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Fue una lucha digna. ¿Lo recuerdas, viejo? Esperabas sin mover un músculo, dándote manotazos de vez en cuando para ahuyentar el sueño. Tres días de espera, hasta que el tigrillo se sintió seguro y se lanzó al ataque. Fue un buen truco ése de esperar tendido en el suelo y con el arma percutada.

¿Por qué recuerdas todo esto? ¿Por qué la hembra te llena los pensamientos? ¿Tal vez porque ambos saben que están parejos? Luego de cuatro asesinatos sabe mucho de los hombres, tanto como tú de los tigrillos. O tal vez tú sabes menos. Los shuar no cazan tigrillos. La carne no es comestible y la piel de uno sólo alcanza para hacer cientos de adornos que duran generaciones. Los shuar; ¿te gustaría tener a uno de ellos contigo? Desde luego, a tu compadre Nushiño.

– Compadre, ¿me sigues el rastro?

El shuar se negará. Escupiendo muchas veces para que sepas que dice la verdad, te indicará desinterés. No es su asunto. Tú eres el cazador de los blancos, el que tiene una escopeta, el que viola la muerte emponzoñándola de dolor. Tu compadre Nushiño te dirá que los shuar sólo buscan matar a los perezosos tzanzas.

– ¿Y por qué, compadre? Los tzanzas no hacen más que dormir colgando de los árboles.

Antes de responder, tu compadre Nushiño se largará un sonoro pedo para que ningún perezoso tzanza lo escuche, y te dirá que hace mucho tiempo un jefe shuar se volvió malo y sanguinario. Mataba a buenos shuar sin tener motivos y los ancianos determinaron su muerte. Tñaupi, el jefe sanguinario, al verse acorralado, se dio a la fuga transformado en perezoso tzanza, y como los micos son tan parecidos es imposible saber cuál de ellos esconde al shuar condenado. Por eso hay que matarlos a todos.

– Así dicen que ha sido -dirá escupiendo por última vez el compadre Nushiño antes de marcharse, porque los shuar se alejan al finalizar una historia, evitando las preguntas engendradoras de mentiras.

¿De dónde vienen todos estos pensamientos? Vamos, Antonio José Bolívar. Viejo. ¿Bajo qué planta se esconden y atacan? ¿Será que el miedo te ha encontrado y ya nada puedes hacer para esconderte? Si es así, entonces los ojos del miedo pueden verte, de la misma manera como tú ves las luces del amanecer entrando por los resquicios de caña.

Luego de beber varios tazones de café negro, se entregó a los preparativos. Derritió unas velas y sumergió los cartuchos en el sebo licuado. Enseguida les permitió gotear hasta que estuvieran cubiertos por una fina película. De esa manera se conservarían secos aunque cayeran al agua.

El resto del sebo derretido se lo aplicó en la frente cubriendo especialmente las cejas hasta formar una suerte de visera. Con ello el agua no le estorbaría la vista en caso de enfrentar al animal en un claro de selva.

Finalmente, comprobó el filo del machete y se echó a la selva en busca de rastros.

Comenzó trazando un radio de doscientos pasos contados desde la choza en dirección oriente, siguiendo las huellas encontradas el día anterior.

Al llegar al punto propuesto inició una variante semicircular en pos del suroeste.

Descubrió un lote de plantas aplastadas, con los tallos enterrados en el lodo. Ahí se agazapó el animal antes de avanzar hacia la choza, y las formaciones de vegetales humillados se repetían cada ciertos pasos desapareciendo en una ladera de monte.

Olvidó esas huellas antiguas y siguió buscando.

Al hacerlo bajo grandes hojas de banano silvestre encontró estampadas las patas del animal. Eran patas grandes, tal vez como puños de hombre adulto, y junto al rastro de pisadas encontró otros detalles que le hablaron de la conducta del animal.

La hembra no cazaba. Tallos quebrados a los costados de las huellas de las patas contradecían el estilo de caza de cualquier felino. La hembra movía el rabo, frenética hasta el descuido, excitada ante la cercanía de las víctimas. No, no cazaba. Se movía con la seguridad de saberse enfrentada a especies menos dotadas.

La imaginó ahí mismo, el cuerpo flaco, la respiración agitada, ansiosa, los ojos fijos, pétreos, todos los músculos tensos, y batiendo la cola con sensualidad.

– Bueno, bicho, ya sé cómo te mueves. Ahora me falta saber dónde estás.

Le habló a la selva recibiendo la única respuesta del aguacero.

Ampliando el radio de acción se alejó de la choza del puestero hasta alcanzar una leve elevación de terreno, que pese a la lluvia le permitía un buen punto de observación de todo lo recorrido. La vegetación se volvía baja y espesa, en contraste con los árboles altos que lo protegían de un ataque a ras del suelo. Decidió abandonar la lomita avanzando en línea recta hacia el poniente, en pos del río Yacuambi que corría no muy lejos.

Poco antes del mediodía cesó de llover y se alarmó. Tenía que seguir lloviendo, de otra manera comenzaría la evaporación y la selva se sumiría en una niebla densa que le impediría respirar y ver más allá de su nariz.

De pronto, millones de agujas plateadas perforaron el techo selvático iluminando intensamente los lugares donde caían. Estaba justo bajo un claro de nubes, encandilado con los reflejos del sol cayendo sobre las plantas húmedas. Se frotó los ojos maldiciendo y, rodeado por cientos de efímeros arco iris, se apresuró en salir de allí antes que comenzara la temida evaporación.

Entonces la vio.

Alertado por un ruido de agua caída de improviso, se volvió, y pudo verla moviéndose hacia el sur, a unos cincuenta metros de distancia.

Se movía con lentitud, con el hocico abierto y azotándose los costados con el rabo. Calculó que de cabeza a rabo medía sus buenos dos metros, y que parada sobre dos patas superaba la estatura de un perro pastor.

El animal desapareció tras un arbusto y casi enseguida se dejó ver nuevamente. Esta vez se movía en dirección norte.

– Ese truco lo conozco. Si me quieres aquí, bueno, me quedo. Entre la nube de vapor tú tampoco vas a ver nada -le gritó, y se parapetó apoyando la espalda en un tronco.

La pausa de lluvia convocó de inmediato a los mosquitos. Atacaron buscando labios, párpados, rasmilladuras. Las diminutas arenillas se metían en los orificios nasales, en las orejas, entre el pelo. Rápidamente se metió un cigarro en la boca, lo masticó, deshizo, y se aplicó la pasta salivosa en el rostro y en los brazos.

Por fortuna, la pausa duró poco y se largó a llover con renovada intensidad. Con ello regresó la calma y sólo se escuchaba el ruido del agua penetrando entre el follaje.

La hembra se dejó ver varias veces, siempre moviéndose en una trayectoria norte-sur.

El viejo la miraba estudiándola. Seguía los movimientos del animal para descubrir en qué punto de la espesura realizaba el giro que le permitía volver al mismo punto del norte a recomenzar el paseo provocativo.

– Aquí me tienes. Yo soy Antonio José Bolívar Proaño y lo único que me sobra es paciencia. Eres un animal extraño, no hay dudas de eso. Me pregunto si tu conducta es inteligente o desesperada. ¿Por qué no me rodeas e intentas simulacros de ataque? ¿Por qué no te metes hacia el oriente, para seguirte? Te mueves de norte a sur, giras al poniente y retomas el camino. ¿Me tomas por un cojudo? Me estás cortando el camino al río. Ese es tu plan. Quieres verme huir selva adentro y seguirme. No soy tan cojudo, amiga. Y tú no eres tan inteligente como supuse.

La miraba moverse y en algunas ocasiones estuvo a punto de disparar, pero no lo hizo. Sabía que el tiro debía ser definitivo y certero. Si solamente la hería, la hembra no le daría tiempo para recargar el arma, y por una falla de los percutores se le iban los dos cartuchos al mismo tiempo.

Las horas pasaron y cuando la luz disminuyó supo que el juego del animal no consistía en empujarlo hacia el oriente. Lo quería ahí, en ese sitio, y esperaba la oscuridad para atacarlo.

El viejo calculó que disponía de una hora de luz, y en ese tiempo debía largarse, alcanzar la orilla del río y buscar un lugar seguro.

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