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Luis Sepúlveda

Un Viejo Que Leia Novelas De Amor

Un Viejo Que Leia Novelas De Amor - pic_1.jpg

NOTA DEL AUTOR

Cuando esta novela era leída en Oviedo por los integrantes del jurado que pocos días más tarde le otorgaría el Premio Tigre Juan, a muchos miles de kilómetros de distancia e ignominia una banda de asesinos armados y pagados por otros criminales mayores, de los que llevan trajes bien cortados, uñas cuidadas y dicen actuar en nombre del «progreso», terminaba con la vida de uno de los más preclaros defensores de la amazonia, y una de las figuras más destacadas y consecuentes del Movimiento Ecológico Universal.

Esta novela ya nunca llegará a tus manos, Chico Mendes, querido amigo de pocas palabras y muchas acciones, pero el Premio Tigre Juan es también tuyo, y de todos los que continuarán tu camino, nuestro camino colectivo en defensa de este el único mundo que tenemos.

A mi lejano amigo Miguel Tzenke,

síndico shuar de Sumbi en el alto Nangaritza

y gran defensor de la amazonia.

En una noche de narraciones desbordantes de

magia me entregó algunos detalles de su

desconocido mundo verde, los que más tarde, en

otros confines alejados del Edén ecuatorial,

me servirían para construir esta historia

Capítulo primero

El cielo era una inflada panza de burro colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas. El viento tibio y pegajoso barría algunas hojas sueltas y sacudía con violencia los bananos raquíticos que adornaban el frontis de la alcaldía.

Los pocos habitantes de El Idilio más un puñado de aventureros llegados de las cercanías se congregaban en el muelle, esperando turno para sentarse en el sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín, el dentista, que mitigaba los dolores de sus pacientes mediante una curiosa suerte de anestesia oral.

– ¿Te duele? -preguntaba.

Los pacientes, aferrándose a los costados del sillón, respondían abriendo desmesuradamente los ojos y sudando a mares.

Algunos pretendían retirar de sus bocas las manos insolentes del dentista y responderle con la justa puteada, pero sus intenciones chocaban con los brazos fuertes y con la voz autoritaria del odontólogo.

– ¡Quieto, carajo! ¡Quita las manos! Ya sé que duele. ¿Y de quién es la culpa? ¿A ver? ¿Mía? ¡Del Gobierno! Métetelo bien en la mollera. El Gobierno tiene la culpa de que tengas los dientes podridos. El Gobierno es culpable de que te duela.

Los afligidos asentían entonces cerrando los ojos o con leves movimientos de cabeza.

El doctor Loachamín odiaba al Gobierno. A todos y a cualquier Gobierno. Hijo ilegítimo de un emigrante ibérico, heredó de él una tremenda bronca a todo cuanto sonara a autoridad, pero los motivos de aquel odio se le extraviaron en alguna juerga de juventud, de tal manera que sus monsergas de ácrata se transformaron en una especie de verruga moral que lo hacía simpático.

Vociferaba contra los Gobiernos de turno de la misma manera como lo hacía contra los gringos llegados a veces desde las instalaciones petroleras del Coca, impúdicos extraños que fotografiaban sin permiso las bocas abiertas de sus pacientes.

Muy cerca, la breve tripulación del Sucre cargaba racimos de banano verde y costales de café en grano.

A un costado del muelle se amontonaban las cajas de cerveza, de aguardiente Frontera, de sal, y las bombonas de gas que temprano habían desembarcado.

El Sucre zarparía en cuanto el dentista terminase de arreglar quijadas, navegaría remontando las aguas del río Nangaritza para desembocar más tarde en el Zamora, y luego de cuatro días de lenta navegación arribaría al puerto fluvial de El Dorado.

El barco, antigua caja flotante movida por la decisión de su patrón mecánico, por el esfuerzo de dos hombres fornidos que componían la tripulación y por la voluntad tísica de un viejo motor diesel, no regresaría hasta pasada la estación de las lluvias que se anunciaba en el cielo encapotado.

El doctor Rubicundo Loachamín visitaba El Idilio dos veces al año, tal como lo hacía el empleado de Correos, que raramente llevó correspondencia para algún habitante. De su maletín gastado sólo aparecían papeles oficiales destinados al alcalde, o los retratos graves y descoloridos por la humedad de los gobernantes de turno.

Las gentes esperaban la llegada del barco sin otras esperanzas que ver renovadas sus provisiones de sal, gas, cerveza y aguardiente, pero al dentista lo recibían con alivio, sobre todo los sobrevivientes de la malaria cansados de escupir restos de dentadura y deseosos de tener la boca limpia de astillas, para probarse una de las prótesis ordenadas sobre un tapete morado de indiscutible aire cardenalicio.

Despotricando contra el Gobierno, el dentista les limpiaba las encías de los últimos restos de dientes y enseguida les ordenaba hacer un buche con aguardiente.

– Bueno, veamos. ¿Cómo te va ésta?

– Me aprieta. No puedo cerrar la boca.

– ¡Joder! Qué tipos tan delicados. A ver, pruébate otra.

– Me viene suelta. Se me va a caer si estornudo.

– Y para qué te resfrías, pendejo. Abre la boca.

Y le obedecían.

Luego de probarse diferentes dentaduras encontraban la más cómoda y discutían el precio, mientras el dentista desinfectaba las restantes sumergiéndolas en una marmita con cloro hervido.

El sillón portátil del doctor Rubicundo Loachamín era toda una institución para los habitantes de las riberas de los ríos Zamora, Yacuambi y Nangaritza.

En realidad, se trataba de un antiguo sillón de barbero con el pedestal y los bordes esmaltados de blanco. El sillón portátil precisaba de la fortaleza del patrón y de los tripulantes del Sucre para alzarlo, y se asentaba apernado sobre una tarima de un metro cuadrado que el dentista llamaba «la consulta».

– En la consulta mando yo, carajo. Aquí se hace lo que yo digo. Cuando baje pueden llamarme sacamuelas, hurgahocicos, palpalenguas, o como se les antoje, y hasta es posible que les acepte un trago.

Quienes esperaban turno mostraban caras de padecimiento extremo, y los que pasaban por las pinzas extractoras tampoco tenían mejor semblante.

Los únicos personajes sonrientes en las cercanías de la consulta eran los jíbaros mirando acuclillados.

Los jíbaros. Indígenas rechazados por su propio pueblo, el shuar, por considerarlos envilecidos y degenerados con las costumbres de los «apaches», de los blancos.

Los jíbaros, vestidos con harapos de blanco, aceptaban sin protestas el mote-nombre endilgado por los conquistadores españoles.

Había una enorme diferencia entre un shuar altivo y orgulloso, conocedor de las secretas regiones amazónicas, y un jíbaro, como los que se reunían en el muelle de El Idilio esperando por un resto de alcohol.

Los jíbaros sonreían mostrando sus dientes puntudos, afilados con piedras de río.

– ¿Y ustedes? ¿Qué diablos miran? Algún día van a caer en mis manos, macacos -los amenazaba el dentista.

Al sentirse aludidos los jíbaros respondían dichosos.

– Jíbaro buenos dientes teniendo. Jíbaro mucha carne de mono comiendo.

A veces, un paciente lanzaba un alarido que espantaba los pájaros, y alejaba las pinzas de un manotazo llevando la mano libre hasta la empuñadura del machete.

– Compórtate como hombre, cojudo. Ya sé que duele y te he dicho de quién es la culpa. ¡Qué me vienes a mí con bravatas! Siéntate tranquilo y demuestra que tienes bien puestos los huevos.

– Es que me está sacando el alma, doctor. Déjeme echar un trago primero.

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