidad que sólo la costumbre proporciona los objetos que en otro tiempo constituyeron el confort y el lujo de la casa de Lilian Serpas.
Cronos, dije yo. He pensado en la historia de Cronos. ¿La conoces?, pregunté con acento agudo, más que como un improbable rescoldo rioplatense como una forma de protegerme. La historia de Cronos, claro que sí, dijo Coffeen, los ojos velados por una sustancia disolvente. No sé por qué he pensado en ella, dije yo para ganar tiempo. No tiene nada que ver con Orestes, dijo Coffeen. Ajá, dije yo sin taparme la boca y buscando en un dibujo de Coffeen colgado de la pared algo de elocuencia: en el dibujo se veía a un hombre avanzando por un camino mientras las estrellas, que tenían ojos, lo miraban. Francamente, no podía ser peor. Francamente, aquel cuadro no invitaba a la elocuencia. Francamente, me sentí bloqueada y por un momento me pareció, ¡como quien levanta la hoja de un rayo y ve lo que hay detrás!, que Coffeen era Orestes y yo Erígone y que aquellas horas de oscuridad se harían eternas, es decir que yo nunca más vería la luz del día, abrasada por la mirada negra del hijo de Lilian, que a la par de mis suposiciones y de mis miedos fue creciendo (aunque no ensanchándose) hasta adquirir las proporciones de un abedul o de un roble, un árbol enorme en medio de una noche enorme, el único árbol en la soledad de la pampa, que abría sus ojos, los ojos que vieron desaparecer a Erígone en la vastedad de los tiempos, y me miraba, y lo que al principio era perplejidad o simple desconocimiento, mirada que se cierne sobre un desconocido o sobre una encarnación del azar, paulatinamente fue convirtiéndose en una mirada de reconocimiento, y lo que antes era perplejidad pasó a ser odio, encono, furor homicida.