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– Belmonte, Juan Belmonte. ¿Por qué te llamaron así? Que yo sepa los chilenos no son amantes de los toros.

– A mí tampoco me interesan. ¿De eso quiere hablar conmigo?

– No. Para distender el clima empezaré diciendo que voy a jugar limpio; tan limpio como lo permitan mis intereses. Como ya sabes, mi nombre es Oskar Kramer y soy suizo. Según mi contrato de trabajo ejerzo de jefe del Departamento de Investigaciones de Ultramar del Lloyd Hanseático. Antes fui policía, en Zurich, hasta que un traficante de armas ordenó que me metieran una porción de plomo en el espinazo.

– Triste historia. ¿Qué tiene que ver conmigo?

– Ya lo sabrás. Todo a su debido tiempo. Los suizos somos famosos por nuestra lentitud, mas yo trataré de no ser demasiado típico, Juan Belmonte. Como el gran torero. Mis relaciones con las autoridades alemanas suelen ser de mucha utilidad. ¿Sabes que tu acta se encuentra entre los IPP, Individuos Potencialmente Peligrosos? Me han entregado una copia de tu currículo. Interesante, Belmonte. Muy interesante. Guerrillero en Bolivia durante la ofensiva del Ejército de Liberación Nacional en el Teoponte. Guerrillero urbano en Chile. Participación en varios asaltos a bancos o mejor dicho "expropiaciones", para respetar el argot militante. Sigamos. Participante en varios atentados terroristas durante los primeros años de la resistencia contra el régimen del general Pinochet. Otro detalle interesante. Servicio militar en el cuerpo de comandos del ejército chileno. Dos estadías en Cuba, turismo en Angola y Mozambique. Guerrillero en Nicaragua. Brigada Internacional Simón Bolívar. Más

tarde comandante sandinista. Es una vida demasiado interesante para un matón de burdel que además tiene nombre de torero. ¿Sigo?

– Siga, Big Brother. Dígame ahora qué sabe de Verónica.

– Casi nada. Nombrarla fue un truco, acepto que sucio. Supongo que debo disculparme.

– Dijo que jugaría limpio. Escupa todo lo que sabe de Verónica.

– Si así lo quieres. Su acta es breve: hasta 1973 militante de las Juventudes Socialistas. Detenida en octubre de 1977 por efectivos de la Dirección Nacional de Inteligencia en Santiago. En enero de 1978 se la dio por desaparecida, pero en julio de 1979 unos vagabundos la encontraron en un basural al sur de la capital chilena. Un informe médico realizado por la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos revela que padeció toda clase de torturas. Desde el día de su reaparición está incapacitada. Otro dictamen médico se refiere a una forma de esquizofrenia más conocida como autismo. Sigue la dirección actual, número de teléfono y finaliza indicando que es el único contacto que mantienes en Chile. Hay fotocopias de todas las cartas que le has escrito. Es todo.

– Los hijos de puta que coleccionan mis cartas, ¿son de la pasma silvestre o de mayor pedigrí?

– También juego limpio con ellos. No puedo decirlo, pero…

– Siga. Hasta ahora no suelta lo que quiere de mi.

– Pero puedo destruir las dos actas y te aseguro que no hay copias.

– Está blufeando. Sabe que a Verónica no pueden tocarla. La dictadura acabó en Chile y, aunque siguiera en el poder, nunca hubo cargos en contra suya.

– A ella no, directamente. Pero, ¿qué pasa si consigo que te expulsen de Alemania? Ella depende de ti. Del dinéro que le mandas. Te hice seguir, Belmonte. Vives de una manera espartana. Hasta lías tú mismo los cigarrillos que fumas. Y de Verónica supe que no tiene otra compañía que esa tía que la cuida. Ana creo que se llama. Admirable tu lealtad para con una mujer que no ves desde 1973, de no ser que hayas mantenido encuentros durante tu vida clandestina en Chile. Admirable.

– Me está cansando, Kramer. Diga de una maldita vez qué es lo que quiere de mí.

– Todo a su debido tiempo. Vamos a dar un paseo. Tú empujas la silla de ruedas, de paso ahorro baterías, y entretanto tiro el anzuelo en cuya punta hay una jugosa carnada que terminarás mordiendo.

Salimos del edificio. El recepcionista se deshizo en sonrisas al verme en compañía de Kramer y del asqueroso perro que saltaba de felicidad ante la perspectiva de un paseo. Empezamos a seguir la costanera del Elba y pensé que bastaba con un leve empujón para hacerlo desaparecer en la mezcla de agua e inmundicia.

El paseo se prolongó hasta los jardines de Blankenesse. Observando los barcos que entraban o salían del puerto, Kramer hablo de fortunas, de tesoros artísticos, de colecciones de objetos de valor incalculable extraviados antes, durante y después de la segunda guerra mundial. Yo lo escuchaba luchando con la tentación de arrojarlo al agua. El perro parecía tener dotes telepáticas, porque a cada paso me observaba enseñando los dientes.

– Y los grandes perdedores de todas estas historias de fortunas extraviadas no fueron sus dueños, Belmonte, sino las compañías de seguros. Una vez disparado el último tiro, en el año cuarenta y cinco, empezó la guerra fría, aunque los historiadores insistan en que todo comienza con la construcción del muro de Berlín. El año cuarenta y cinco, el de la división del mapa europeo entre los colores rojo y blanco, fue para las aseguradoras como una guillotina cortando la serie de puntos suspensivos que hilaban el camino hasta muchos de esos tesoros extraviados. Pero todas las compañías de seguros sabían que tarde o temprano los eslabones de la cadena volverían a juntarse, recuperando la continuidad lógica que condujera al desenlace, al inevitable cierre de los círculos.

– Está hablando chino. No le entiendo un carajo.

– Conforme. Abreviaré la historia: durante más de cuarenta años a los dos lados del muro de Berlín se preservaron parcelas de historias, con la certeza de que los poseedores del otro lado esperarían pacientemente hasta que llegara el momento propicio de juntarlas. Ese momento llegó con el derrumbe del mundo socialista; los círculos empezaron a cerrarse, sólo que de una manera demasiado vertiginosa y que amenazó con transformarlos en espirales.

– Me aburre, Kramer. Dijo que jugaría limpio y no deja de envolverme con parábolas que no entiendo. Qué me importa que sus putos círculos se cierren o sigan abiertos. Y que el maldito perro deje de restregarse contra mis piernas. ¿No lo baña nunca?

– La higiene de Canalla es su problema personal. Empújame hasta esa cafetería. Todavía no he desayunado.

El café Mirador del Elba estaba vacío a esa hora. Ocupamos una mesa frente a una ventana. Afuera los barcos seguían pasando. En muchos se veía sobre cubierta a tripulantes entregados a las faenas de zarpe. Los envidié. Muy pronto alcanzarían Cuxhaven y la libertad del mar abierto. Kramer ordenó jarras de café y huevos revueltos. Al perro le sirvieron una enorme salchicha.

– Come, Belmonte. Entretanto te contaré una historia que servirá para que entiendas por qué te necesito. Escucha: cuando la caída del muro de Berlín era una simple cuestión de tiempo, todos los alemanes de la parte oriental festejaban por adelantado, desfilaban gritando: "Somos un pueblo", preparaban las papilas para el sabor de la Coca-Cola, todos menos un vejete al que llamaremos Otto. ¿Verdad que en toda Sudamérica se conocen los chistes de don Otto? Pues bien, nuestro don Otto, ex miembro de las SS hitlerianas y más tarde héroe del trabajo en la RDA, esquivó los festejos y se plantó como un poste frente al legendario Check Point Charlie. Esperó día y noche. Inamovible como un centinela de otros tiempos. Esperó acalambrado, aguantando las ganas de mear, hasta que llegó el histórico momento en que los vopos empezaron a vender sus uniformes y condecoraciones a los periodistas. Acababa de morir la RDA, y entonces, mientras los berlineses de los dos lados de la ciudad corrían

a abrazarse y a derribar el muro hasta con las uñas, nuestro don Otto corrió hasta la primera cabina telefónica que encontró en Occidente, discó el número de informaciones, pidió el teléfono del Lloyd Hanseático en Hamburgo, llamó y solicitó hablar con el mandamás. Presumo que don Otto debió de sentirse algo frustrado al recibir como respuesta un: "Llame mañana", pero un hombre que ha esperado más de cuarenta años para jugar sus cartas no puede perder el tiempo. Don Otto insistió. Dijo: "Busque al mandamás en su casa, donde sea necesario y dígale solamente Kunsthalle, Bremen, 1945. El entenderá. Volveré a llamar en una hora".

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