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– Hagamos un trato, Antonio José Bolívar. Tú eres el más veterano en el monte. Lo conoces mejor que a ti mismo. Nosotros sólo te servimos de estorbo, viejo. Rastréala y mátala. El Estado te pagará cinco mil sucres si lo consigues. Te quedas aquí y lo haces como te dé la gana. Entretanto, nosotros nos regresamos a proteger el poblado. Cinco mil sucres. ¿Qué me dices?

El viejo escuchó sin parpadear la propuesta del gordo.

En realidad, lo único verdaderamente sensato que cabía hacer era regresar a El Idilio. El animal, a la caza del hombre, no tardaría en dirigirse al poblado, y allá sería fácil tenderle una trampa. Necesariamente la hembra buscaría nuevas víctimas y resultaba estúpido pretender disputarle su propio territorio.

El alcalde deseaba zafarse de él. Con sus respuestas agudas hería sus principios de animal autoritario, y había dado con una fórmula elegante de quitárselo de encima.

Al viejo no le importaba mayormente lo que pensara el gordo sudoroso. Tampoco le importaba la recompensa ofrecida. Otras ideas viajaban por su mente.

Algo le decía que el animal no estaba lejos.

Tal vez los miraba en esos momentos, y recién empezaba a preguntarse por qué ninguna de las víctimas le molestaba. Posiblemente su vida pasada entre los shuar le permitía ver un acto de justicia en esas muertes. Un cruento, pero ineludible, ojo por ojo.

El gringo le había asesinado las crías y quién sabe si también el macho. Por otra parte, la conducta del animal le permitía intuir que buscaba la muerte acercándose peligrosamente a los hombres, como lo hiciera la última noche, y antes, al ultimar a Plascencio y a Miranda.

Un mandato desconocido le dictaba que matarla era un imprescindible acto de piedad, pero no de aquella piedad prodigada por quienes están en condiciones de perdonar y regalarla. La bestia buscaba la ocasión de morir frente a frente, en un duelo que ni el alcalde ni ninguno de los hombres podrían comprender.

– ¿Qué me respondes, viejo? -repitió el alcalde.

– Conforme. Pero me dejan cigarros, cerillas y otra porción de cartuchos.

El alcalde respiró aliviado al oír la aceptación y le entregó lo pedido.

El grupo no tardó demasiado en preparar los detalles del regreso. Se despidieron, y Antonio José Bolívar se dio a la tarea de asegurar la puerta y la ventana de la choza.

A media tarde oscureció, y bajo la luz taciturna de la lámpara retomó la lectura mientras esperaba rodeado por los ruidos del agua deslizándose entre el follaje.

El viejo repasaba las páginas desde el comienzo.

Estaba molesto de no conseguir apropiarse del argumento. Repasaba las frases memorizadas y salían de su boca carentes de sentido. Sus pensamientos viajaban en todas direcciones buscando un punto determinado en el cual detenerse.

– A lo mejor tengo miedo.

Pensó en un proverbio shuar que aconsejaba esconderse del miedo, y apagó la lámpara. En la oscuridad se tendió sobre los costales con la escopeta preparada descansando encima del pecho, y dejó que los pensamientos se aquietaran como las piedras al tocar el lecho del río.

Vamos viendo, Antonio José Bolívar. ¿Qué te pasa?

No es la primera vez que te enfrentas a una bestia enloquecida. ¿Qué es lo que te impacienta? ¿La espera? ¿Preferirías verla aparecer ahora mismo derribando la puerta y tener un desenlace rápido? No ocurrirá. Sabes que ningún animal es tan necio como para invadir una guarida extraña. ¿Y por qué estás tan seguro de que la hembra te buscará a ti, precisamente? ¿No piensas que la bestia, con toda la inteligencia que ha demostrado, puede decidirse por el grupo de hombres? Puede seguirlos y eliminarlos uno por uno antes de que lleguen a El Idilio. Sabes que puede hacerlo y debiste advertírselo, decirles: «No se separen ni un metro. No duerman, pernocten despiertos y siempre a la orilla del río». Sabes que aun así para la bestia sería fácil emboscarlos, dar el salto, uno al suelo con el gaznate abierto, y antes de que los demás se repongan del pánico ella estará oculta, preparando el siguiente ataque. ¿Crees que la tigrilla te siente un ser igual? No seas vanidoso, Antonio José Bolívar. Recuerda que no eres un cazador, porque tú mismo has rechazado siempre ese calificativo, y los felinos siguen al verdadero cazador, al olor a miedo y a verga parada que los cazadores auténticos emanan. Tú no eres un cazador. Muchas veces los habitantes de El Idilio hablan de ti llamándote el Cazador, y les respondes que eso no es cierto, porque los cazadores matan para vencer un miedo que los enloquece y los pudre por dentro. ¿Cuántas veces has visto aparecer grupos de individuos afiebrados, bien armados, internándose en la selva? A las pocas semanas reaparecen con fardos de pieles de osos hormigueros, nutrias, mieleros, boas, lagartos, pequeños gatos de monte, pero jamás con los restos de un verdadero contrincante como la hembra que esperas. Tú los has visto emborracharse junto a los hatos de pieles para disimular el miedo que les inspira la certeza de saber que el enemigo digno los vio, los olió y los despreció en la inmensidad selvática. Es cierto que los cazadores son cada día menos porque los animales se han internado hacia el oriente cruzando cordilleras imposibles, lejos, tan lejos que la última anaconda vista habita en territorio brasileño. Pero tú viste y cazaste anacondas no lejos de aquí.

La primera fue un acto de justicia o de venganza. Por más que le das vueltas no llegas a la diferencia. El reptil había sorprendido al hijo de un colono mientras se bañaba. Tú estimabas al chico. No pasaba de los doce años y la anaconda lo dejó blando como una bolsa de agua. ¿Te acuerdas, viejo? En canoa seguiste el rastro hasta descubrir la playa donde se soleaba. Entonces dejaste varias nutrias muertas como cebo y esperaste. En ese tiempo eras joven, ágil, y sabías que de esa agilidad dependía no convertirte en otro banquete para la diosa del agua. Fue un buen salto. El machete en la mano. El corte limpio. La cabeza de la serpiente cayendo a la arena, y antes de que la tocara tú saltabas a protegerte entre la vegetación baja, mientras el reptil se revolcaba azotando su cuerpo vigoroso una y otra vez. Once o doce metros de odio. Once o doce metros de piel oliva pardo con anillos negros intentando matar cuando ya estaba muerta.

La segunda fue un homenaje de gratitud al brujo shuar que te salvó la vida. ¿Lo recuerdas? Repetiste el truco de dejar carnada en la playa y esperaste arriba de un árbol hasta verla salir del río. Esa vez fue sin odio. La mirabas engullir los roedores mientras preparabas el dardo, envolviendo la aguda punta en telaraña, untándolo en el curare, introduciéndolo en la boquilla de la cerbatana, y apuntaste buscando la base del cráneo.

El reptil recibió el dardo, se irguió elevando casi tres cuartas partes del cuerpo, y desde el árbol donde te emboscabas viste sus ojos amarillos, sus pupilas verticales buscándote con una mirada que no te alcanzó porque el curare actúa rápido.

Luego vino la ceremonia de deshollar, caminar quince, veinte pasos, en tanto el machete la abría y su carne fría y rosada se impregnaba de arena.

¿Lo recuerdas, viejo? Al entregar la piel, los shuar declararon que no eras de ellos, pero que eras de ahí.

Y los tigrillos tampoco te son extraños, salvo que jamás diste muerte a un cachorro, ni de tigrillo ni de otra especie. Sólo ejemplares adultos, como indica la ley shuar. Sabes que los tigrillos son animales extraños, de comportamiento impredecible. No son tan fuertes como los jaguares, pero en cambio dan muestras de una inteligencia refinada.

«Si el rastreo es demasiado fácil y te hace sentir confiado, quiere decir que el tigrillo te está mirando la nuca», dicen los shuar, y es cierto.

Una vez, requerido por los colonos, pudiste medir la astucia del gran gato moteado. Un ejemplar muy fuerte se cebaba con las vacas y las acémilas, y te pidieron echarles una mano. Fue un rastreo difícil. Primero, el animal se dejó seguir, guiándote hasta los contrafuertes de la cordillera del Cóndor, tierras de vegetación baja, ideales para la emboscada a ras del suelo. Al verte metido en una trampa trataste de salir de ahí para regresar a la espesura, y el tigrillo te cortaba el paso mostrándose, pero sin darte tiempo a que te echaras la escopeta a los ojos. Disparaste dos o tres veces sin alcanzarlo, hasta entender que el felino quería cansarte antes del ataque definitivo. Te comunicó que sabía esperar, y acaso también que tus municiones eran pocas.

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