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Aparcaron cerca de la Platz der Akademie. Galinsky miró la triste luminaria del hotel Charlottenhof El Mayor volvió a reír.

– El viejo Charlottenho£ Debe de traerte recuerdos de cuando venías a buscar a los latinoamericanos para llevarlos a la base de Cottbus. El que compre ese hotel se encontrará con una fortuna en alambre y micrófonos. La Stasi instalaba micrófonos para cada invitado, nosotros poníamos otros, la KGB, la CIA, los arabes, los cubanos, los angoleños. Aquí hay más micrófonos que ladrillos. Sé de un británico que acaba de comprar los ascensores de jaula.

Galinsky secundó la risa del Mayor. Rió, pero no evitó recordar cierta mañana de 1980. En aquella ocasión pasó por el hotel Charlottenhof para entrevistarse con una nicaragüense. La mujer había llegado a la RDA con una delegación de niños que no podían jugar, y no porque les faltaran ganas. Les faltaban las manos. Poco antes de la victoria sandinista, la guardia de Anastasio Somoza cercenó las manos de veinte niños que lanzaron piedras durante la insurrección de Masaya. Doce de ellos sobrevivieron y llegaron a Berlín para recibir las prótesis que les permitirían volver a jugar. Los chicos lo saludaron alzando los muñones derechos en una horrenda parodia del saludo proletario. Galinsky tragó saliva y no dijo nada. Tocar un tema como ése era lanzar un balde de agua sucia sobre la alegre noche de los buenos tiempos que comenzaban. Empujaron un ancho y vetusto portón que daba a un típico pasadizo berlinés. A los costados estaban las escaléras que conducían a las alas derecha e

izquierda del edificio. Junto a ellas se ordenaban las filas de buzones y contadores eléctricos. Avanzaron hasta la puerta que conducía al patio interior. Galinsky conocía muy bien ese tipo de edificaciones. Supuso que en el patio interior, en el Innenbof, encontrarían bloques con los muros descascarados, balcones colgando peligrosamente y, tras los vidrios de alguna ventana pobremente iluminada, la silueta de un viejo leyendo, o revisando una colección de postales.

Para sorpresa de Galinsky el edificio del patio interior estaba semioculto por andamios, de los que colgaban rótulos publicitarios de constructoras de Occidente. Todo el primer piso se veía iluminado. La entrada olía a pintura fresca y una voz los saludó desde el portero automático.

– Buenas noches. ¿Qué desean?

– Uno o varios tragos, pero bien acompañados -respondió el Mayor.

Un sujeto musculoso los recibió a la entrada del piso. Reconoció al Mayor y se disculpó por el penetrante olor a pintura. Enseguida los condujo hasta una amplia habitación. Allí, acodadas frente a una barra americana, un grupo de mujeres charlaba con algunos clientes. Ordenaron dos ginebras.

– De todos los burdeles que se han abierto, éste es el mejor. Alégrate, Galinsky. No tiene nada que envidiarles a los del otro lado. El dueño es un tipo de Munich que se ha gastado una fortuna renovando el edificio. ¿Qué tal las chicas? Hay para todos los gustos. Mira. Con la mulata aquella puedes practicar español. Es cubana. ¿Pero dónde se metió mi geisha?

A las tres de la mañana una espesa capa de nieve cubría las calles de Berlín. Galinsky se acercó hasta una ventana y la abrió para recibir el aire frío y vivificante. Llevaba dos horas estudiando los documentos que el Mayor le entregara.

– ¿Cansado, Galinsky? -preguntó desde el otro lado del escritorio.

– No. Mayor. Impresionado por la historia.

– Bueno. Tienes dos días para organizar el viaje.

– Chile. Nunca estuve en ese país.

– No ha de ser muy diferente a Cuba. Festejaremos tu regreso en el mismo burdel. Y serás tú el que invite.

– Será un placer, Mayor. Un verdadero placer -dijo Galinsky, y dejó sobre el escritorio un ejemplar del catálogo general del Museo Numismático de Zurich.

7 Hamburgo: tiempo de reflexión

Dejé a Kramer a la entrada del edificio del Lloyd y enseguida eché a andar sin rumbo fijo. Primero pensé en acercarme hasta el Imbiss de Zelma luego quise pasar por el Regina a retirar el dinero que me adeudaban, pero finalmente se impuso el desamparo, la necesidad de las cuatro paredes protectoras y asi me vi subiendo la escalera en busca de mi guarida.

El vecino del piso de abajo debió de estar horas con el ojo pegado al visor de seguridad, o como se llamen esos odiosos orificios vigilantes. Esperó a que cruzara el descanso para abrir la puerta.

– Oiga. Queremos decirle que ésta es una casa decente -escupió.

– ¿Queremos? No veo al resto del coro.

– Lo hemos hablado con los vecinos. Por la mañana estuvo la policía registrando su piso. Firmamos una solicitud para que lo echen.

– Gracias por el aviso. Me gusta la gente amable.

– ¿Por qué no se larga a Turquía?

– Porque no me da la gana. Porque me gusta vivir rodeado de hijos de puta como tú. ¿Lo entiendes? Acompañé la pregunta subiendo los peldaños y el tipo cerró la puerta. fi El piso se veía como si hubiese pasado por él un huracán. Todos los libros estaban desparramados, los cojines de los sillones abiertos a navajazos y de la cama tampoco quedaba demasiado. En el lavamanos, una pasta formada con dentífi'ico, champú y agua de colonia burbujeaba su impotencia de bajar por el desagüe. En la cocina, el refrigerador abierto iluminaba una geografia de arroz, sopas de sobre y fideos convenientemente pisoteados.

En el suelo de la sala vi a la víctima invitada: el calentador eléctrico de Pedro de Valdivia enseñaba sus cables cortados. La pasma había hecho un buen trabajo.

Retiré los cojines abiertos y me tiré sobre los resortes del sofá. Hacía frío, tanto como afuera. Al parecer seguía sin calefacción. Pensé en el petisito del pasamontañas azul. Cuando acepté el encargo de Kramer, el inválido me aseguró que Pedro de Valdivia sería puesto en libertad sin cargos, pero no dejaba de sentir que le debía más de una disculpa.

– Mañana recibirás los pasajes, las últimas instrucciones y un adelanto para gastos -dijo Kramer al separarnos.

– Y la posibilidad de jugarle sucio. De joderlo.

– No lo harás. Lentamente, aunque te niegues a aceptarlo, vas descubriendo que te he propuesto el mejor de los tratos. Vas a ganar, Belmonte. Por primera vez obtendrás provecho de una aventura.

– Qné sabe usted de ganar o perder.

– Más de lo que crees. Y no olvides: trabajas para mí. Exclusivamente.

Volvía a Chile. Viví con el temor de aquel momento, y no porque el país hubiera dejado de gustarme, de ocupar un lugar en mis neuronas. Temía el regreso porque siempre fui un sujeto inmune a la amnesia, sobre todo a las amnesias decretadas por razones de Estado, por pactos políticos, por mandato basural.

¿Qué me esperaba en Chile? Un miedo terrible. La incertidumbre de no saber cómo reaccionaría mi estómago, por darle un nombre antojadizo a la región donde se nos aloja el alma.

Y además, allá estás tú, Verónica, mi amor, en tu reducto de silencio al que no quiero acercarme porque sé que no me dejarás entrar.

Desde aquella perspectiva de reptil vi de pronto el ejemplar deslomado de Viajé ál fin de la noche. En ese libro conservaba la única carta que alguna vez me produjo todo el dolor que puede esconder una buena noticia. Me incorporé a buscar entre sus páginas. Ahí seguía, doblada en cuatro como si también tuviera frío.

Santiago de Chile, 3 de septiembre de 1982

"Señor Juan Belmonte, usted no me conoce. Me llamo Ana Lagos de Sánchez y soy la esposa de un detenido desaparecido. A mi marido Angel Sánchez lo detuvieron el 22 de mayo de 1974, a las diez de la mañana y cuando salía de casa. Iba a comprar materiales a una ferretería. Era fontanero y tenía cuarenta años. Varias personas vieron cómo se lo llevaban en un auto sin placas, y desde esa fecha no volví a saber de él. Angel era militante del partido comunista. Yo sigo siéndolo. Buscando a mi marido empecé a participar activamente en el Comité de Familiares de Desaparecidos. Usted debe saber que hemos logrado dar con las tumbas secretas de muchos de ellos, y que también algunas veces, por desgracia las menos, hemos encontrado a algunos con vida, sobre todo a niños. Una de nuestras formas de búsqueda consiste en salir de casa muy temprano, apenas levantan el toque de queda, para dirigirnos a los basurales y otros sitios eriazos que rodean Santiago. Lo hacemos cada día. No quiero

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