Литмир - Электронная Библиотека
A
A

"Ignoro en qué turbios asuntos se habrá involucrado mi antiguo jefe ni me importa, sea lo que sea me ayudó a salir de allí. Es obvio que no pensaba huir, ¿cómo hacerlo en una silla de ruedas? Quería salir de allí antes de que el Mayor descubriera que se había saltado una pregunta importante: la identidad actual de mi amigo. Me bajaron hasta el garaje subterráneo, subimos de nuevo al vehículo, esta vez el Mayor se unió al grupo, y salimos a las calles de Berlín. "Vas a identificar a tu ex jefe. Nada más. Nos dices quién es y se acaba tu participación en esta historia" dijo el Mayor. Yo ni siquiera recordaba los detalles del rostro del hombre que apenas vi un par de veces durante la guerra, pero asentí. El auto se detuvo muy cerca de la Estación Zoológico, uno de los ex agentes de la Stasi empezó a empujar la silla de ruedas y, en cuanto vi que nos rodeaban docenas de paseantes, me lancé al suelo gritando de dolor.

"Inmediatamente acudieron curiosos y personas con intención de ayudar. "Es el corazón. Ya he tenido antes un infarto", dije, y ni el Mayor ni sus hombres lograron impedir que una ambulancia me sacara del lugar.

"A un hombre de setenta y dos años siempre le encuentran anomalías, y más aún si se trata de un lisiado.

"Les escribo desde el hospital de Charlottenburg. Encontrarán a Hans Hillermann y las malditas monedas de oro en la Tierra del Fuego. La única dirección de que dispongo es la que ya he citado: Puesto Postal número cinco. Quiera la suerte que esta carta llegue a vuestras manos y que den con Hans antes que los hombres del Mayor. Mi amigo se llama ahora Franz Stahl.

"De aquí no saldré vivo. Pude contarle la historia a la policía y pedir protección, pero todo este juego ha durado tanto tiempo que sería obsceno darle un final tan necio. Y estoy seguro de que a Hans le gustará jugarlo hasta las últimas consecuencias. A él le he escrito simplemente: "Lo siento, Hans. Los mismos de siempre van por ti. Nos vemos en el infierno".

"Cuando lean esta carta iré en camino. Perdí. Siempre perdí. No me irrita ni preocupa. Perder es una cuestión de método.

"Ulrich Helm." Berlín,febrero de 1991

3 Hamburgo: ¡Feliz cumpleaños!

Aquella tarde de febrero me despertó el frío. Salté de la cama soltando chorros de vapor por la boca y lo primero que hice fue comprobar si las ventanas estaban cerradas. Así era, en efecto. Enseguida miré el termostato del calefactor graduado en el número cinco, el más alto, pero el radiador estaba tan frío como el suelo. Me disponía a telefonear al mayordomo cuando escuché que llamaban a la puerta.

Abrí. Un petisito con un pasamontañas azul metido hasta las cejas y que se empeñaba en expresarse en una mezcla de alemán, inglés e idioma de sordomudo, me enseñó un atado de herramientas.

– Lo siento. No compro nada -le dije.

– No. La calefacción. ¿Comprende?

Le dejé pasar. Llegó hasta el radiador, se hincó, soltó un perno, del agujero empezaron a caer gotas de agua aceitosa, volvió a ajustar el perno, palpó por todas partes, movió la cabeza, echó mano de un walkie-talkie y habló en chileno clásico:

– La cagamos, huevón. Te lo dije, over. ¿Cómo? O sea que yo tengo que ir por todos los pisos dando explicaciones. A mí no me entienden, huevon, over

El petisito permaneció algunos segundos con el artefacto pegado a la oreja, mas al parecer su colega había decidido cortar la comunicación.

– ¿ Chileno? -pregunté.

El petisito hizo una señal de afirmación con la cabeza. Seguía esperando a por la voz de su compañero.

– ¿Y qué va a pasar con la calefacción? Estamos en invierno.

– Parece que atascamos la tubería central. El problema es saber dónde está el atasco. Vamos a tener que desmontar los radiadores de todos los pisos. Flor de cagada, jefe.

– Entonces empieza por éste, yo debo salir dentro de poco.

– No es tan simple. Hay que esperar al ingeniero. Esto va para largo.

– ¿Y qué hacemos? No me pueden dejar sin calefacción.

– No se preocupe. Usted nos deja la llave, pero antes debe firmarnos una autorización para entrar en su piso. Aquí tengo un formulario.

El petisito me entregó una hoja que rellené cumpliendo con la obsesión alemana por las biografías, firmé, y la devolví junto con una copia de la llave del piso.

– Bueno, ahora voy a avisar a los demás inquilinos. Y no se preocupe que cuando regrese tendrá el calefactor funcionando -dijo antes de salir.

– Eso espero. No tengo vocación de pingüino.

En el cuarto de baño descubrí que tampoco había agua caliente, y cuando me resignaba a una afeitada en seco escuché que de nuevo llamaban a la puerta. Abrí, y ahí estaba otra vez el petisito, con el papel que le firmara en una mano y una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Feliz cumpleaños!

– ¿Cómo? No te entiendo.

– Está de cumpleaños. Mire, aquí anotó su fecha de nacimiento. ¿Se da cuenta? ¡Feliz cumpleaños!

Cuarenta y cuatro. Petiso de mierda. Capicúa. Sentado en el inodoro resolví que no valía la pena darle vueltas al asunto. Cuarenta y cuatro. En un sujeto como yo, el único mérito de haber llegado a esa edad es justamente eso: haber llegado a ella. Feliz cumpleaños. Encendí el primer pitillo del día y vi los libros amontonados en el alféizar de la ventana. Ahí estaban las historias de Paco Taibo, de Jürgen Aberts, de Daniel Chavarna, que solía leer entre cagada y cagada con el innegable placer de los pequeños desquites, porque en ellas los individuos que sentía de mi bando perdían indefectiblemente, pero sabían muy bien por qué perdían como si estuvieran empeñados en formular la estética de la más contemporánea de las artes: la de saber perder.

El frío me expulsó del piso. Al cerrar la puerta con doble llave sentí una punzada en los riñones y me pregunté si no sería la súbita certeza de cumplir los cuarenta y cuatro. Empecé a bajar las escaleras. Al llegar al descanso del segundo piso me topé con una pareja de vecinos que subían cargando bolsas de compras. Eran unos vecinos bastante peculiares y dados al deporte de otomanizarlo todo. El tipo practicaba una costumbre epistolar con el mayordomo, y en sus cartas denunciaba como molestas costumbres turcas cualquier cosa que yo hiciera. Si escuchaba tangos a bajo volumen, escribía quejándose de mis liturgias musulmanas y, si ponía algún disco de salsa, entonces sus reclamos apuntaban a la dudosa moralidad de un turco que vivía sin mujer conocida. Les deseé buenas tardes sin el menor interés por que se cumplieran. El tipo respondió con un gruñido, lo que demostraba que no era sordo, pero de la mujer no recibí la menor respuesta, pues se desgañitaba gritándoles a los

chicos que subieran de una maldita vez. Seguí bajando y me enfrenté a las miradas desconfiadas de dos niños.

– ¿Qué tal, enanos?

– No somos enanos y tú eres un tío muy vago -respondió uno.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Porque nuestros padres nos dicen que debemos estudiar para no ser como tú, el turco vago que se levanta a las cinco de la tarde -precisó el otro.

– Cántenme algo. Hoy es mi cumpleaños.

– Los extranjeros no tienen cumpleaños -indicó el primero, pero no alcanzó a decir más porque la amorosa voz materna amenazó desde las alturas con una tunda.

Noche. En la calle, el frío de febrero arqueaba los lomos de los caminantes obligándoles a buscar algo inencontrable en el suelo. Alcé el cuello del abrigo y eché a andar con las manos en los bolsillos. Noche. Hasta finales de marzo seguiría sin ver la luz del día, pero aquélla no era una razón para quejarse. Cuando llegaran los interminables días del verano desearía con vehemencia la oscuridad nocturna que hermana a todos los gatos.

Como todas las tardes, un respetable río de orines bajaba por las escaleras del metro. Esquivando las pozas me acerqué a los automáticos de billetes. Como siempre, de los cinco sólo funcionaba uno y, como siempre, junto a las máquinas un puñado de eufóricos borrachos trataba de despachar una bandeja de latas de cerveza en el menor tiempo posible. Metí las monedas del importe.

3
{"b":"100306","o":1}