El aire se notaba cada vez más caliente y espeso. Pegajoso, se adhería a la piel como una molesta película, y traía desde la selva el silencio previo a la tormenta. De un momento a otro se abrirían las esclusas del cielo.
Desde la alcaldía llegaba el lento tipear de una máquina de escribir, en tanto un par de hombres terminaban el cajón para transportar el cadáver que esperaba olvidado sobre las tablas del muelle.
El patrón del Sucre maldecía mirando el cielo pringado y no dejaba de putear al muerto. El mismo se encargó de rellenar el cajón con un lecho de sal, sabiendo que no serviría de mucho.
Lo que debía hacerse era lo acostumbrado con toda persona muerta en la selva, que por absurdas disposiciones jurídicas no podía ser olvidada en un claro de jungla: abrirle un buen tajo del cuello a la ingle, vaciarle el triperío y rellenar el cuerpo con sal. De esa manera llegaban presentables hasta el final del viaje. Pero, en este caso, se trataba de un condenado gringo y era necesario llevarlo entero, con los gusanos comiéndoselo por dentro, y al desembarcar no sería más que un pestilente saco de humores.
El dentista y el viejo miraban pasar el río sentados sobre bombonas de gas. A ratos intercambiaban la botella de Frontera y fumaban cigarros de hoja dura, de los que no apaga la humedad.
– ¡Caramba!, Antonio José Bolívar, dejaste mudo a su excelencia. No te conocía como detective. Lo humillaste delante de todos, y se lo merece. Espero que algún día los jíbaros le metan un dardo.
– Lo matará su mujer. Está juntando odio, pero todavía no reúne el suficiente. Eso lleva tiempo.
– Mira. Con todo el lío del muerto casi lo olvido. Te traje dos libros.
Al viejo se le encendieron los ojos.
– ¿De amor?
El dentista asintió.
Antonio José Bolívar Proaño leía novelas de amor, y en cada uno de sus viajes el dentista le proveía de lectura.
– ¿Son tristes? -preguntaba el viejo.
– Para llorar a mares -aseguraba el dentista.
– ¿Con gentes que se aman de veras?
– Como nadie ha amado jamás.
– ¿Sufren mucho?
– Casi no pude soportarlo -respondía el dentista.
Pero el doctor Rubicundo Loachamín no leía las novelas.
Cuando el viejo le pidió el favor de traerle lectura, indicando muy claramente sus preferencias, sufrimientos, amores desdichados y finales felices, el dentista sintió que se enfrentaba a un encargo difícil de cumplir.
Pensaba en que haría el ridículo entrando a una librería de Guayaquil para pedir: «Deme una novela bien triste, con mucho sufrimiento a causa del amor, y con final feliz». Lo tomarían por un viejo marica, y la solución la encontró de manera inesperada en un burdel del malecón.
Al dentista le gustaban las negras, primero porque eran capaces de decir palabras que levantaban a un boxeador noqueado, y, segundo, porque no sudaban en la cama.
Una tarde, mientras retozaba con Josefina, una esmeraldeña de piel tersa como cuero de tambor, vio un lote de libros ordenados encima de la cómoda.
– ¿Tú lees? -preguntó.
– Sí. Pero despacito -contestó la mujer.
– ¿Y cuáles son los libros que más te gustan?
– Las novelas de amor -respondió Josefina, agregando los mismos gustos de Antonio José Bolívar.
A partir de aquella tarde Josefina alternó sus deberes de dama de compañía con los de crítico literario, y cada seis meses seleccionaba las dos novelas que, a su juicio, deparaban mayores sufrimientos, las mismas que más tarde Antonio José Bolívar Proaño leía en la soledad de su choza frente al río Nangaritza.
El viejo recibió los libros, examinó las tapas y declaró que le gustaban.
En ese momento subían el cajón a bordo y el alcalde vigilaba la maniobra. Al ver al dentista, ordenó a un hombre que se le acercase.
– El alcalde dice que no se olvide de los impuestos.
El dentista le entregó los billetes ya preparados, agregando:
– ¿Cómo se le ocurre? Dile que soy un buen ciudadano.
El hombre regresó hasta el alcalde. El gordo recibió los billetes, los hizo desaparecer en un bolsillo y saludó al dentista llevándose una mano a la frente.
– Así que también me lo agarró con eso de los impuestos -comentó el viejo.
– Mordiscos. Los Gobiernos viven de las dentelladas traicioneras que les propinan a los ciudadanos. Menos mal que nos las vemos con un perro chico.
Fumaron y bebieron unos tragos más mirando pasar la eternidad verde del río.
– Antonio José Bolívar, te veo pensativo. Suelta.
– Tiene razón. No me gusta nada el asunto. Seguro que la Babosa está pensando en una batida, y me va a llamar. No me gusta. ¿Vio la herida? Un zarpazo limpio. El animal es grande y las garras deben de medir unos cinco centímetros. Un bicho así, por muy hambreado que esté, no deja de ser vigoroso. Además vienen las lluvias. Se borran las huellas, y el hambre los vuelve más astutos.
– Puedes negarte a participar en la cacería. Estás viejo para semejantes trotes.
– No lo crea. A veces me entran ganas de casarme de nuevo. A lo mejor en una de ésas lo sorprendo pidiéndole que sea mi padrino.
– Entre nosotros, ¿cuántos años tienes, Antonio José Bolívar?
– Demasiados. Unos sesenta, según los papeles, pero, si tomamos en cuenta que me inscribieron cuando ya caminaba, digamos que voy para los setenta.
Las campanadas del Sucre anunciando la partida les obligaron a despedirse.
El viejo permaneció en el muelle hasta que el barco desapareció tragado por una curva de río. Entonces decidió que por ese día ya no hablaría con nadie más y se quitó la dentadura postiza, la envolvió en el pañuelo, y, apretando los libros junto al pecho, se dirigió a su choza.
Capítulo tercero
Antonio José Bolívar Proaño sabía leer, pero no escribir.
A lo sumo, conseguía garrapatear su nombre cuando debía firmar algún papel oficial, por ejemplo en época de elecciones, pero como tales sucesos ocurrían muy esporádicamente casi lo había olvidado.
Leía lentamente, juntando las sílabas, murmurándolas a media voz como si las paladeara, y al tener dominada la palabra entera la repetía de un viaje. Luego hacía lo mismo con la frase completa, y de esa manera se apropiaba de los sentimientos e ideas plasmados en las páginas.
Cuando un pasaje le agradaba especialmente lo repetía muchas veces, todas las que estimara necesarias para descubrir cuan hermoso podía ser también el lenguaje humano.
Leía con ayuda de una lupa, la segunda de sus pertenencias queridas. La primera era la dentadura postiza.
Habitaba una choza de cañas de unos diez metros cuadrados en los que ordenaba el escaso mobiliario; la hamaca de yute, el cajón cervecero sosteniendo la hornilla de queroseno, y una mesa alta, muy alta, porque cuando sintió por primera vez dolores en la espalda supo que los años se le echaban encima y decidió sentarse lo menos posible.
Construyó entonces la mesa de patas largas que le servía para comer de pie y para leer sus novelas de amor.
La choza estaba protegida por una techumbre de paja tejida y tenía una ventana abierta al río. Frente a ella se arrimaba la alta mesa.
Junto a la puerta colgaba una deshilachada toalla y la barra de jabón renovada dos veces al año. Se trataba de un buen jabón con penetrante olor a sebo, y lavaba bien la ropa, los platos, los tiestos de cocina, el cabello y el cuerpo.
En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.
El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.
La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rincones porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad.