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5 Tierra del Fuego: un encuentro fraterno

El Land Rover había dejado huellas más que notorias en la pampa de coirones. Las seguí a toda velocidad hasta el pie de la ascendente quebrada.

Galinsky no se tomó el trabajo de esconder el vehículo, actuaba con entera confianza e incluso se permitió el descuido de dejar los papeles del alquiler en la guantera. En ellos aparecía su nombre con todas sus letras. Abrí la tapa del motor, arranqué todos los cables del encendido y empecé a subir por un borde de la quebrada.

La motocicleta resbalaba en el pasto aceitoso, pero el vigoroso motor se imponía obligándola a brincar hacia adelante. Me sentía como un jinete del séptimo de caballería, una suerte de vengador llamado a llegar en el momento oportuno al escenario de la tragedia para evitarla, una soberana estupidez que comprendí cuando me faltaban unos cincuenta metros para alcanzar la cumbre de la loma; si continuaba en la moto, el sonido del motor alertaría a Galinsky.

Seguí subiendo a pie. En el cielo sin nubes planeaban en círculos unos pájaros negros. Pocos metros antes de la cumbre me tiré sobre la hierba y alcancé la altura a fuerza de punta y codos. Abajo se veía una casa. La incipiente luminosidad matinal hacía relucir el techo de calaminas. Decidí bajar dando un rodeo que me asegurase tener siempre el sol a la espalda.

Al llegar junto a la cruz de madera clavada sobre un montículo descubrí que iba perdiendo plumas blancas. El anorak de Pedro de Valdivia no resistió el descenso sobre los codos. Tenía una deuda más con el petisito. En la cruz leí dos palabras: FRANZ STAHL, y un par de metros más adelante vi algo que me obligó a sacar la Browning del bolsillo. Había dos perros muertos, eliminados por un buen tirador, pues ambos animales mostraban las cabezas reventadas.

"Bueno, Belmonte, llegó la hora de demostrar que todavía sirves para algo", me dije al correr zigzagueando hacia la puerta posterior de la casa. Entré acompañado de la nube de polvo y astillas que saltaron junto con las bisagras. Caí buscando una cabeza donde meter varios proyectiles 765, pero no vi más que el desorden provocado por el paso de un huracán o de un buscador de tesoros sin tiempo que perder.

Lentamente me alcé sobre las dos patas. Repasé los vestigios de la búsqueda realizada por Galinsky de derecha a izquierda manteniendo el índice soldado al gatillo. Entonces vi a la mujer.

He visto muchos muertos y en todos ellos siempre advertí algo grotesco, como si el instante en que les abandona la vida les hubiera llegado de manera tan súbita que no alcanzan a disponer los cuerpos de una manera digna o armónica. La mujer tenía los brazos atados por las muñecas al borde de una alta chimenea. Las piernas fláccidas y dobladas hacían que sus brazos se vieran muy largos al tener que soportar todo el peso del cuerpo. Estaba desnuda de la cintura para arriba y tenía la cara y el tronco llenos de quemaduras.

Dejé la pistola en el borde de la chimenea para cortar las cuerdas con una mano y con el otro brazo sostener el cuerpo de la mujer. La tendí en el suelo. Una expresión de horror indicaba que había muerto en medio de las torturas. Mientras la cubría con una sábana pensé que, si ella había compartido el secreto de Hillermann, con seguridad lo había traicionado. Galinsky se mostró como un verdugo eficaz; todas las quemaduras afectaban solamente a la piel, sin llegar a chamuscar las carnes para evitar el desmayo de la víctima. En esos momentos estaría lejos. Me maldije por no haber inutilizado también la motocicleta luego de abandonarla a media subida. Me incorporaba, cuando algo frío presionó mi oreja derecha.

– Muévete despacio. Con mucho cuidado -dijo el dueño del cañón.

Me dejé empujar hasta una silla.

– Asiento. Y con las manos tocándose los hombros.

Obedecí. Despegó el cañón de mi oreja y sin dejar de apuntarme se sentó en el borde de una mesa.

– ¿Quién eres? -preguntó.

– Eso no importa, Frank Galinsky.

El hombre que me apuntaba con una Colt nueve milímetros medía su buen metro noventa. Tenía el cabello rubio, bien cortado, y sus ojos azules no pudieron evitar la expresión de sorpresa.

– ¿De dónde sabes mi nombre?

– Dejaste muchas pistas. Demasiadas. El Mayor no volverá a confiar en ti.

– Veo que sabes mucho. ¿Qnién diablos eres?

– Me llamo Juan Belmonte. Nunca antes nos vimos, hasta ahora.

– Como el famoso torero. Háblame de mis errores.

– Uno: debiste limpiar la casa de Moreira luego de matarlo. Estuve allí y di con la llave de la casilla. Dos: le escribiste usando las iniciales de tu chapa, Deckname: Werner Schroeders. Eso dice en tu acta de la policía alemana. Tres: dejaste vivo al viejo de la pulpería. Son muchas fallas para un ex oficial de inteligencia. Demasiadas para un hombre de Cottbus.

– Nos volvemos viejos. Pero te aseguro que contigo no cometeré faltas. Supongo que sabes lo que busco.

– Desde luego. No fue necesario matar a la mujer. También vengo de Alemania tras la Colección de la Media Luna Errante. Pero hay una gran diferencia entre nosotros: yo sé dónde están las monedas.

– Formidable. Así podemos negociar. Te ves como un tipo bastante apegado al pellejo. Lo que hice con la mujer será un juego de niños comparado a lo que haré contigo.

– Te creo. Uno que toda su vida no fue más que un repugnante fascista rojo no conoce escrúpulos. Pero no te será fácil. Ella también conocía el escondite de las monedas. ¿Te das cuenta, Genosse? No eres sino un puñado de basura incapaz de actuar sin que te dirijan. Pura basura. Eso es lo que eres. Un Ossi.

Lo vi apretar la empuñadura de la Colt. El brillo de sus ojos delataba que los deseos de meterme un tiro le agarrotaban las manos. Quería matarme pero no sin comprobar la veracidad de mis palabras. Tenía que ganar tiempo. Mansur, Aguirre y Ana debían de estar en camino.

– Voy a contar hasta tres. ¿Dónde están las monedas? Uno.

– ¿Me crees un idiota? Estás lleno de dudas. No vas a tocarme un pelo antes de hacerme hablar. ¿Eran todos tan idiotas en Cottbus? ¿O es un problema de alimentación?

– … dos…

– Conforme. Si vas a eliminarme, es bueno que sepas que te debo algo. Siempre quise meterle un par de tiros a Moreira. Eramos viejos conocidos. Debió de contarte lo que hizo en Nicaragua. Yo estuve allí. Tienes a un guerrillero frente a ti, Galinsky. A uno que pudo probar su valor. Además de apretar el culo en los desfiles, ¿estuviste alguna vez en acción?

– … tres…

La bala me entró por el empeine izquierdo.

Sentí el golpe que me aplastó el pie contra el suelo

luego la quemazón y enseguida el dolor que fue subiendo por la pierna.

– Estuve en Angola y Mozambique. Los chicos de Zamora Machel me enseñaron bastante esta clase de juegos. Si como dices fuiste un guerrillero, debes conocerlo. Se empieza por un pie, se sigue por el otro, y así vas ganando porciones de plomo. Vamos a jugar otra ronda. Uno…

El dolor trepaba por la pierna. Unos hilos de sangre empezaron a deslizarse por el zapato. Recordé los dos perros muertos. Una Colt como la que Galinsky esgrimía suele tener un cargador de nueve tiros. Todavía le quedaban seis.

– ¿Dónde aprendiste español? Lo hablas con acento centroamericano. ¿Conoces la expresión "te jodiste, cabrón"? Eso mismo es lo que acabas de hacer. Te jodiste. Hillermann escondió las monedas muy lejos de aquí. Tendrás que cargarme. Te jodiste, cabrón.

– .. dos…

– El idioma español tiene una larga lista de insultos y todos te vienen como regalados. Cabrón pendejo, huevón, hijo de puta, mal parido, capullo, gilipollas, saco de huevas, pero el mejor insulto para ti viene de tu propia lengua: Ossi.

– No has entendido las reglas del juego. ¿Por qué los insultos? Después de todo tú y yo somos compañeros. Tú luchabas para construir el socialismo y yo lo defendía. Tres…

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