– Lo mismo que usted, excelencia. Salió de aquí tarde, bastante borracho, lo sorprendió el aguacero y se arrimó a la orilla para pernoctar. Ahí lo atacó la hembra. Herido y todo, consiguió llegar hasta la canoa, pero se desangró rápidamente.
– Me gusta que estemos de acuerdo -dijo el gordo.
El alcalde ordenó a uno de los reunidos que le sostuviera el paraguas para tener las manos libres, y repartió las pepitas de oro entre los presentes. Tras recobrar el paraguas, empujó al muerto con un pie hasta que cayó de cabeza al agua. El cuerpo se hundió pesadamente y la lluvia impidió Ver dónde volvió a salir a flote.
Satisfecho, el alcalde sacudió el paraguas en ademán de marcharse, pero al ver que ninguno lo secundaba y que todos miraban al viejo, escupió malhumorado.
– Bueno, se acabó la función. ¿Qué esperan?
Los hombres seguían mirando al viejo. Lo obligaron a hablar.
– El caso es que si uno navega y lo sorprende la noche, ¿a cuál lado se arrima para pernoctar?
– Al más seguro. Al nuestro -respondió el gordo.
– Usted lo ha dicho, excelencia. Al nuestro. Siempre se busca este lado, porque, si en una de ésas se pierde la canoa, queda el recurso de regresar al poblado abriéndose sendero a machete. Eso mismo pensó el pobre Salinas.
– ¿Y? ¿Qué importa ahora?
– Mucho importa. Si lo piensa un poco, descubrirá que el animal también se encuentra a este lado. ¿O cree que los tigrillos se meten al río con este tiempo?
Las palabras del viejo produjeron comentarios nerviosos, y los hombres deseaban oír algo del alcalde. Después de todo, la autoridad tenía que servir para algo práctico.
El gordo sentía la espera como una agresión y simulaba meditar encogiendo el obeso cogote bajo el paraguas negro. La lluvia arreció de pronto, y las bolsas plásticas que cubrían a los hombres se les pegaron como una segunda piel.
– El bicho anda lejos. ¿No vieron cómo venía el fiambre? Sin ojos y medio comido por los animales. Eso no ocurre en una hora, ni en cinco. No veo motivos para cagarse en los pantalones -bravuconeó el alcalde.
– Puede ser. Pero también es cierto que el muerto no venía del todo tieso, y no apestaba -agregó el viejo.
No dijo nada más ni esperó otro comentario del alcalde. Dio media vuelta y se marchó pensando en si comería los camarones fritos o cocidos.
Al entrar en la choza, por entre la capa de lluvia pudo ver sobre el muelle la solitaria y obesa silueta del alcalde bajo el paraguas, como un enorme y oscuro hongo recién crecido sobre las tablas.
Capítulo sexto
Luego de comer los sabrosos camarones, el viejo limpió prolijamente su placa dental y la guardó envuelta en el pañuelo. Acto seguido, despejó la mesa, arrojó los restos de comida por la ventana, abrió una botella de Frontera y se decidió por una de las novelas.
Lo rodeaba la lluvia por todas partes y el día le entregaba una intimidad inigualable.
La novela empezaba bien.
«Paul la besó ardorosamente en tanto el gondolero, cómplice de las aventuras de su amigo, simulaba mirar en otra dirección, y la góndola, provista de mullidos cojines, se deslizaba apaciblemente por los canales venecianos.»
Leyó el pasaje varias veces, en voz alta.
¿Qué demonios serían las góndolas?
Se deslizaban por los canales. Debía tratarse de botes o canoas, y, en cuanto a Paul, quedaba claro que no se trataba de un tipo decente, ya que besaba «ardorosamente» a la niña en presencia de un amigo, y cómplice por añadidura.
Le gustó el comienzo.
Le pareció muy acertado que el autor definiera a los malos con claridad desde el principio. De esa manera se evitaban complicaciones y simpatías inmerecidas.
Y en cuanto a besar, ¿cómo decía? «Ardorosamente.» ¿Cómo diablos se haría eso?
Recordó haber besado muy pocas veces a Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo. A lo mejor en una de esas contadas ocasiones lo hizo así, ardorosamente, como el Paul de la novela, pero sin saberlo. En todo caso, fueron muy pocos besos porque la mujer, o respondía con ataques de risa, o señalaba que podía ser pecado.
Besar ardorosamente. Besar. Recién descubrió que lo había hecho muy pocas veces y nada más que con su mujer, porque entre los shuar besar era una costumbre desconocida.
Entre hombres y mujeres existían las caricias, por todo el cuerpo, y no les importaba si había otras personas. En el momento del amor tampoco besaban. Las mujeres preferían sentarse encima del hombre argumentando que en esa posición sentían más el amor, y por lo tanto los anents que acompañaban el acto resultaban mucho más sentidos.
No. Los shuar no besaban.
Recordó también cómo, en una oportunidad, vio a un buscador de oro tumbando a una jíbara, una pobre mujer que deambulaba entre los colonos y los aventureros implorando por un buche de aguardiente. El que tuviera ganas la arrinconaba y la poseía. La pobre mujer, embrutecida por el alcohol, no se daba cuenta de lo que hacían con ella. Esa vez, el aventurero la montó sobre la arena y le buscó la boca con la suya.
La mujer reaccionó como una bestia. Desmontó al hombre, le lanzó un puñado de arena a los ojos y se largó a vomitar con un asco indisimulable.
Si en eso consistía besar ardorosamente, entonces el Paul de la novela no era más que un puerco.
Al caer la hora de la siesta había leído y reflexionado unas cuatro páginas, y estaba molesto ante su incapacidad de imaginar Venecia con los rasgos adjudicados a otras ciudades también descubiertas en novelas.
Al parecer, en Venecia las calles estaban anegadas y, por eso, las gentes precisaban movilizarse en góndolas.
Las góndolas. La palabra «góndola» consiguió seducirlo finalmente, y pensó en llamar así a su canoa. La Góndola del Nangaritza.
En medio de tales pensamientos lo envolvió el sopor de las dos de la tarde y se tendió en la hamaca sonriendo socarronamente al imaginar personas que abrían las puertas de sus casas y caían a un río apenas daban el primer paso.
Por la tarde, luego de darse una nueva panzada de camarones, se dispuso a continuar la lectura, y se aprestaba a hacerlo cuando un griterío lo distrajo obligándolo a asomar la cabeza al aguacero.
Por el sendero corría una acémila enloquecida entre estremecedores rebuznos, y lanzando coces a quienes intentaban detenerla. Picado por la curiosidad, se echó un manto de plástico sobre los hombros y salió a ver qué ocurría.
Tras un gran esfuerzo, los hombres consiguieron rodear al esquivo animal y, evitando las patadas, fueron cerrando el cerco. Algunos caían para levantarse cubiertos de lodo, hasta que por fin lograron tomar el animal por las bridas e inmovilizarlo.
La acémila mostraba profundas heridas a los costados y sangraba copiosamente por un desgarro que empezaba en la cabeza y terminaba en el pecho de pelambre rala.
El alcalde, esta vez sin paraguas, ordenó que la tumbaran y le despachó el tiro de gracia. El animal recibió el impacto, lanzó un par de patadas al aire y se quedó quieto.
– Es la acémila de Alkasetzer Miranda -dijo alguien.
Los demás asintieron. Miranda era un colono afincado a unos siete kilómetros de El Idilio. Ya no cultivaba sus tierras arrebatadas por el monte y regentaba un miserable puesto de venta de aguardiente, tabaco, sal y alkasetzer -de ahí le venía el mote-, en el que se proveían los buscadores de oro cuando no querían llegar hasta el poblado.
La acémila llegó ensillada, y eso aseguraba que el jinete debía estar en alguna parte.
El alcalde ordenó prepararse para salir al otro día temprano hasta el puesto de Miranda, y encargó a dos hombres que faenaran el animal.
Los machetes actuaron certeros bajo la lluvia. Entraban en las carnes famélicas, salían ensangrentados y, al disponerse a caer de nuevo, venciendo la resistencia de algún hueso, estaban impecablemente lavados por el aguacero.