Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– El mar cambia de color. Un invierno más -comentó el doctor.

– Oiga. ¿Cómo es eso del testamento? No termino de entenderlo.

– Muy simple. El viejo nombró a tu madre heredera universal de todos sus bienes. Casa, parcela, animales. Todo. Pero el testamento tiene una cláusula bastante especial: tu madre no puede ni vender ni hacer modificaciones en la casa.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Nunca. Pero, si un día Griselda se nos va entonces todo será tuyo y podrás hacer lo que quieras.

– Qué macana. Yo nunca quise al viejo, doctor. Siempre lo consideré un impostor, alguien que trataba de suplantar a mi padre. Y me fui a Punta Arenas porque no soporté las habladurías que corrían respecto de mi madre y él. Esa herencia hace de mi madre la viuda oficial del viejo. Si la quería tanto, ¿por qué no se casó con ella?

– Eres muy tonto, Jacinto. Entre tu madre y el viejo había algo muy intenso y bello que se llama amistad. Amistad entre dos seres con mucha vida detrás. Eso suele ser más interesante que el amor.

Cuando regresaron a la casa vieron un tercer caballo atado junto a los de los carabineros. Era el matungo del cura. Se veía como un enano peludo al lado de los briosos corceles de los policías.

El cura saboreó entre elogios un par de pequenes, se echó un vaso de vino al coleto, se colgó la estola del cuello y se acercó al muerto.

– En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Yo te absuelvo de todos tus pecados, hermano Franz. Poco sabemos de ti, tal vez hay muchos detalles de tu vida que jamás conoceremos pero tal vez Dios ha dispuesto que esta inmensidad esté llena de secretos. Has cometido el peor de los pecados, has quitado con tus manos la vida que sólo el señor podía retirarte. Sin embargo yo te absuelvo; Dios nunca mira para la Tierra del Fuego. Amén.

2 Tierra del Fuego: el descolgado

Al aterrizar en Punta Arenas agradecí el anorak que me proporcionara Pedro de Valdivia. El sol alumbraba, pero su calor era raptado por las ráfagas de viento gélido y salobre que azotaban los árboles y los cuerpos.

No me costó un gran trabajo llegar hasta la dársena y tampoco lo fue encontrar las puertas del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto. Nunca antes había estado en esa ciudad austral, pero en Hamburgo escuché a docenas de marinos hablar del Cinco Hombres y un Cajón de Muerto como uno de los mejores tugurios para gente de mar.

Apenas traspuse el umbral sentí la acogedora bienvenida de una salamandra encendida en medio del local y el apetitoso aroma de cordero estofado que salía de la cocina. La barra era larga, de madera muy pulida y brillante. Detrás se ordenaban cientos de botellas, astrolabios, compases, gallardetes y otros utensilios de mar.

– Al cordero le falta un poco -saludó el mesonero.

– Puedo esperar.

– ¿Seco?

– Póngame algo para calentar los huesos.

– Un guarapón entonces.

Una buena docena de hombres se repartía entre varias mesas. Hablaban de los precios del marisco. Puteaban a los pesqueros japoneses. Con el vaso de aguardiente me senté frente a una mesa vacía. Un tipo fornido giró el cuerpo para hablarme.

– ¿Juega truco, paisano? Nos falta un cuarto hombre -dijo.

– Uno dispuesto a pagar el almuerzo -apuntó otro, que lucía un casco plateado de petrolero.

– No, lo siento. Siempre quise aprender pero no tuve la chance.

– Bueno. Si quiere aprender perdiendo, arrime la silla -invitó el fortacho.

Me uní a la mesa. El tercer hombre fumaba una pipa y empezó a barajar las cartas.

Era cierto que siempre quise aprender a jugar truco, pero también lo era que no deseaba hacerlo en esa ocasión. Así es siempre la vida.

– Tengo un amigo que es truquero. Y de los buenos -dije.

– ¿Patagón o fueguino? -consultó el fortacho.

– De aquí. De Punta Arenas -respondí.

– Patagón entonces. ¿Y cómo sellama su amigo si se puede saber? -preguntó el fumador de pipa.

– Cano. Carlos Cano. ¿Lo conocen?

– Cano. El del Perla delsur -indicó el fortacho.

– El mismo. ¿Saben si está en la ciudad?

– ¿Y usted sabe si él quiere que le respondamos? -consultó el del casco plateado.

– Apuesto el almuerzo a que se alegra de verme.

– Retruco. Si no se alegra, nosotros le pagamos la nueva dentadura, porque la va a necesitar -aceptó el fortacho.

El del casco plateado salió anunciando que volvía en media hora. Los otros dos me invitaron a cambiar el aguardiente por el vino que bebían.

– De nuevo somos tres. ¿Jugamos un dominó? -propuso el de la pipa.

Empezamos a disputar unas partidas de dominó. Sentía a los tipos observándome por el rabillo del ojo. Traté de jugar lo mejor que pude mientras pensaba en cómo reaccionaría Cano al verme.

Carlos Cano. Pocas veces he conocido a tipos con su humor. Era capaz de inventar chistes en medio de las situaciones más graves. Cano fue el único fueguino en el GAP, el grupo de amigos personales de Salvador Allende, la guardia privada del extinto presidente. Le llamaban el Llagan, o el Náufrago de Kanasaka, y siempre fue un tipo de un valor tan fino como la región de donde provenía. Como miembro del GAP combatió en el palacio de La Moneda aquel 11 de septiembre del 73.

Casi todo el GAP murió luchando junto a Allende. Cano consiguió salvar la vida simulando estar muerto. Con dos balas en el cuerpo se tendió entre los compañeros caídos y, aguantando la respiración, vio cómo los oficiales del ejército asesinaban a los heridos. Pero salió del infierno y en cuanto se vio lejos del centro de Santiago saltó del camión que transportaba los cadáveres. Renqueando y debilitado por la sangre perdida llegó hasta el cordón industrial San Joaquín, donde todavía se combatía contra la soldadesca. Allí lo revisó un médico moviendo la cabeza incrédulo.

– Tienes una bala en la panza y otra en un hombro -le dijo.

– Corresponde. Yo también disparé unas cuantas -respondió.

Cano consiguió salir a la Argentina en noviembre del 73, y el camino de su desencanto político se fue nutriendo con los fracasos de los Montoneros argentinos, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias colombianas, y finalmente sufrió el fin de la Brigada Simón Bolívar en Nicaragua. La última vez que lo vi fue en 1985 en Malmö. Timoneaba un pequeño transbordador que unía ese puerto sueco con Copenhague.

– En un año me largo. He ahorrado dinero para comprar un barco. Un tremendo barco -dijo mientras bebíamos unas cervezas.

– ¿En Chile?

– Sí, pero muy al sur. Nunca saldré más al norte que el Estrecho de Magallanes.

– ¿Y las viejas causas?

– Que se vayan a la mierda. Pero sin mí. Yo soy un descolgado.

Cinco años más tarde volví a verlo, pero en la televisión alemana. Timoneaba el barco de unos alemanes buscadores de tesoros en las aguas preantárticas.

El hombre del casco plateado entró primero al bar y me señaló con un dedo. Detrás entró Cano. Me vio y se tapó los ojos. Enseguida, con un gesto me invitó a la barra.

– No. Sea lo que sea mi respuesta es no -dijo.

– Alégrate o tendré que pagarles el almuerzo a esos tres.

– Y a mí un trago. ¿En qué andas, Belmonte?

– En nada ilegal. Es un simple y puro asunto de trabajo.

– ¿Cómo me encontraste?

– No olvidé tu confidencia en Malmö, luego te vi en la televisión alemana, y hace media hora les solté tu nombre a los amigos. Muy fácil.

– Y querías verme porque soy adorable. Suelta la pepa.

– Es largo. ¿Nos sentamos?

– Bueno. Pero no olvides que estás hablando con un descolgado.

Mientras los tres potenciales jugadores de truco devoraban una bandeja de cordero estofado a la que insistí en invitarles, Cano y yo nos sentamos frente a una mesa alejada. Allí hicimos lo que suelen hacer todos los veteranos que han sido cómplices en batallas perdidas: no hablar de ellas y asombrarse de seguir vivos.

26
{"b":"100306","o":1}