35) Aunque el síndrome ya venía de lejos, con la Carta de Lord Chandos la literatura quedaba ya del todo expuesta a su insuficiencia e imposibilidad, haciendo de esta exposición -como se hace en estas notas sin texto- su cuestión fundamental, necesariamente trágica.
La negación, la renuncia, el mutismo, son lagunas de las formas extremas bajo las cuales se presentó el malestar de la cultura.
Pero la forma extrema por excelencia fue la que llegó con la Segunda Guerra Mundial, cuando el lenguaje quedó encima mutilado y Paul Celan sólo pudo excavar en una herida iletrada en tiempo de silencio y destrucción:
Si viniera,
si viniera un hombre
si viniera un hombre al mundo, hoy, con
la barba de luz de los
patriarcas: sólo podría,
si hablara de este
tiempo, sólo
podría balbucir, balbucir
siempre siempre
sólo sólo.
36) Me ha escrito Derain, me ha escrito de verdad, esta vez no me lo invento. Ya no esperaba para nada que lo hiciera, pero bienvenido sea.
Me pide dinero -se ve que sentido del humor no le falta- por toda la documentación que envía para mis notas.
Distinguido colega -me dice en la carta-, le mando fotocopias de algunos documentos literarios que pueden resultar de su interés, serle útiles para sus notas sobre el arte de la negativa.
Encontrará, en primer lugar, unas frases de Monsieur Teste, de Paul Valéry. Ya sé que cuenta con Valéry -ineludible en el tema que usted trata-, pero quizás se le hayan escapado las frases que le mando y que son la perla condensada de un libro, Monsieur Teste, totalmente alineado con la llamémosla problemática del No.
Sigue una carta de John Keats en la que éste, entre otras cosas, se pregunta qué hay de asombroso en que él diga que va a dejar de escribir para siempre.
Le mando también Adieu, por si acaso se le ha traspapelado ese breve texto de Rimbaud en el que muchos han creído ver, y yo con ellos, su despedida explícita de la literatura.
También le envío un fragmento esencial de La muerte de Virgilio, novela de Hermann Broch.
Sigue una frase de Georges Perec, que nada tiene que ver con el tema de la negación o de la renuncia ni con nada de lo que le tiene preocupado y sobre lo que usted indaga, pero que pienso puede saberle a algo así como la pausa que refresca después del duro Broch.
Finalmente, le mando algo que no puede faltar de ningún modo en una aproximación al arte de la negativa: Crise de vers, un texto de 1896 de Mallarmé.
Son mil francos. Creo que bien los vale mi ayuda.
Suyo,
Derain
37) Reconozco que son una perla condensada de Monsieur Teste las frases de Valéry que Derain me ha seleccionado: «No era Monsieur Teste filósofo ni nada por el estilo. Ni siquiera era literato. Y, gracias a eso, pensaba mucho. Cuanto más se escribe, menos se piensa.»
38) Poeta «consciente de ser poeta», John Keats es autor de ideas decisivas sobre la poesía misma, nunca expuestas en prólogos o en libros de teoría sino en cartas a los amigos, destacando muy especialmente la enviada a Richard Woodhouse un 27 de octubre de 1818. En esta carta habla sobre la capacidad negativa del buen poeta, que es el que sabe distanciarse y permanecer neutral ante lo que dice, igual que hacen los personajes de Shakespeare, entrando en comunión directa con las situaciones y las cosas para convertirlas en poemas.
En esa carta niega que el poeta tenga sustancia propia, identidad, un yo desde el que hablar con sinceridad. Para Keats, el buen poeta es más bien un camaleón, que encuentra placer tanto creando un personaje perverso (como el Yago de Otelo) como uno angelical (como la también shakespeariana Imogen).
Para Keats, el poeta «lo es todo y no es nada: no tiene carácter; disfruta de la luz y de la sombra (…) Lo que choca al virtuoso filósofo, deleita el camaleónico poeta». Y por eso precisamente «un poeta es el ser menos poético que haya, porque no tiene identidad: está continuamente sustituyendo y rellenando algún cuerpo».
«El sol -continúa diciéndole a su amigo-, la luna, el mar, los hombres y las mujeres, que son criaturas impulsivas, son poéticos y tienen en sí algún atributo inmutable. El poeta carece de todos, es imposible identificarle, y es, sin duda, el menos poético de todos los seres creados por Dios.»
Da la impresión Keats de estar anunciando, con muchos años de adelanto, la tan traída actualmente «disolución del yo». Se adelantó, guiado por su inteligencia genial y por sus grandes intuiciones, a muchas cosas. Es algo que, sin ir más lejos, puede verse cuando, tras su discurso sobre la faceta camaleónica del poeta, termina la carta a su amigo Woodhouse con una frase sorprendente para la época: «Si, por lo tanto, el poeta no tiene ser en sí y yo soy un poeta, ¿qué hay de asombroso en que diga que voy a dejar de escribir para siempre?»
39) Adieu es un breve texto de Rimbaud incluido en Una temporada en el infierno y en el que, en efecto, parece que el poeta se despide de la literatura: «¡El otoño ya! Pero por qué añorar un sol eterno, si estamos comprometidos en el descubrimiento de la claridad divina, lejos de la gente que muere en las estaciones.»
Un Rimbaud maduro -«¡El otoño ya!»-, un Rimbaud maduro a los diecinueve años se despide de la, para él, falsa ilusión del cristianismo, de las sucesivas etapas por las que, hasta ese momento, pasó su poesía, de sus tentativas iluministas, de su ambición inmensa en definitiva. Y ante sus ojos se vislumbra un nuevo camino: «He intentado inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Creí adquirir poderes sobrenaturales. ¡Y ya veis! ¡Debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos ¡Una hermosa gloria de artista y de narrador arrebatada.»
Acaba con una frase que se ha hecho célebre, sin duda una despedida en toda regla: «Es preciso ser absolutamente moderno. Ni un solo cántico: mantener el paso ganado.»
Con todo, yo prefiero -aunque no me lo haya enviado Derain- una despedida de la literatura más simple, mucho más sencilla que su Adieu. Se encuentra en el borrador de Una temporada en el infierno y dice así: «Ahora puedo decir que el arte es una tontería.»
40) Keats y Rimbaud -entiendo que quiere insinuarme Derain- hacen acto de presencia en la crisis final del poeta Virgilio en la extraordinaria novela de Hermann Broch. Al Keats que visionara la disolución del yo (cuando ésta aún no era un tópico) casi lo palpamos cuando Broch, en las páginas centrales de La muerte de Virgilio, nos dice que su moribundo héroe había creído escapar de lo informe pero lo informe había caído de nuevo sobre él, no como lo indistinguible del comienzo del rebaño, sino muy inmediato, más aún, casi tangible, como el caos de una individualización y una disolución que no podía reunirse en una unidad ni con el acecho ni con la rigidez: «el caos demoniaco de cada voz aislada, de cada conocimiento, de cada cosa (…) este caos le asaltaba ahora, a este caos estaba entregado (…). Oh, cada uno está amenazado por las voces indomables y sus tentáculos, por el ramaje de las voces, por las voces de rama que enredándose entre ellas le enredan, que crecen disparadas, cada una por su lado, y volviendo a retorcerse unas en otras, demoniacas en su individualización, voces de segundos, voces de años, voces que se entrelazan en la malla del mundo, en la malla de las edades, incomprensibles e impenetrables en su rugiente mudez.»