Por las noches, esas noches del DF cubiertas por sucesivas sábanas de lino, sólo bebía y apenas hablaba con nadie y cuando salíamos a la calle miraba para todos los lados como si tuviera miedo de algo. Pero cuando los amigos le preguntaban qué ocurría él no decía nada o contestaba con alguna cita de Oscar Wilde, uno de sus escritores favoritos, pero incluso en ese punto, en el de la ingeniosidad, su fuerza había languidecido y en sus labios una frase de Wilde más que hacer pensar concitaba un sentimiento de perplejidad y conmiseración. Una noche le di noticias de Arturo (yo había hablado con su madre y con su hermana) y él me escuchó como si vivir en el Chile de Pinochet no fuera, en el fondo, una mala idea.
Los primeros días, tras su regreso, Arturo se mantuvo encerrado en su casa, casi sin pisar la calle, y para todos, menos para mí, fue como si no hubiera vuelto de Chile. Pero yo fui a su casa y hablé con él y supe que había estado preso, ocho días, y que aunque no fue torturado se comportó como un valiente. Y se lo dije a sus amigos. Les dije: Arturito ha vuelto y orné su retorno con colores tomados de la paleta de la poesía épica. Y cuando Arturito, una noche, apareció finalmente por la cafetería Quito, en Bucareli, sus antiguos amigos, los poetas jóvenes, lo miraron con una mirada que ya no era la misma. ¿Por qué no era la misma? Pues porque para ellos Arturito ahora estaba instalado en la categoría de aquellos que han visto a la muerte de cerca, en la subcategoría de los tipos duros, y eso, en la jerarquía de los machitos desesperados de Latinoamérica, era un diploma, un jardín de medallas indesdeñable.
En el fondo, también se ha de decir, nadie se lo tomaba al pie de la letra. Es decir: la leyenda había partido de mis labios, mis labios ocultos por el dorso de mi mano, y aunque en esencia todo lo que yo había dicho de él cuando él permanecía encerrado en su casa era verdad, por venir de quien venía, de mí, no merecía una credibilidad excesiva. Así son las cosas en este continente. Yo era la madre y me creían, pero tampoco me creían demasiado. Ernesto San Epifanio, sin embargo, tomó mis palabras al pie de la letra. En los días previos a la reaparición pública de Arturo me hizo repetir sus aventuras en el otro extremo del mundo y a cada repetición su entusiasmo crecía. Es decir yo hablaba e inventaba aventuras y la languidez de Ernesto San Epifanio iba desapareciendo, iba desapareciendo su melancolía, o al menos languidez y melancolía se estremecían, se desempolvaban, respiraban. Así que cuando Arturo reapareció y todos quisieron estar con él, Ernesto San Epifanio también estuvo allí y participó con los demás, aunque manteniéndose en un discreto segundo plano, de la bienvenida que sus antiguos amigos le dieron y que consistió, si mal no recuerdo, en invitarlo a una cerveza y a unos chilaquiles en la cafetería Quito, ágape a todas luces modesto, pero que se correspondía con la economía general. Y cuando todos se fueron, Ernesto San Epifanio siguió allí, apoyado en la barra del Encrucijada Veracruzana, pues para entonces ya no estábamos en el Quito sino que nos habíamos trasladado al mentado bar, mientras Arturo, solo con sus fantasmas y sentado en una mesa, miraba su último tequila como si en el fondo del vaso se estuviera produciendo un naufragio de proporciones homéricas, algo impropio se viera como se viera en un muchacho que no había cumplido todavía los veintiún años.
Entonces empezó la aventura.
Yo lo vi. Yo doy fe. Yo estaba sentada en otra mesa, hablando con un periodista novato de la sección de cultura de un periódico del DF, y acababa de comprarle un dibujo a Lilian Serpas, y Lilian Serpas después de vendernos el dibujo nos había sonreído con su sonrisa más enigmática (pero la palabra enigma no alcanza a dibujar la oscuridad abismal que era su sonrisa) y había desaparecido en la noche del DF y yo le decía al periodista quién era Lilian Serpas, le decía que el dibujo no era suyo sino de su hijo, le contaba lo poco que sabía de esa mujer que aparecía y desaparecía por los bares y cafeterías de la avenida Bucareli. Y en ese momento, mientras yo hablaba y Arturo contemplaba en la mesa vecina los remolinos conjeturales de su tequila, Ernesto San Epifanio se alejó de la barra y se sentó junto a él y por un instante yo sólo vi sus dos cabezas, sus dos matas de pelo largo que caían hasta los hombros, la de Arturo rizada y la de Ernesto lacia y mucho más oscura, y durante un rato hablaron mientras el Encrucijada Veracruzana se iba vaciando de los últimos noctámbulos, los que de repente tenían prisa por irse y gritaban viva México desde la puerta y los que estaban tan briagos que ni siquiera podían levantarse de las sillas.
Y entonces yo me levanté y me quedé de pie junto a ellos como la estatua de cristal que hubiera querido ser cuando niña y escuché que Ernesto San Epifanio contaba una historia terrible sobre el rey de los putos de la colonia Guerrero, un tipo al que llamaban el Rey yque controlaba la prostitución masculina de ese típico y, ¿por qué no?, entrañable barrio capitalino. Y el Rey, según Ernesto San Epifanio, había comprado su cuerpo y ahora él le pertenecía en cuerpo y alma (que es lo que pasa cuando por descuido uno deja que lo compren) y si no accedía a sus requisitorias la justicia y el rencor del Rey caerían contra él y contra su familia. Y Arturito escuchaba lo que decía Ernesto y por momentos levantaba la cabeza de su maelström de tequila y buscaba los ojos de su amigo como si se estuviera preguntando cómo pudo Ernesto ser tan pendejo para meterse de cabeza en una historia así. Y Ernesto San Epifanio, como si leyera los pensamientos de su amigo, dijo que en determinado momento de sus vidas todos los gays de México cometían una pendejada irreparable, y después dijo que no tenía a nadie que lo ayudara y que si las cosas seguían así tendría que convertirse en el esclavo del rey de los putos de la colonia Guerrero. Y entonces Arturito, el niño que yo había conocido cuando tenía diecisiete años, dijo ¿y tú quieres que yo te ayude a solucionar esta chingada?, y Ernesto San Epifanio dijo: esta chingada no tiene solución, pero no me iría mal que tú me ayudaras. Y Arturo dijo: ¿qué quieres que haga, que mate al rey de los putos? Y Ernesto San Epifanio dijo: no quiero que mates a nadie, sólo quiero que me acompañes y le digas que me deje en paz para siempre. Y Arturo dijo: ¿y por qué chingados no se lo dices tú? Y Ernesto dijo: si voy yo solo y se lo digo me van a dar fierro todos los guaruras del rey de los putos y luego tirarán mi cadáver a los perros. Y Arturo dijo: ah, que la chingada. Y Ernesto San Epifanio dijo: pero tú eres el chingonazo. Y Arturo dijo: no la chingues. Y Ernesto dijo: yo ya chingué, mis poemas van a quedar en el santoral de la poesía mexicana, si no me quieres acompañar no me acompañes. En el fondo, tú tienes la razón. ¿De qué razón hablamos?, dijo Arturo y se desperezó como si hasta ese momento hubiera estado soñando. Después se pusieron a hablar del poder que ejercía el rey de los putos de la colonia Guerrero y Arturo preguntó en qué se basaba ese poder. En el miedo, dijo Ernesto San Epifanio, el Rey imponía su poder mediante el miedo. ¿Y yo qué tengo que hacer?, dijo Arturito. Tú no tienes miedo, dijo Ernesto, tú vienes de Chile, todo lo que el Rey me pueda hacer a mí tú lo has visto multiplicado por cien o por cien mil. Cuando Ernesto lo dijo yo no vi la cara de Arturo pero adiviné que el gesto que tenía hasta entonces, ligeramente extraviado, se descomponía sutilmente con una arruguita casi imperceptible, pero en la que se concentraba todo el miedo del mundo. Y entonces Arturito se rió y luego Ernesto se rió, sus risas cristalinas semejaron pájaros polimorfos en el espacio como lleno de cenizas que era el Encrucijada Veracruzana a aquella hora, y luego Arturo se levantó y dijo vamonos a la colonia Guerrero y Ernesto se levantó y salió junto con él y al cabo de treinta segundos yo también salí disparada del bar agonizante y los seguí a una distancia prudente porque sabía que si me veían no me iban a dejar ir con ellos, porque yo era mujer y una mujer no se mete en tales fregados, porque yo ya era mayor y una persona mayor no tiene el empuje de un joven de veinte años y porque en esa hora incierta de la madrugada Arturito Belano aceptaba su destino de niño de las alcantarillas y salía a buscar a sus fantasmas.