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– Yo invito y el caballero paga. ¿Y mi ángel de la guarda?

– Ya lo he visto. ¿Hay más?

– No. Soy tan insignificante que no me lo cambian desde hace meses. Fíjate que hasta turnio es el pinche chivato. Lo que sea, hermano, escúpelo mientras caminamos. Luego le hacemos al ron y a los recuerdos.

– Necesito un hombre en el D.F. Uno capaz de chingarse al diablo.

– Entiendo. Para las orejas: su nombre ya lo olvidaste y lo encuentras en Azcapotzalco. Faro del Fin del Mundo. Le falta un ojo, no sé cuál. La última vez que lo vi tenía dos.

– ¿Te debo algo?

– Una borrachera que me dure días.

Azcapotzalco era lo que en muchas ciudades se conoce como un suburbio, un furúnculo que no le creció a la capital desmadrada, sino que estaba ahí de antes, esperando emboscado. Todo parecía girar en torno a una megalómana refinería que emporcaba el aire. Un par de preguntas me bastaron para dar con el Faro del Fin del Mundo, taberna frecuentada por obreros de la refinería y otros sujetos de la hermandad de la barra.

– Bueno -dijo el mesonero.

– Una cerveza. Oiga, ando buscando a un cuate que es cliente de la casa. Ese al que le falta un ojo.

– ¿Y cree que él quiere ser encontrado?

– Seguro. Ya le dije que somos cuates. Y es urgente.

– Aguántele. ¿De parte de quién? -consultó el mesonero echando mano al teléfono.

– De Robinson Crusoe.

Esperé lo que duran cinco cervezas bebidas de a tercios, tiempo suficiente para convencerme de que el mundo se dividía entre pinches cabrones e hijos de la chingada. Trataba de decidir en cuál de los bandos me sentía más a gusto cuando vi al mesonero estirando el cuello y la boca para señalarme. Los gestos iban dirigidos al hombre que acababa de llegar, un tipo de edad indefinida, con la cabeza cubierta por una gorra de béisbol y el ojo derecho tapado por un parche de cuero marrón.

– Usted no es Robinson Crusoe -saludó.

– No, pero soy amigo de Marcos. En la isla me dio su nombre.

– Pinches cubanos. Ponme un eufemismo, mano.

– ¿Un qué? -consultó el mesonero.

– Un cubalibre.

El mesonero cumplió con el pedido y entonces vi cómo el tuerto tomaba el vaso con un dedo metido adentro para impedir que la rodaja de limón y los cubitos de hielo cayeran mientras botaba el ron. Dejó caer hasta la última gota y entonces llenó el vaso con Coca-Cola.

– Se llama cubalibre para niños. Venga. Veamos de qué se trata.

Le solté la información que me diera Salem. El tuerto escuchaba sorbiendo su cubalibre para niños. Los parpadeos de su ojo me indicaron que ya planificaba la acción y cuando terminé dijo que quería ver el objetivo.

El tuerto de nombre olvidado conducía un Volkswagen escarabajo. Cruzamos la ciudad, el D.F. que parecía no tener fin, hasta que llegamos a una zona de bungalows estilo Hollywood. Aparcó a unos cincuenta metros de la casa que nos interesaba y la atención de su único ojo se posó en el retrovisor.

– No se ve difícil -opinó.

– Me gustaría chequear el lugar, hacer un levantamiento operativo.

– Ya se le salió el chileno. De eso me encargo yo. Usted es demasiado visible.

– ¿Hablamos un poco del factor riesgo?

– ¿Para qué? Robinson Crusoe es como mi hermano, y los amigos de mi hermano, etcétera.

Me llevó en el Volkswagen hasta una parada de taxis. Al despedirnos me entregó una tarjeta con la indicación de llamarlo a las ocho de la tarde. En la tarjeta se leía su nombre y, más abajo: "Investigador Privado".

Lo llamé por la tarde según convenimos. Curiosos, los mexicanos. Cuando dicen que sí, es definitivo.

– Lo haremos mañana. Paso a buscarlo al hotel a las seiscientas, como decía el general Patton.

– De acuerdo. Supongo que tiene una herramienta para mí.

– ¿Cuál es su número de la suerte?

– Nueve largo.

Por la noche llamé a Rabat y le conté a Salem cómo iban las cosas. El hijo del desierto me dijo que por su lado todo marchaba según lo convenido.

Al día siguiente, poco después del amanecer, cerca de un bungalow hollywoodiense, en el D.F., tres hombres vistiendo monos amarillos y cascos de seguridad esperaron hasta que de la casa salió un automóvil con tres personas en el interior. Entonces bajaron de la camioneta. Uno era el tuerto, el otro, un muchacho muy ágil y el tercero, yo. El tuerto se dirigía al muchacho llamándole "Vecino".

El Vecino no tocó el timbre, se pegó a él hasta que un ropero de tres cuerpos se acercó trotando hasta la puerta. La culata nacarada de una cuarenta y cinco asomaba de su cintura.

– ¿Qué pasa? -preguntó el ropero.

– Abra la pinche puerta que tenemos que encontrar el escape de gas y apúrese que si no lo encontramos a tiempo vamos a tener una explosión madre y va a volar medio efe, ándele y abra de una vez.

El ropero picó. Los discursos sin comas son infalibles. Entramos. El vecino no dejó de dar voces de alarma hasta que acudieron otros dos guardaespaldas todavía con los ojos legañosos, y un par de mucamas.

– ¡El escape viene de la casa y es peor de lo que pensamos! -gritó el vecino siguiendo los dictados de un amperímetro que hacía funcionar como un contador Geiger.

Entramos al bungalow a la carrera y, cuando vimos que los tres matones y las mucamas también estaban dentro, sacamos las herramientas. El tuerto manejaba una cuarenta y cinco negra, el vecino un treinta y ocho de cañón recortado y yo me sentí bastante seguro con la Browning nueve milímetros largo.

– Esta bola de cabrones y las chamacas le pertenecen, vecino. Nosotros vamos a ver al viejo -indicó el tuerto y nos lanzamos a patear puertas.

Wolfgang Obermeier, alias Ernesto Schmidt, alias César Braun, en todo caso, ex comandante de las SS hitlerianas estaba sentado en la cama y comiendo una toronja a cucharadas.

El tuerto permaneció en la puerta del dormitorio repartiendo su único ojo entre el pasillo y la habitación. Salté a la cama del viejo nazi y le cambié la cuchara por el cañón de la pistola. Obermeier empezó a temblar con ojos desorbitados. Babeaba el cañón de la Browning sin el menor respeto por la industria belga.

– Escucha bien, viejo cerdo. Vas a ver la foto de un hombre que tiene muchas ganas de saber tu dirección.

Saqué del bolsillo la fotografía de un hombre vestido con uniforme del ejército israelí, que enseñaba unos números tatuados a fuego en un brazo. El viejo nazi miró la foto y, tal como dijera Salem, estuvo a punto de cagarse. Babeando farfulló unas palabras incomprensibles.

– Quítele el cañón de la boca. ¿No ve que el cabrón quiere hablar? -aconsejó el detective tuerto desde la puerta.

Antes de sacar el cañón de su boca lo tomé del escaso pelo. El viejo nazi temblaba como un perro.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?

– Hijos del desierto. Pero nos gustan los chicos del Mosad.

– Mi familia…, mi familia… -balbuceó.

– Tu familia me importa un huevo. Para las orejas: vas a llamar de inmediato a tu agente en Luxemburgo. Lo vas a despertar, pero así es la vida.

Obermeier se dejó arrastrar hasta el escritorio.

– Parlante abierto. Yo también quiero escuchar. Y ojo con lo que dices, que hablar alemán es una de mis virtudes.

Sudando marcó el mismo número luxemburgués que Salem me entregara en Rabat. Pasaron algunos segundos hasta que se escuchó una voz somnolienta respondiendo en alemán.

Ja? Hal Jo?

– Soy yo…, Braun.

– ¡Herr Braun! ¿Ocurre algo?

Le metí el cañón en la oreja libre.

– Dile que se asome a la ventana que da a la Marienplatz. Abajo verá a un ciclista reparando su bicicleta. Que lo llame y le abra la puerta.

Obermeier obedeció. El del otro lado empezó a hacer preguntas, pero el cañón de la pistola aplastando una oreja del viejo nazi le hizo recuperar la voz de mando y exigió obediencia.

Tres minutos más tarde el luxemburgués informó que el ciclista estaba arriba. Hablé con él en español.

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